Las casas estaban distribuidas al azar a nuestro alrededor y también colina arriba por detrás de la casa. Todos los edificios eran de color gris o crema, con tejados de pizarra muy pronunciados, terminados en un borde que sobresalía como una falda acampanada. Las casas eran más altas y más nuevas que las de Lisle, con postigos recién pintados en rojos, verdes y marrones muy sobrios, aunque justo delante de la casa de Jacob había un sorprendente par de azules eléctricos. Abrí la ventana y me asomé para ver los postigos de Jacob: no estaban pintados en absoluto, y conservaban el color caramelo de la madera.
Oí pasos detrás de mí y me aparté de la ventana. Con una taza de café en cada mano, Jacob se reía de mí.
– ¡Ah, ya estás espiando a nuestros vecinos! -exclamó, pasándome una de las tazas.
Sonreí.
– De hecho estaba mirando vuestros postigos. Quería ver de qué color eran.
– ¿Te gustan?
Asentí.
– Veamos, ¿dónde está esa Biblia? Ah, ahí. Bien, ahora ya puedes volver a tu casa -dijo, bromeando.
Me senté junto a él en el sofá mientras abría el libro por la primera página. Contempló los nombres durante mucho tiempo, con una expresión satisfecha en el rostro. Luego, de una estantería que tenía detrás, sacó un montón de papeles pegados con celo. Empezó a desdoblarlos y a extenderlos por el suelo. Los papeles estaban amarillentos, y el celo, quebradizo.
– Aquí tienes el árbol genealógico que hizo mi abuelo -explicó.
La letra era clara, y el árbol estaba cuidadosamente trazado, pero aun así era un asunto enrevesado: había tangentes, ramas que se disparaban, vacíos donde las líneas se agotaban. Cuando Jacob terminó de colocar las hojas, no formaban un rectángulo ni una pirámide bien definidos, sino un mosaico irregular, con hojas añadidas aquí y allá para completar la información.
Nos acuclillamos al lado. Por todas partes vi los nombres de Susanne, Etienne, Hannah, Jacob, Jean. En lo más alto del árbol todo era menos completo, pero empezaba con Etienne y Jean Tournier.
– ¿Dónde encontró tu abuelo todo esto?
– Distintos sitios. Algunos datos en la bourgeoisie del hôtel de ville aquí: hay registros que se remontan al siglo XVIII, me parece. Antes, no sé. Pasó años estudiando registros. Y ahora tú has contribuido a su trabajo, ¡has dado el gran salto a Francia! Cuéntame cómo encontraste esta Biblia de los Tournier.
Le presenté una versión abreviada de mis investigaciones en la que intervenían Mathilde y monsieur Jourdain, sin mencionar a Jean-Paul.
– ¡Menuda coincidencia! Has tenido mucha suerte, Ella. Y has venido hasta aquí para enseñármelo Jacob pasó la mano por la cubierta de cuero. Detrás de sus palabras se escondía una pregunta, pero no la contesté. Sin duda le había parecido desproporcionado que me presentara en Moutier de repente para enseñarle la Biblia, pero no me parecía que pudiera hacerle confidencias: se parecía demasiado a mi padre. Ni por ensoñación se me ocurriría contarles a mis padres lo que acababa de hacer, la situación que había dejado a mi espalda.
Más tarde Jacob y yo salimos a dar un paseo por Moutier. El hôtel de ville, un edificio cuidadosamente pensado, con postigos grises y torre del reloj, se alzaba en el centro. Las tiendas se agrupaban a su alrededor, formando lo que recibía el nombre de ciudad vieja, aunque parecía muy nueva comparada con Lisle: muchos de los edificios eran modernos, y todos habían sido renovados, con estuco y pintura nuevos, así como con nuevas tejas cuadradas para los tejados. Me fijé en un edificio peculiar, de cúpula con forma de cebolla a un lado, y debajo, en un nicho, un monje de piedra que sostenía un farol sobre la esquina de la calle, pero, por lo demás, los edificios eran uniformes y carecían de adornos.
En el último siglo Moutier había alcanzado una población de ocho mil almas, y las casas se habían extendido por las laderas de las colinas en torno a la ciudad vieja para albergar a la población. Nada parecía haber sido planeado, lo que resultaba extraño después de haber vivido en Lisle, con su cuadrícula de calles y la sensación de que se trataba de un todo orgánico. Con pocas excepciones, los edificios eran funcionales más que estéticamente satisfactorios, construidos para una determinada finalidad, sin trabajo decorativo en ladrillo, ni vigas transversales ni alicatados como en Lisle.
