Tracy Chevalier - El azul de la Virgen

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En esta obra Chevalier fundió la existencia de una norteamericana que comienza a residir en la Francia actual con la de una joven que padeció las consecuencias de la Noche de San Bartolomé.
La primera de estas historias comienza en el último tercio del siglo XVI. El mismo día en que, en un pequeño pueblo francés, pintan el nicho de la Virgen de un azul intenso, a Isabelle se le enrojece el pelo. Desde aquel día es llamada La Rousse, como la Virgen María (ya que se decía que también tenía el pelo rojo). Pero ese apodo deja de ser cariñoso cuando los hugonotes proclaman que la Virgen se interpone entre los creyentes y Dios.
La segunda historia transcurre a finales del siglo XX. Mientras busca un pueblo interesante para establecerse con Rick, su marido, un arquitecto también norteamericano aunque sin raíces francesas, Ella Turner piensa que Francia es un banquete del que está dispuesta a probar todos los platos. Todo parece ir bien… hasta que empieza a tener pesadillas cada vez que hace el amor con su marido con la intención de concebir un hijo. Ella Turner sueña en azul, se siente arrastrada hacia un lugar lleno de azul.

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– ¿Está contigo…, ese individuo?

– ¿Quién?

– Jean-Pierre.

– No, no está aquí. ¿Qué te ha hecho pensar eso?

– Te has acostado con él, ¿no es cierto? Lo noto en tu voz.

No esperaba aquello de él. Respiré hondo.

– Mira, es cierto que no puedo hablar ahora mismo. Hay… otras personas en la habitación. Lo siento, Rick, la verdad es que ya no sé lo que quiero. Pero no puedo hablar ahora. Sencillamente no puedo.

– Ella -parecía como si le fallara un poco la voz.

– Dame sólo unos pocos días. ¿De acuerdo? Luego volveré y… hablaremos. ¿Te parece bien? Lo siento. -colgué y me volví para enfrentarme con los demás. Lucien miraba a su plato; los vecinos se esforzaban por conversar con Jan. Jacob y Susanne me miraban fijamente con unos ojos marrones que eran del mismo color que los míos.

– Bien -comenté alegremente-. ¿Qué decíamos hace un momento sobre matrimonios?

Me levanté a medianoche sedienta a causa del vino, con la fondue como plomo en el estómago, y bajé a la cocina en busca de un poco de agua mineral. Apagué la luz y me senté en la mesa con el vaso, pero aún persistía el olor a queso y decidí trasladarme a la sala de estar. Oí el débil sonido metálico del clavicémbalo al llegar a la puerta. La abrí en silencio y encontré a Susanne ante el instrumento, con la luz de un farol distante dibujando su silueta. Tocó unos acordes, se detuvo y siguió allí. Cuando susurré su nombre alzó la vista y luego se derrumbó sobre el taburete. Me acerqué y le puse la mano en el hombro. Llevaba un kimono oscuro de seda, muy suave al tacto.

– Deberías irte a la cama -dije en voz baja-. Seguro que estás cansada. Y ahora necesitas dormir mucho. Susanne apretó la cara contra mi costado y se echó a llorar. Me quedé quieta y le acaricié el pelo ensortijado; luego me arrodillé a su lado.

– ¿Lo sabe Jan?

– No -me contestó, secándose los ojos y las mejillas-. No estoy preparada para esto, Ella. Quiero hacer otras cosas. He trabajado muchísimo y empiezo ahora a abrirme camino -puso la mano en el teclado y tocó un acorde-. Un hijo en este momento arruinaría mi futuro.

– ¿Cuántos años tienes?

– Veintidós.

– ¿Y quieres tener hijos?

Se encogió de hombros.

– Algún día. Todavía no. Ahora no.

– ¿Y Jan?

– A él le encantaría tener hijos. Pero ya sabes, los hombres no piensan de la misma manera. No supondría ninguna diferencia para su música, para su carrera. Cuando habla de tener hijos es de manera tan abstracta que estoy segura de que seré yo quien se ocupe de ellos. Aquella queja me resultaba familiar.

– ¿No lo sabe nadie más?

– No.

Vacilé, poco acostumbrada a hablar a otras mujeres del aborto como opción: en mi trabajo, cuando las mujeres me consultaban, ya habían decidido tener el hijo. Además, ni siquiera conocía las palabras francesas para «aborto» o para «opción».

– ¿Qué posibilidades tendrías? -le pregunté por fin, titubeando, cuidando al menos el tiempo verbal. Contempló las teclas. Luego se encogió de hombros.

Un avortement -dijo con voz apagada.

– ¿Qué piensas sobre… el aborto? -podría haberme dado de bofetadas por la torpeza de mi pregunta. Susanne no pareció darse cuenta.

