Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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– Sir Miles, haga el favor de detenerse y calmarse. -William Exmewe era cauteloso; como todos los que aman el poder, se mostraba precavido, observador y supeditaba sus sentimientos al asunto en cuestión-. ¿Quién nos ha visto?

– Gunter, el doctor en medicina. Nos vio entrar en la torre redonda. Conoce los cinco círculos. Conoce Dominus. ¡Hablará y nuestras cabezas rodarán!

– No pertenece a Dominus. ¿Cómo es posible entonces que conozca nuestros propósitos si no es uno de los nuestros?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? El mundo da tantas vueltas que ya no sé qué pensar ni qué hacer.

Exmewe reflexionó. ¿El médico había establecido la conexión entre Dominus y los predestinados? ¿El magistrado había proporcionado al matasanos la lista de las cinco iglesias?

– Miles, cuénteme el resto de sus pensamientos.

– ¿Cómo dice?

– No lo ha dicho todo. Se ha guardado algo.

Como es obvio, no había querido revelar su debilidad en Turnmill Street.

– No tengo nada más que decir. En la medida que mi pobre ingenio me lo permite, he intentado transmitir lo que sucede.

Mientras hablaba miró para otro lado. Exmewe no le creyó y, a partir de ese momento, comenzó a pensar en que el abogado debía morir.

– Miles, escúcheme. Le explicaré lo que debe hacer. No se deje ver durante una temporada. Permanezca en silencio. Ya visitaré yo a ese Gunter.

– Da igual lo que podamos decir como amenaza. Ni todas las palabras del mundo…

– ¿Quién ha hablado de amenazas? Miles, preste mucha atención: Timar domini sanctus. El miedo de Dios es sagrado.

– William, me encantaría ocuparme de él, pero ese hombre tiene una mentalidad tan distinta que no hay por dónde atraparlo.

– Cálmese. Váyase en paz. Jamás revelaré su visita. Que Dios lo salve. -Exmewe observó a Miles Vavasour hasta que abandonó la sala capitular. Alzó la mirada hacia la bóveda palmeriforme, admiró su belleza y comentó en voz alta-: Amigo Vavasour, estoy seguro de que tu tiempo se acaba.

Capítulo XIX

El cuento del bulero

En la esquina de Wood Street y Cheapside crecía un roble antiguo conocido como «el árbol de Canuto». De sus ramas colgaban pequeños amuletos, tanto para aplacar al árbol como para bendecir a sus benefactores con el don de la ancianidad. Los pájaros londinenses lo adoraban y se apiñaban en sus ramas; allí estaban a salvo porque los niños no los apedreaban ni les tendían trampas para cazarlos, ni siquiera con los nudos corredizos de crines de caballo que solían preparar en medio de las nieves del invierno. Existía la creencia popular de que las aves trinaban en latín y en griego y de que sus cantos duraban lo mismo que se tarda en rezar un Ave María [19].

A pocas yardas del roble, se encontraba Umbald de Ardeme, bulero del hospital de San Antonio; también era conocido como cuestor o investigador público, aunque su función principal consistía en ofrecer bulas, perdones o indulgencias papales a cambio de dinero. La indulgencia era una reducción del castigo en los fuegos del purgatorio, razón por la cual resultaba muy apreciada. También llevaba encima reliquias para vender, así como frasquitos con agua bendita y curas para diversas dolencias; el bulero era el verdadero mercader de la Iglesia.

Pese a que hacía muchos años que no visitaba un santuario, siempre iba vestido de peregrino. Estaba bajo el árbol con un hábito de lana áspera, adornado con pequeñas cruces de madera; sobre la capucha se había puesto un gran sombrero redondo de fieltro, en cuya ala había atado frasquitos de agua bendita, conchas, insignias de plomo de diversos santos lugares y una representación en miniatura de las llaves de Roma. Aferraba un báculo con la puntera de hierro, en el que había enroscado un trozo de tela roja, y a un lado del cuerpo llevaba la bolsa y un cuenco. La bolsa contenía su «patente» para comerciar en la zona, así como un certificado del hospital de San Antonio que demostraba que estaba autorizado a trabajar en su nombre. En la capucha, había cosido varios cascabeles que repiquetearon cuando gritó en la esquina:

– Por los signos de mi sombrero podéis ver que conozco Roma, Jerusalén, Canterbury y Compostela. ¡Oh, Jerusalén! ¡Oh, Jerusalén! He visto el lugar donde Nuestro Señor fue azotado. Lo llaman «la sombra de Dios». A su lado hay cuatro columnas de piedra que siempre sueltan agua y algunos dicen que lloran la muerte de Nuestro Señor. En el sitio denominado Gólgota, apareció la cabeza de Adán después del diluvio de Noé, muestra de que hay que librarse de los pecados de Adán en el mismo lugar. He visto el sepulcro en el que José de Arimatea depositó el cuerpo de Nuestro Señor cuando lo bajó de la Cruz. Los hombres dicen que es el centro del mundo. Cerca se encuentra un manantial que procede del río del Paraíso. ¡Oh, Jerusalén! ¡Los que no pueden llorar que aprendan de mí! Nuestro mundo está por fin en su último final, así como en su época postrera.

Corría el decimotercer día de septiembre, el siguiente a san Miguel Arcángel; los londinenses ya se habían enterado de que Enrique Bolingbroke había visitado a Ricardo en la Torre y lo había obligado a abdicar. Un grupo sostenía que, bajo amenaza de tortura o de muerte, lo habían forzado a renunciar a la soberanía; otro aseguraba que lo había hecho voluntariamente a fin de liberar a su país de nuevos derramamientos de sangre y guerras. Cualesquiera que fuesen las circunstancias, Umbald de Ardeme estaba empeñado en sacar ventaja de ese período incierto.

– Dios no duerme -pregonó-. Cuando las colinas humeen, Babilonia tocará a su fin.

Un cura de Saint Alban, situada en el otro extremo de Wood Street, cruzó la calle para increparlo.

– Los buleros no pueden predicar. ¡Engañan a cara descubierta!

Umbald lo miró fugazmente de arriba abajo.

– Eres un tonto de tomo y lomo. Tu hábito es tan pesado como ligera tu lengua. Si no hubieras dicho nada, te habría confundido con un filósofo. Déjame en paz.

El hospital de San Antonio, situado en Threadneedle Street, era una antigua institución a la que el bulero estaba vinculado. Se componía de una iglesia convertida en salón de columnas, con hileras de camas en la nave y los pasillos; en un extremo, se alzaba una capilla y alrededor del patio se disponían el refectorio y el dormitorio para los sacerdotes. En las calles aledañas lo conocían como «la casa de la agonía». Era el verdadero nombre del hospital, en el que la atención del alma se consideraba más importante que el tratamiento del cuerpo. Aunque recibía muchos regalos y donaciones, las ganancias del bulero eran acogidas de buena gana.

– Si un hombre realmente arrepentido viene a mí y paga por sus pecados, lo absuelvo -afirmaba Umbald de Ardeme-. Aquí tengo la autorización que me ha sido concedida. -El bulero levantó una hoja de papel vitela adornada con una enorme «Y» inicial, en la que los monos trepaban en medio de las enredaderas-. Si alguien da siete chelines a san Antonio, le concederé una indulgencia de siete siglos. El mismísimo Santo Padre me ha autorizado a hacerlo. -Enrolló la bula papal y con gran cuidado la guardó en la bolsa, de la que a continuación extrajo un pequeño fragmento de hueso-. Esta es una santa reliquia de las once mil vírgenes de Colonia [20]. Lavad este hueso en cualquier pozo y el agua de ese manantial os devolverá la salud. -Una vieja que vendía dulces se persignó, pero Umbald no le hizo caso, pues estaba seguro de que ni siquiera tenía siete monedas de cuatro peniques, por no hablar de siete chelines-. Si cualquier oveja o vaca hinchada por los gusanos bebe de esa agua sanará. También purifica pústulas y costras. -Dos o tres transeúntes se detuvieron, ya que sintieron curiosidad por ver el objeto que tenía tantas propiedades milagrosas, pero Umbald ya había guardado el hueso en su bolsa. Era su forma de reunir gente a su alrededor.

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