Como el hombre de la carretera cuando nos marchábamos de las Cevenas, pensó Isabelle, y recordó al individuo de la nuez abultada, las antorchas, las valientes palabras de Marie.
– Papá nos ha dicho que nos quedemos aquí para no estorbar -anunció Petit Jean.
– ¿Que os quedéis? ¿Está Marie aquí?
Su hijo mayor giró la cabeza hacia un montón de paja en el rincón más oscuro del establo. Isabelle se precipitó hacia allí.
– Marie -dijo en voz baja, arrodillándose delante del montón.
Pero era Jacob, acurrucado sobre la paja. Tenía los ojos muy abiertos, pero no pareció ver a su madre.
– ¡Jacob! ¿Qué sucede? ¿Has encontrado a Marie?
Encima de las rodillas tenía el vestido negro que Marie llevaba sobre el azul. Isabelle se arrastró hasta él y se lo quitó. Estaba empapado.
– ¿Dónde lo has encontrado? -preguntó, examinándolo. Tenía rasgado el cuello. Y los bolsillos llenos de guijarros del Birse.
– ¿Dónde estaba?
Jacob miró las piedras sin cambiar de expresión y no dijo nada. Su madre lo agarró por los hombros y empezó a zarandearlo.
– ¿Dónde lo has encontrado? -gritó-. ¿Dónde?
– Lo ha encontrado aquí -oyó decir a su espalda. Se volvió hacia Petit Jean.
– ¿Aquí? -repitió-. ¿Dónde?
Petit Jean indicó con un gesto lo que los rodeaba.
– En el establo. Debió de quitárselo antes de salir corriendo para ir al bosque. Quería presumir de su vestido nuevo delante del demonio, ¿verdad, Jacob?
El niño se estremeció entre las manos de Isabelle.
Marcha atrás, Lucien acercó lo más posible la furgoneta a la casa. Después de atar la cuerda a un enganche metálico debajo del parachoques trasero, la metió, a través del devant-huis y por la ventanita cercana a la puerta -todos los cristales rotos retirados para que no la cortaran-, en el interior de la casa. Sujetó el aparejo de poleas a una viga estructural que atravesaba la habitación, llevó la cuerda hasta el aparejo y luego la bajó hasta la piedra del hogar, atando el cabo a un extremo de un triángulo de metal. En los otros dos ángulos colocó abrazaderas.
Luego cavamos en torno a una esquina del bloque de granito hasta dejar al descubierto la base. Nos llevó mucho tiempo porque el suelo estaba muy bien apisonado. Lo golpeé con el borde de una pala, deteniéndome de cuando en cuando para limpiarme el sudor de los ojos. Lucien encajó el triángulo de metal en el extremo de la piedra que habíamos dejado al descubierto y fijó las abrazaderas, metiendo los dientes en la tierra por debajo del fondo. Finalmente recorrimos todo el perímetro de la piedra con la pala y una palanca, removiendo el suelo a su alrededor.
Cuando todo estuvo listo discutimos sobre quién se quedaría dentro y mantendría el aparejo de poleas en su sitio y quién se encargaría de la furgoneta.
– Como ves, no está bien instalado -dijo Lucien, mirando con ansiedad a la cuerda-. El ángulo no es bueno. La cuerda rozará con la ventana, allí, y con el arco de la chimenea, allí -dirigió el haz de luz a los puntos de fricción-. Podría deshilacharse y romperse. Y la fuerza no es la misma en las dos abrazaderas porque no hemos podido colgar el aparejo directamente encima de la piedra, sino a un lado, sobre la viga. He intentado compensarlo, pero la tracción sigue siendo diferente y no será difícil que las abrazaderas resbalen. Queda la viga. Puede que no sea lo bastante fuerte para soportar el peso de la piedra. Es mejor que lo controle yo.
– No.
– Ella…
– Me voy a quedar aquí. Vigilaré la cuerda, la abrazadera y le palan.
El tono de mi voz le obligó a retroceder. Fue hasta la ventanita y miró fuera.
