Lucien había traído el bolso de gimnasia el día anterior, cuando por fin desperté, después de que los calmantes que el médico me inyectó hubieran dejado de hacer efecto. Apareció al pie de la cama, sin afeitar, sucio y agotado, y dejó el bolso junto a la pared.
– Para ti, Ella. No lo mires ahora. Ya sabes lo que es. Eché una ojeada indiferente al bolso.
– No lo has hecho tú solo, ¿verdad?
– Un amigo me debía un favor. No te preocupes, no se lo dirá a nadie. Sabe guardar secretos -hizo una pausa-. Usamos una cuerda más fuerte. Aunque la viga ha estado a punto de caerse. Casi se derrumba la casa entera.
– Ojalá se hubiera hundido.
Cuando se estaba marchando me aclaré la garganta.
– Lucien. Gracias. Por ayudarme. Por todo.
Hizo un gesto de asentimiento.
– Que seas feliz, Ella.
– Lo intentaré.
Mathilde y Sylvie dejaron mi equipaje en el pasillo y me llevaron al patio trasero, un trozo de césped, separado de los vecinos de ambos lados por una valla, con juguetes diseminados por todas partes y una piscina portátil de plástico. Hicieron que me tumbara en una hamaca igualmente de plástico y, mientras Mathilde volvía a entrar para traerme algo de beber, Sylvie se me situó a la altura del hombro, mirándome fijamente. Luego extendió la mano y empezó a acariciarme la frente. Cerré los ojos. Su mano y el calor del sol hacían que me sintiera bien.
– ¿Qué es eso? -preguntó Sylvie. Abrí los ojos. Me señalaba la psoriasis en el brazo; la mancha estaba roja e hinchada.
– Tengo un problema con la piel. Se llama psoriasis.
– Soa-ria-siis -repitió, logrando que sonara como el nombre de un dinosaurio-. También necesitas una tirita ahí, n'est-ce pas ?
Sonreí.
– Bien -empezó Mathilde, después de hacerme entrega de un vaso de zumo de naranja, de sentarse en la hierba a mi lado y de decirle a Sylvie que fuera a ponerse el traje de baño-. ¿Dónde has estado para hacerte esos moratones?
Suspiré. La perspectiva de tener que explicarlo todo me parecía una empresa sobrehumana.
– He estado en Suiza -empecé-, para ver a mi familia. Quería enseñarles la Biblia.
Mathilde torció el gesto.
– Bah, los suizos -dijo.
– Buscaba algo -continué-, y…
Del interior de la casa nos llegó un grito estridente. Mathilde se puso en pie de un salto.
– Ah, serán los huesos -dije.
Todavía fue más difícil dejar a Susanne. Entró en mi cuarto no mucho después de que Lucien dejara el bolso de gimnasia. Se sentó en el borde de la cama e hizo un gesto en su dirección sin mirarlo.
– Lucien me lo ha contado -dijo-. Y me lo ha enseñado.
– Lucien es una buena persona.
– Sí -miró por la ventana-. ¿Por qué crees que estaban allí?
Negué con la cabeza.
– No lo sé. Quizá… -me detuve; pensar en lo que habíamos encontrado me hacía temblar, y estaba intentando con toda mi alma hacerles creer a todos que me encontraba lo bastante bien como para marcharme al día siguiente.
Susanne me puso una mano en el brazo.
– No debería haber hablado de ello.
– No tiene importancia -cambié de tema-. ¿Te puedo decir algo con toda franqueza? -la debilidad me daba fuerzas para ser sincera.
– Por supuesto.
– Manda a paseó a Jan.
La respuesta de su rostro fue de asentimiento más que de sorpresa; cuando empezó a reírse, me uní a ella.
Mathilde regresó trayendo de la mano a una Sylvie llorosa.
– Dile a Ella que sientes haber curioseado en sus cosas -le ordenó.
Sylvie me miró con desconfianza entre las lágrimas.
– Lo siento -balbució-. Mamá, por favor, déjame jugar en la piscina.
– Muy bien.
Sylvie corrió a la piscina como si deseara apartarse de mí.
– Lo siento -dijo Mathilde-. Es un poco más curiosa de la cuenta.
– No pasa nada. Siento que se haya asustado.
