Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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Magga deslizaba la mano por el agua.

– ¿Sabe pescar con los dedos? -inquirió el marino. La hospedera apartó rápidamente la mano, como si la hubieran pillado en una transgresión-. Hay que mezclar azafrán e incienso. Luego extiende el polvo en el dedo en el que lleva el anillo de oro.

– ¿En éste?

– Sí. Ha de mojarse el dedo en ambas orillas del río y entonces los peces acudirán a su mano.

– Gilbert, ¿seguro que es así?

– El que aprende de joven jamás olvida.

– Por citar a Hendyng.

El marino se puso a cantar cuando la gabarra pasó bajo un puente de madera que parecía de construcción antigua:

Soy una liebre, no soy venado,

en cuanto huyo dejo un pedo.

Podéis ver mi capucha,

mi corazón es nada y mi cabeza

de madera ha quedado.

Gilbert Rosseler dejó de cantar y se puso a tararear la música. Pasaron junto a otro molino de viento, situado en la ribera oeste; el agua había creado un pequeño estanque, en el que los patos metían y sacaban sus picos de vivos colores. Drago, el criado del canónigo, dormía en la orilla. El marino comenzó a hablar de los hombres sin cabeza, que tenían los ojos y la boca en la espalda; mencionó una raza de personas con las orejas tan grandes que rozaban el suelo. En África, existía una tribu de enanos que obtenían su alimento del perfume de las manzanas silvestres, y si viajaban y perdían ese olor, fallecían. En la tierra de Preste Juan, había un mar de guijos y de sal sin una sola gota de agua; crecía y menguaba con gran oleaje, como otros mares, y jamás se estaba quieto. Había una tierra lejana totalmente sumida en la oscuridad; los habitantes de los países vecinos no se atrevían a entrar por temor a las penumbras, aunque desde la tierra de las sombras les llegaban las voces de los hombres, el tañido de las campanas y el relincho de los caballos.

– De todos modos, no saben qué clase de hombres moran en su interior.

– Son gentes de Londres…, siempre y cuando esté lo bastante oscuro. Ayer por la noche había tanta niebla que no se veía nada.

Estaban a la altura del pozo sagrado de Chad; varios peregrinos entraban y salían de la pequeña capilla de piedra, y Gilbert los saludó con la mano. Algunos respondieron, y una joven levantó la muleta a modo de bienvenida. Jolland, el monje de Bermondsey, rezaba el rosario tras la muchacha.

– El camino al paraíso está plagado de obstáculos -comentó Gilbert.

– Me sorprende que no haya navegado hasta allí.

– Claro que no. Aunque muchos lo han intentado, los mortales no pueden acercarse. Sus ríos son tan abruptos y bruscos, y descienden desde tanta altura, que es imposible que un barco navegue o se desplace a remo a contracorriente. El agua ruge y produce tanto estrépito que ni siquiera oyes a los que van en el mismo barco. Muchos hombres han muerto de agotamiento después de remar contra el intenso oleaje. Algunos han caído por la borda y han perecido.

– Una buena vida los trasladará más rápido hasta allí.

– Eso dicen, Magga. Por otro lado, ¿quién puede ser bueno en esta agitada tierra?

Pasaron ante la iglesia de Saint Paneras, donde habían erigido el altar agustino, y se aproximaron a lo que quedaba de la antigua región arbolada; el serbal silvestre, el paris y las anémonas de bosque crecían en abundancia. Los ciudadanos de Londres aún acudían a la zona a buscar madera en los sectores arbolados que perduraban en las cumbres norteñas. Parecía que en el agua había un tronco a la deriva pero, cuando se acercó, el marino dejó escapar una sonora expresión de sorpresa. Un hombre flotaba a dos o tres yardas de la gabarra. Gilbert se aproximó con ayuda de la vara y se inclinó para subir el cuerpo a cubierta. El chico que iba en la popa saltó rápidamente por encima de los sacos de carbón a fin de contemplar el hallazgo inesperado. Magga y Gilbert estudiaron atentamente el rostro. La hospedera se santiguó y se puso a rezar:

– Te rogamos, Señor, que recibas el alma de tu siervo.

