Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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– Es descomposición, sin lugar a dudas. Para mí se trata de la alegoría del pecado.

– ¡Bien dicho! -Enrique palmeó la espalda de su confesor-. No debemos olvidar nuestra fragilidad. -Su aliento caliente se mezcló con la niebla-. Estás en la puerta de mi conciencia. En este día triunfal, hablaremos de cosas espirituales.

– Señor, antes debo mencionar otras cuestiones que tal vez os preocupen intensamente. Tenemos que asimilar sombrías nuevas.

La niebla ya se había desplegado a lo largo del río y entrado en la ciudad amurallada [23].

Capítulo XXII

El cuento de la segunda monja

Diez días después de que Enrique Bolingbroke conociera la existencia de los predestinados, sor Bridget permanecía junto a la monja de Clerkenwell en una galería de la abadía de Westminster. A través de un hagioscopio, sor Clarice miraba la ceremonia que se celebraba más abajo, en el presbiterio. Enrique estaba sentado junto al altar mayor, envuelto en paño de oro; el trono era de alabastro, suntuosamente adornado con piedras preciosas, y la alfombra extendida a sus pies estaba bordada con hilo de oro y plata y representaba la historia de Samuel y Saúl.

– He visto la corona -susurró Clarice a Bridget-. Tiene arcos con forma de cruz. Es un trabajo hermoso que cubrirá una cabeza impía. Han asaltado el templo y robado el vaso de la gracia. -Se oyó la voz de Enrique, que recitó en inglés el juramento de la coronación. Clarice volvió a mascullar impetuosamente, pero ya no se dirigió a Bridget-. Venderá las almas de los corderos al lobo que los estrangula. Jamás tendrá parte de los pastos de los corderos, que es la gloria del cielo. No hay óleo santo que lo levante de allí.

Clarice sabía que el óleo de la unción del nuevo monarca procedía de un frasco milagroso que la Virgen María, en una aparición, había entregado a Tomás Becket. El rey Ricardo lo había encontrado hacía dos años, mientras registraba el guardarropa de la Torre en busca de un collar que había lucido el rey Juan. La monja lo sabía porque Ricardo en persona se lo había contado.

Hacía tres días, en compañía de Bridget, Clarice había visitado al monarca depuesto. Habían informado a Ricardo de las profecías que la monja había hecho sobre su destitución y muerte, y éste había manifestado su deseo de verla. Cuando la condujeron a su presencia, la monja se dio cuenta de que Ricardo no estaba en su sano juicio. Llevaba un vestido blanco que le llegaba a los pies, descalzos; se cubría la cabeza con un casquete negro y, cuando la religiosa se acercó, le ofreció unos papeles.

– Señora Clarice, dame alegría y consuelo. Soy el tonto de Dios. -Estaba sentado en un hueco tallado en una de las paredes de piedra de su celda-. Vaticinaste mi final, pero no puedes profetizar mi principio.

– ¿Cuál es vuestra gracia?

– Debes conseguir ocho millas de luz de luna y tejer con ellas una bolsa. Debes coger ocho canciones galesas y colgarlas de la escalera. Debes mezclar el pie izquierdo de una anguila con el chirrido de la rueda de un carro. ¿Es acaso tan imposible como destituir a un monarca, al ungido de Dios?

– Para que el espejo sea brillante, hay que taparlo con azogue.

– Doncella, estás más loca que yo. ¿Me dirás ahora que la beatitud del santificado algún día volverá a brillar? -Se puso de pie e hincó la rodilla ante Bridget-. Monja, ¿cómo me ves?

– Señor, lo que veo es que sois pobre. -La pobreza es el anteojo a través del cual vemos a nuestros amigos. -Se volvió hacia Clarice-. He acabado por amar el llanto. Las lágrimas gotean por mis mejillas. Soy la fuente de todas las aguas. ¿Cuándo coronan a esa sabandija?

– El decimotercer día de este mes, festividad de san Eduardo.