– Lo preferiría, aunque no me gusta la idea. No soy una persona religiosa, no me preocuparía por eso. Pero Jan…

Esperé.

– Bueno, Jan es católico. Ahora no va a la iglesia y se considera liberal, pero… es diferente cuando se trata de elegir en la vida real. No sé lo que pensaría. Puede que se disguste mucho.

– Bueno, has de decírselo, tiene derecho a saberlo, pero no hace falta que sea una decisión común. Eres tú quien elige lo que se ha de hacer. Por supuesto es mejor que estéis de acuerdo, pero si no es así, la decisión ha de ser tuya porque eres tú quien lleva al bebé -traté de decírselo con la mayor firmeza posible.

Susanne me miró de reojo.

– ¿Has… has pasado por…?

– No.

– ¿Quieres tener hijos?

– Sí, pero… -no sabía qué explicarle primero. De manera absurda empecé a reír tontamente. Susanne me miró con fijeza, el blanco de los ojos brillándole a la luz del farol-. Lo siento. Tengo que sentarme -dije-. Ahora te lo cuento.

Ocupé uno de los sillones mientras Susanne encendía una lámpara pequeña situada sobre el piano. Luego se acurrucó en un extremo del sofá, las piernas debajo del cuerpo, la seda verde muy estirada sobre las rodillas, y me miró expectante. Creo que la tranquilizaba dejar de ser el centro de atención.

– Mi marido y yo hemos hablado de tener hijos -empecé-. Pensábamos que ahora sería un buen momento. Es decir, en realidad, lo sugerí yo y Rick estuvo de acuerdo. Así que empezamos a intentarlo. Pero hubo algo que… me perturbó. Una pesadilla. Y ahora, ahora creo…, bueno, ahora tenemos problemas. También había… algo más. Alguien más -me sentí humillada por decirlo de aquel modo, pero de todas formas era un alivio contárselo a alguien.

– ¿Quién?

– Un bibliotecario del pueblo donde vivo. Hemos estado… coqueteando algún tiempo. Y luego… -agité las manos en el aire-. Después me sentí mal y tuve que marcharme. De manera que vine aquí.

– ¿Es guapo?

– Sí. Creo que sí. Más bien… severo.

– Y te gusta.

– Sí -era extraño hablar de Jean-Paul; de hecho, me resultaba difícil imaginármelo. A aquella distancia, en aquella habitación, con Susanne acurrucada delante de mí, lo que me había sucedido con Jean-Paul parecía muy lejano y en absoluto tan trascendental como había imaginado. Era curioso: cuando cuentas tu historia a otros se acerca más a la ficción y se aleja de la verdad. Se le añade un componente de actuación, de representación, lo que hace que te distancies todavía un poco más.

– ¿Cuánto tiempo lleváis casados Rick y tú?

– Dos años.

– Y el otro, ¿cómo se llama?

– Jean-Paul -había algo tan definitivo en su nombre que decirlo me hizo sonreír-.Me ha ayudado a buscar datos de la historia familiar -continué-. Discute mucho conmigo, pero es porque le intereso yo y lo que hago… No, no, le interesa lo que soy, en realidad. Me escucha. Me ve a mí, no su idea de mí. ¿Sabes?

Susanne asintió.

– Con él sí que puedo hablar. Incluso le conté la pesadilla y se portó muy bien, hizo que se la describiera. Y eso me ayudó.

– ¿En qué consiste esa pesadilla?

– No lo sé. No tiene argumento. Sólo una sensación. Como si… me faltara la respiration -me di golpecitos en el pecho. Frank Sinatra, pensé. El cantante de los ojos azules.

– Y un azul, un color azul muy preciso -añadí-. Como en los cuadros del Renacimiento. El color que utilizaban para la túnica de la Virgen. Hay un pintor…, dime, ¿has oído hablar de Nicolas Tournier?

Susanne se incorporó y agarró con fuerza el brazo del sofá.

– Dime más sobre ese azul.

Por fin, una conexión con el pintor.

– Tiene dos partes: hay un azul claro, la capa superior, llena de luz y… -me esforcé por encontrar las palabras-. El color se mueve con la luz. Pero hay también una oscuridad por debajo de la luz, muy sombría. Los dos tonos luchan entre sí. Eso es lo que hace que el color resulte tan vivo y tan difícil de olvidar. Es un color muy hermoso, ¿te das cuenta?, pero también triste, tal vez para recordarnos que la Virgen está siempre llorando la muerte de su hijo, incluso cuando nace. Como si ya supiera lo que va a pasar. Pero luego, cuando Jesús ha muerto, el azul sigue siendo hermoso, todavía hay esperanza. Te hace pensar que nada es completamente una cosa u otra; el azul puede ser luminoso y feliz pero siempre subsiste esa oscuridad por debajo.

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