* * *

Varias horas antes, cuando el alba teñía de rojo los bosques de Kentystone, Thomas Gunter había cabalgado entre los árboles. Sentía mucha curiosidad por la carta que insinuaba tanto sin decir nada. ¿Era posible que la hubiese enviado Miles Vavasour? ¿O había sido Bogo, el alguacil, dispuesto a revelar algo más? Gunter se agachó bajo las ramas extendidas, al tiempo que los cascos de su corcel producían un sonido hueco en el suelo. Había empezado a llover y las gotas salpicaron las hojas y los helechos mientras cabalgaba bajo el dosel de luz penumbrosa. En las enramadas y los sotos del gran bosque, se avistaban manchones de bruma y las notas líquidas de las aves crearon lo que el poeta preferido de Gunter denominaba «el emparrado de la beatitud». William Exmewe lo esperaba agazapado junto a un viejo roble. Esgrimía la daga bajo la capa. Aferró firmemente la empuñadura en cuanto oyó que el caballo se acercaba. Cuando estaba a punto de pasar, dio un salto y gritó «¡So!». El animal se encabritó y desmontó a Gunter. Exmewe le clavó la daga en el anca y el caballo soltó un relincho y se alejó al galope.

– Cuando me vea, me reconocerá -gritó Exmewe.

Gunter estaba demasiado estremecido como para responder; en la caída se había golpeado el muslo izquierdo y lesionado la muñeca.

– ¿Me reconoce? -volvió a gritar Exmewe.

– En mi vida lo he visto.

Gunter lloró de dolor en medio del follaje.

– Pues yo sí que lo he visto. Mejor dicho, lo he oído. Doctor, conozco sus artilugios.

– Hombre, ¿qué le he hecho?

– ¿Qué es lo que dicen los médicos? ¿Curar o matar? ¿Arreglar o fastidiar? ¿Sanar o dañar? Pues bien, ha estado a punto de dañarlo todo.

– Yo no he…

– Estoy a favor de Enrique, que no tardará en convertirse en el más grande de todos. En su nombre, Dominus ha llevado a cabo su obra.

– ¿Qué obra?

– Ha hablado de las iglesias. Ha hablado de los círculos. Pero no ha arreglado nada. La ha fastidiado.

En ese momento, Gunter comprendió.

– Bogo vio los círculos.

– ¿No sabe por las Sagradas Escrituras que el caos precede a la creación? -Exmewe rió a mandíbula batiente-. Con Ricardo fuera del trono, podremos comenzar de nuevo. -Se inclinó sobre Gunter, daga en mano-. Pero, para algunos, el día de la condenación está cada vez más próximo. Matasanos, esto es por su curiosidad.

Con un solo movimiento le rebanó el cuello a Gunter. Limpió la daga en su capa y volvió a enfundarla. Arrastró el cuerpo menudo del médico a través del musgo y los helechos hacia el Fleet que, en ese sector, era profundo y veloz [22]. Lo hizo rodar por la orilla y, con gran delicadeza, lo introdujo en el agua.

Unas cuantas horas después, cuando Magga y Gilbert encontraron a Thomas Gunter, sus facciones todavía estaban intactas.

Capítulo XXI

El cuento del párroco

John Ferrour rezaba el rosario en la capilla del palacio de Westminster. Se trataba de un hombre devoto, grave en la madurez, que desde hacía dieciocho años ejercía de cura y confesor privado de Enrique Bolingbroke. Era sacerdote de la Torre en 1381, en tiempos de la rebelión campesina, durante los cuales había salvado la vida del joven Enrique.

* * *

A los quince años, Bolingbroke se había refugiado en la Torre Beauchamp, en uno de los «apartamentos» de piedra que solían asignar a los prisioneros nobles, y había pedido a Ferrour que lo reconfortara y asesorase.

– Y por lo tanto David da testimonio cuando dice: Laqueum paraverunt pedibus meis -dijo el párroco-. Han depositado una trampa a mis pies. Debe moverse con cuidado para solucionar este problema. David también dice que se revuelve en su angustia mientras la espina se hunde en él. De todos modos, la espina puede extraerse.

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