– De acuerdo -dijo en voz baja-. Tú te quedas aquí con la linterna. Si la soga comienza a deshilacharse, resbalan las abrazaderas, o descubres cualquier otro motivo para que detenga la furgoneta, dirige la luz al espejo de allí -dirigió la linterna al espejo retrovisor del lado izquierdo de la furgoneta, y el espejo nos devolvió el destello-. Cuando la piedra se haya levantado lo suficiente -continuó-, ilumina también el espejo con la linterna, para que sepa que tengo que pararme.
Asentí y recuperé la linterna, luego le iluminé el camino hasta la ventana de atrás, preparándome para el alarido cuando forzó la ventana de guillotina y la levantó. Me miró antes de desaparecer. Sonreí apenas; no respondió a mi sonrisa. Parecía preocupado.
En tensión por el nerviosismo, me coloqué junto a la ventanita. Con tanta actividad había desaparecido al menos la sensación de mareo, y sentí que me hallaba en el lugar correcto, por absurda que fuese la situación. Me alegraba de estar con Lucien: no lo conocía lo bastante como para tener que darle demasiadas explicaciones, a diferencia de lo que me habría sucedido con Rick o Jean-Paul, y estaba lo bastante interesado por el aspecto mecánico de la tarea como para no hacer demasiadas preguntas sobre el porqué de lo que hacíamos.
Había dejado de llover, pero se seguía oyendo gotear por todas partes. La furgoneta petardeó hasta ponerse en marcha y siguió estremeciéndose mientras Lucien encendía los faros y revolucionaba el motor. Sacó la cabeza por la ventanilla y yo agité la mano. Muy despacio, la furgoneta avanzó, centímetro a centímetro. La cuerda fue moviéndose, se tensó y empezó a vibrar. El aparejo que colgaba de la viga osciló hacia mí. Se oyó un chasquido cuando la viga recibió el empuje de la fuerza desarrollada por la furgoneta; di un salto hacia atrás, aterrada ante la posibilidad de que la casa se derrumbara a mi alrededor.
La viga resistió. Paseé el haz de luz por todo el recorrido de la cuerda, el aparejo, y las abrazaderas en torno a la piedra, de nuevo a lo largo de la cuerda, hasta salir por la ventana y llegar a la furgoneta. Había muchas cosas que vigilar. Me concentré en la tarea, el cuerpo tenso como un muelle.
Llevaba varios segundos enfocando una de las abrazaderas cuando empezó a escurrirse de la piedra. Rápidamente lancé el rayo de la linterna por la ventana hasta el espejo retrovisor. Lucien detuvo la furgoneta en el momento mismo en que la abrazadera se soltaba y el triángulo de metal salía disparado hacia el aparejo, golpeando la chimenea antes de estrellarse contra la viga. Grité y me apreté contra la puerta. El triángulo rebotó sobre el suelo.
Me frotaba la cara cuando Lucien asomó la cabeza por la ventanita.
– ¿Estás bien? -preguntó.
– Sí. Sólo ha sido una de las abrazaderas que se ha soltado de la piedra. Voy a volver a ponerla.
– ¿Estás segura?
– Por supuesto -repliqué.
Después de respirar hondo me acerqué al triángulo.
– Déjame verlo -pidió Lucien. Se lo llevé para que lo examinara. Afortunadamente el metal estaba intacto. Desde la ventanita contempló cómo volvía a colocarlo en la esquina de la piedra y apretaba las abrazaderas como le había visto hacerlo a él. Cuando hube terminado, iluminé lo que había hecho con la linterna y Lucien asintió.
– Bien. ¿Sabes? Quizá lo consigamos -regresó a la furgoneta y yo me situé junto a la ventana como antes.
Isabelle se agachó sobre la paja y miró fuera a través del devant-huis. Ahora llovía con fuerza y se había oscurecido el cielo. Caería pronto la noche. Contempló a sus hijos. Petit Jean seguía almohazando al caballo y miraba nervioso a su alrededor. Jacob estudiaba las piedras del vestido de Marie. Después de lamerlas, alzó los ojos a su madre.
– Han elegido las piedras más feas -dijo en voz baja-; las grises, sin color. ¿Por qué han hecho eso?
– ¡Cállate, Jacob! -dijo Petit Jean entre dientes.
– ¿Qué queréis decir, vosotros dos? -exclamó Isabelle-. ¿Qué es lo que me estáis ocultando?
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