– La festividad del buen rey que construyó la abadía. Las piedras se aplastarán y chocarán entre sí. La tierra se estremecerá…

– Si es el enemigo de Dios…

– La lluvia caerá sobre los altares. Monja, ésta es mi profecía. -Recorrió a toda velocidad su celda de piedra. Había otro hueco en el que podía sentarse, por cuya ventana, delgada como una rendija, se avistaba el Támesis-. Interpreta mi sueño y diré que eres la compañera de Dios. Soñé que el monarca daba un gran festín al que asistían tres reyes y los tres comían de un único plato de gachas. Comían tanto que les reventaban los testículos, y de éstos salían veinticuatro bueyes que tocaban la espada y el broquel, y los dejaban vivos sólo con tres arenques blancos. Esos tres arenques sangraban durante nueve días con sus noches, hasta parecer herraduras usadas. ¿Qué significa este sueño?

Aunque confundida, Clarice mantuvo la compostura.

– Señor, supera mi entendimiento.

– Y el mío. -Ricardo no dejó de deambular de aquí para allá, con los pies sobre la piedra fría-. Dicen que tienes pergaminos y que eres hechicera.

– Lo que dicen no es verdad. Los únicos pergaminos que llevo son oraciones al Señor.

Ricardo la contempló unos instantes y Clarice se mostró recatada; como mandaba el pudor, la monja apartó la mirada.

– Señora mía, ¿te sujetas los pechos con encaje? -En lugar de responder, la monja se santiguó-. No te ruborizas.

Sor Clarice, eres más profunda que un pozo, tanto en espíritu como en cuerpo. -Charlaron un rato más y Ricardo mencionó el frasco sagrado-. Este rey de pacotilla no es más que una imagen pintada. El óleo con el que lo unjan se pondrá rancio. Apestará hasta el cielo. -Suspiró y volvió a sentarse en el hueco de piedra-. Son deliciosas las canciones espirituales que me alivian de mis fatigas en esta desconsolada vida. Canta para mí.

Con voz clara y serena, Clarice se puso a cantar «¡Jesús, misericordia, te suplico misericordia!»

Cuando lo dejaron tarareando para sus adentros en la cámara, Clarice comentó con la segunda monja que «su muerte está configurada ante sus ojos».

Como tantas otras, esa profecía también era correcta. Asimismo, le dijo a Bridget que si un rey no consagrado como Bolingbroke llegaba a gobernar, otros debían ostentar el poder hasta que el ungido regresase al trono. No aclaró quiénes eran los «otros».

– Lo que he hecho lo he llevado a cabo por el bien de la Santa Madre Iglesia. Si los gobernantes son impuros, María debe ser reina. Nosotros tomaremos la delantera y otros nos seguirán.

Cuatro meses después del encuentro en la torre, el desafortunado Ricardo murió de inanición en el castillo de Pontefract.

* * *

Entre el día de ese encuentro en la Torre y el de la coronación en la abadía, por la ciudad circularon informes sobre detenciones y encarcelamientos. William Exmewe fue arrestado por traición y obligado a hacer renuncia solemne del reino. En una ceremonia celebrada en Saint Paul's Cross, vistió la túnica blanca larga, le quitaron los zapatos y le pusieron en la mano un gran crucifijo de madera. Roger de Ware, Bogo el alguacil y Martin el estudiante de leyes estaban entre los asistentes que se burlaron de él. Le ordenaron que caminara descalzo hasta Dover, llevando la cruz por delante.

Entre los dignatarios que ocupaban la tarima, se encontraban sir Geoffrey de Calis y el obispo de Londres; William Exmewe los miró e hizo una señal casi imperceptible al caballero. Fue suficiente. Exmewe había cumplido su destino. Dominus no había sido revelado al mundo ni jamás lo sería.

Leyeron la sentencia:

– William Exmewe, no podrá abandonar la carretera ni pasar más de una noche en el mismo lugar. Su camino es hasta Dover, en cuya orilla permanecerá. Cada día se meterá en el mar, hasta las rodillas, hasta que un barco esté en condiciones de llevárselo de este reino. Se le ordena que, antes de embarcar, declare : «¡Oyez! ¡Oyez! ¡Oyez! Por el horrible sacrilegio que he cometido yo, William Exmewe, abandonaré esta tierra de Inglaterra para no regresar nunca jamás, salvo por autorización de los monarcas de Inglaterra o de sus herederos, por lo que Dios y Sus santos me ayuden».

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