– ¿Quién será ese tío?
Cuando Julita llega, la madre le sale al paso.
– Mira, Julita, hija, has tenido una carta. La he abierto porque vi que era una foto, pensé que sería la tuya. ¡Tengo tantas ganas de verla! Julita torció el gesto, Julita era, a veces, un poco déspota con su madre.
– ¿Dónde está?
– Tómala, yo creo que debe ser una broma. Julita ve la foto y se queda blanca.
– Sí, una broma de muy mal gusto. La madre, a cada instante que transcurre, entiende menos lo que pasa.
– ¿Lo conoces?
– No, ¿de qué lo voy a conocer?
Julita guarda la foto de don Obdulio y un papel que la acompañaba donde, con torpe letra de criada, se leía: "¿Conoces a éste, chata?"
Cuando Julita ve a su novio, le dice:
– Mira lo que he recibido por correo.
– ¡El muerto!
– Sí, el muerto.
Ventura está un momento callado, con cara de conspirador.
– Dámela, ya sé yo lo que hacer con ella.
– Tómala.
Ventura aprieta un poco el brazo de Julita.
– Oye, ¿sabes lo que te digo?
– Qué.
– Pues que va a ser mejor cambiar de nido, buscar otra covacha, todo esto ya me está dando mala espina.
– Sí, a mí también. Ayer encontré a mi padre en la escalera.
– ¿Te vio?
– ¡Pues claro!
– ¿Y qué le dijiste?
– Nada, que venia de sacarme una foto. Ventura está pensativo.
– ¿Has notado algo en tu casa?
– No, nada, por ahora no he notado nada.
Poco antes de verse con Julita, Ventura se encontró a doña Celia en la calle de Luchana.
– ¡Adiós, doña Celia!
– ¡Adiós, señor Aguado! Hombre, a propósito, ni que me lo hubieran puesto a usted en el camino. Me alegro de haberlo encontrado, tenía algo bastante importante que decirle.
– ¿A mí?
– Si, algo que le interesa. Yo pierdo un buen cliente, pero, ya sabe usted, a la fuerza ahorcan, no hay más remedio. Tengo que decírselo a usted, yo no quiero líos: ándese con ojo usted y su novia, por casa va el padre, de la chica.
– ¿Sí?
– Como lo oye.
– Pero…
– Nada, se lo digo yo, ¡como lo oye!
– Sí, sí, bueno… ¡Muchas gracias!
La gente ya ha cenado.
Ventura acaba de redactar su breve carta, ahora está poniendo el sobre: "Sr. D. Roque Moisés, calle de Hartzen-busch, 57, Interior."
La carta, escrita a máquina, dice asi:
"Muy señor mío: Ahí le mando la foto que en el valle de Josafat podrá hab l ar contra usted. Ándese con tiento y no juegue, pudiera ser peligroso. Cien ojos le es pí an y más de una mano no titubearía en apretarle el pescuezo. Guárdese, ya sabemos por quienes votó usted en el 36".
La carta iba sin firma.
Cuando don Roque la reciba, se quedará sin aliento. A don Obdulio no lo podrá recordar, pero la carta, a no dudarlo, le encongerá el ánimo.
– Esto debe ser obra de masones -pensará-; tiene todas las características, la foto no es más que para despistar. ¿Quién será este desgraciado con cara de muerto de hace treinta años?
Doña Asunción, la mamá de Paquita, contaba lo de la suerte que habia tenido su niña a doña Juana Entrena, viuda de Sisemón, la pensionista vecina de don Ibrahim y de la pobre doña Margot.
Doña Juana Entrena, para compensar, daba a doña Asunción toda clase de detalles sobre la trágica muerte de la mamá del señor Suárez, por mal nombre la Fotógrafa.
Doña Asunción y doña Juana eran ya casi viejas amigas, se habían conocido cuando las evacuaron a Valencia, durante la guerra civil, a las dos en la misma camioneta.
– ¡Ay, hija, sí! ¡Estoy encantada! Cuando recibí la noticia de que la señora del novio de mi Paquita la habia pringado, creí enloquecer. Que Dios me perdone, yo no he deseado nunca mal a nadie, pero esa mujer era la sombra que oscurecía la felicidad de mi hija.