Alejándonos un poco del centro paseamos por un sendero próximo al Birse. Era un río pequeño, más parecido a un riachuelo que a un verdadero río, con abedules plateados en las orillas. Había algo jubiloso en el hecho de que el agua corriera a través de una ciudad, uniéndola con el resto del mundo, un recordatorio de que aquel lugar no era tan estático ni estaba tan aislado.
Por donde quiera que íbamos Jacob me presentaba como una Tournier de los Estados Unidos. Se me recibía con una mirada de reconocimiento y aceptación que no había esperado. Era desde luego diferente de la recepción que había tenido en Lisle. Se lo comenté a Jacob, que sonrió.
– Quizá seas tú la que ha cambiado -dijo.
– Quizá -no añadí que, si bien la actitud de la gente hacia mí en Moutier era muy agradable, también desconfiaba un poco de la aceptación tan sin restricciones de un apellido. Si supieran lo terriblemente que me había comportado, pensaba con tristeza, no creerían que los Tournier fuesen tan maravillosos.
Jacob tenía que dar algunas clases De camino al conservatorio me llevó a una capilla dentro del cementerio, situado en el límite del núcleo urbano, y me dejó allí para que inspeccionara el interior. Me contó que había habido monasterios en Moutier desde el siglo VII la actual capilla de Chaliéres databa del X. El interior era reducido y sencillo, con desvaídos frescos de estilo bizantino en marrón rojizo y crema en las paredes del coro y lechada en el resto. Estudié las figuras obedientemente -Cristo con los brazos extendidos, una fila de apóstoles debajo, con halos que enmarcaban sus cabezas, algunos de los rostros deteriorados hasta perder por completo toda expresión- pero, con la excepción del débil rastro de una mujer de aspecto triste a un lado, los frescos no me interesaron en absoluto.
Cuando salí de la ermita vi a Jacob a media ladera, delante de una lápida, la cabeza inclinada, los ojos cerrados. Lo contemplé durante un momento, avergonzada de mis preocupaciones cuando allí existía una tragedia real, un hombre que sufría ante la tumba de su esposa. Para respetar su intimidad, entré otra vez en la capilla. Una nube había tapado el sol, el interior estaba más oscuro, y las figuras de los frescos parecían suspendidas sobre mí como fantasmas. Me coloqué delante de las líneas apenas visibles de la mujer y la estudié con más detalle. Era muy poco lo que quedaba de ella: ojos de pesados párpados, nariz grande, labios fruncidos, encuadrados por una túnica y un halo. Y, sin embargo, aquellos elementos rudimentarios captaban su dolor con precisión.
– La Virgen, por supuesto -dije en voz baja.
Había algo en su expresión que la diferenciaba de la de Nicolas Tournier. Cerré los ojos y traté de recordarlo: el dolor, la resignación, la extraña paz del rostro. Volví a abrirlos y miré de nuevo a la figura que tenía delante. Entonces lo vi: era la boca, las tensas curvas en las comisuras. Aquella Virgen estaba enfadada.
Cuando salí de la ermita por segunda vez el sol había vuelto a aparecer y Jacob se había marchado. Caminé en dirección al centro por entre las casas más nuevas, y terminé en la iglesia protestante, la que había visto cuando me desperté la primera vez en casa de Jacob. Era un edificio de grandes proporciones, hecho de piedra caliza y rodeado de árboles añosos. De algún modo me recordaba a la iglesia de Le Pont de Montvert: las dos estaban situadas en el mismo lugar en relación con el pueblo; no en el centro, pero sí en una posición dominante, a mitad de la ladera norte de una colina, con un pórtico donde crecía la hierba y un muro donde era posible sentarse y ver la población desde arriba. Di la vuelta a toda la iglesia y descubrí que la puerta principal estaba abierta. En el interior encontré más decoración que en la iglesia de Le Pont de Montvert, dado que contaba con suelos de mármol y algunas vidrieras de colores en el coro. De todos modos resultaba fría, austera y, después de la capilla de Chaliéres, demasiado grande e impersonal. No me quedé mucho tiempo.
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