– De manera que eso…, esos… ¿es lo que has encontrado? ¿Lo que buscabas?
– Creo que se llamaba Marie Tournier.
– Mon Dieu. Era… ¿de tu familia?
– Sí -empecé a hablarle de la granja, de la vieja chimenea y el hogar y de los nombres Isabelle y Marie. Del color azul, de la pesadilla y del ruido sordo de la piedra al caer. Y del color de mi pelo.
Mathilde escuchaba sin interrumpirme. Se miraba las uñas de color rosa brillante y se quitaba algún padrastro.
– ¡Qué historia! -dijo cuando hube terminado-. Tendrías que escribirla -hizo una pausa, empezó a decir algo más y luego se detuvo.
– ¿Qué?
– ¿Por qué has venido aquí? -preguntó-. Écoute , me alegro de que lo hayas hecho, pero ¿por qué no has vuelto a casa? ¿No es lo lógico ir a casa cuando estás disgustada, volver con tu marido?
Suspiré. También tenía que contarle todo aquello: pasaríamos horas allí. Su pregunta me recordó algo. Miré a mi alrededor.
– ¿Hay un…? ¿Tienes un…? ¿Dónde está el padre de Sylvie? -pregunté con torpeza.
Mathilde rió y agitó una mano vagamente.
– ¿Quién sabe? Hace un par de años que no lo veo. Nunca le interesó tener hijos. No quería que naciera Sylvie, de manera que… -se encogió de hombros-. Tant pis. Pero no has contestado a mi pregunta.
Le conté todo lo demás, acerca de Rick y de Jean-Paul. Aunque no traté de simplificar, tardé menos de lo que pensaba.
– ¿De manera que Rick no sabe que estás aquí?
– No. Mi primo quería llamar y contarle que volvía a casa, pero no le dejé. Le prometí hacerlo desde el aeropuerto. Quizá yo ya sabía que no iba a volver.
De hecho había estado aletargada en el tren de Ginebra, sin pensar siquiera en mi punto de destino. Tenía que cambiar de trenes en Montpellier y mientras esperaba había oído anunciar un tren que, entre otros sitios, paraba en Mende. Lo vi llegar y cómo la gente se apeaba y subía. Después siguió un rato en la estación y cuanto más se prolongaba la parada, más me tentaba. Finalmente recogí el equipaje y subí a bordo.
– Ella -dijo Mathilde. Alcé los ojos, había estado viendo cómo Sylvie chapoteaba en la piscina-. No te queda más remedio que hablar con Rick, n’est-ce pas? So bre todo esto.
– Lo sé. Pero no tengo fuerzas para telefonearle.
– ¡Déjamelo a mí! -se puso en pie de un salto y chasqueó los dedos-. Dame el número -lo hice, a regañadientes-. Bien. Ahora vigila a Sylvie. ¡Y no entres en casa!
Me recosté en la hamaca. Era un alivio que se ocupara ella.
Afortunadamente los niños olvidan pronto. Al final del día Sylvie y yo jugábamos juntas en la piscina.
Cuando entramos en la casa Mathilde había escondido el bolso de gimnasia en un armario. Sylvie no dijo nada más sobre el asunto; me enseñó todos sus juguetes y me permitió que le hiciera dos trenzas muy apretadas.
Mathilde se mostró reticente sobre la llamada telefónica.
– Mañana por la noche, a las ocho -explicó, enigmática, mientras me entregaba una dirección en Mende, igual que Jean-Paul había hecho con La Taverne.
Cenamos pronto para respetar el horario de Sylvie. Sonreí al ver lo que tenía en el plato: igual que la comida que tomaba cuando era pequeña, todo muy concreto y nada elaborado. No había pasta con salsas o aceites o condimentos especiales, ni pan especial, ni mezclas de gustos y consistencias. Me encontré con una chuleta de cerdo, judías verdes, maíz cocido con crema y una baguette; todo cómodamente sencillo.
Estaba hambrienta, pero cuando me metí en la boca un bocado de cerdo casi lo escupí: sabía a metal. Probé con el maíz y las judías verdes y me sucedió lo mismo. Pese a mis ganas de comer, no soportaba ni el sabor ni el tacto de los alimentos al metérmelos en la boca.
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