Doña Juana, con la vista clavada en el suelo, reanudó su tema: el asesinato de doña Margot.
– ¡Con una toalla! ¿Usted cree que hay derecho? ¡Con una toalla! ¡Qué falta de consideración para una ancianita! El criminal la ahorcó con una toalla, como si fuera un pollo. En la mano le puso una flor. La pobre se quedó con los ojos abiertos, según dicen parecía una lechuza, yo no tuve valor para verla, a mi estas cosas me impresionan mucho.
Yo no quisiera equivocarme, pero a mí me da el olfato que su niño debe andar mezclado en todo esto. El hijo de doña Margot, que en paz descanse, era mariquita, ¿sabe usted?. andaba en muy malas compañías. Mi pobre marido siempre lo decía: quien mal anda, mal acaba.
El difunto marido de doña Juana, don Gonzalo Sisemón, habia acabado sus días en un prostíbulo de tercera clase, una tarde que le falló el corazón. Sus amigos lo tuvieron que traer en un taxi, por la noche, para evitar complicaciones. A doña Juana le dijeron que se había muerto en la cola de Jesús de Medinaceli, y doña Juana se lo creyó. El cadáver de don Gonzalo venía sin tirantes, pero doña Juana no cayó en el detalle.
– ¡Pobre Gonzalo! -decía-: ¡pobre Gonzalo! ¡Lo único que me reconforta es pensar que se ha ido derechito al cielo, que a estas horas estará mucho mejor que nosotros! ¡Pobre Gonzalo!
Doña Asunción, como quien oye llover, sigue con lo de la Paquita.
– ¡Ahora, si Dios quisiera que se quedase embarazada! ¡Eso sí que sería suerte! Su novio es un señor muy considerado por todo el mundo, no es ningún pelagatos, que es todo un catedrático. Yo he ofrecido ir a pie al Cerro de los Ángeles si la niña se queda en estado. ¿No cree usted que hago bien? Yo pienso que, por la felicidad de una hija, todo sacrificio es poco, ¿no le parece? ¡Que alegría se habrá llevado la Paquita al ver que su novio está libre!
A las cinco y cuarto o cinco y media, don Francisco llega a su casa, a pasar la consulta. En la sala de espera hay ya siempre algunos enfermos aguardando con cara de circunstancias y en silencio. A don Francisco le acompaña su yerno, con quien reparte el trabajo.
Don Francisco tiene abierto un consultorio popular, que le deja sus buenas pesetas todos los meses. Ocupando los cuatro balcones de la calle, el consultorio de don Francisco exhibe un rótulo llamativo que dice: "Instituto Pasteur Koch. Director-propietario, Dr. Francisco Robles. Tuberculosis, pulmón y corazón. Rayos X. Piel, venéreas, sífilis. Tratamiento de hemorroides por electrocoagulación. Consulta 5 pesetas". Los enfermos pobres de la Glorieta de Quevedo, de Bravo Murillo, de San Bernardo, de Fuenca-rral, tienen una gran fe en don Francisco.
– Es un sabio -dicen-, un verdadero sabio, un médico con mucho ojo y mucha práctica. Don Francisco les suele atajar.
– No sólo con fe se curará, amigo mío -les dice cariñosamente, poniendo la voz un poco confidencial-, la fe sin obras es fe muerta, una fe que no sirve para nada. Hace falta también que pongan ustedes algo de su parte, hace falta obediencia y asiduidad, ¡mucha asiduidad!, no abandonarse y no dejar de venir por aquí en cuanto se nota una ligera mejoría… ¡Encontrarse bien no es estar curado, ni mucho menos! ¡Desgraciadamente, los virus que producen las enfermedades son tan taimados como traidores y alevosos!
Don Francisco es un poco tramposillo, el hombre tiene a sus espaldas un familión tremendo.
A los enfermos que, llenos de timidez y de distingos, le preguntan por las sulfamidas, don Francisco los disuade, casi displicente. Don Francisco asiste, con el corazón encogido, al progreso de la farmacopea.
– Día llegará -piensa- en que los médicos estaremos de más, en que en las boticas habrá unas listas de pildoras y los enfermos se recetarán solos.
Cuando le hablan, decimos, de las sulfamidas, don Francisco suele responder:
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