Y así ocurrió. Sin embargo, al llegar a Francia, Exmewe fue trasladado en secreto a un pequeño castillo de las afueras de Aviñón, en el que permaneció estrechamente vigilado durante el resto de su vida.
Tras su partida, los ciudadanos se maravillaron porque, el mismo día, sir Miles Vavasour salió de peregrinación. También circularon rumores de que habían detectado la existencia de un grupo de herejes y lo habían destruido; los describieron como «hombres nuevos» y no se supo nada más de ellos.
* * *
La hermana Bridget informó a la monja de esos acontecimientos sorprendentes; habían enviado lejos a Brank Mongorray y Clarice pasaba casi todo el tiempo en su cámara de la Casa de María. Bridget dormía al pie de su lecho y rezaba con ella. Confiaba en la monja de Clerkenwell y jamás dudó de que sus intenciones fueran puras. De todos modos, se agitaba en las ocasiones en las que Clarice salía sola del convento. Permanecía fuera cuatro o cinco horas y a su regreso no daba la más mínima explicación. Cuando el obispo de Londres la encerró, Bridget temió por su seguridad, como era lógico, pero Robert Braybroke la liberó tres días después y Clarice no había sufrido daños perceptibles; a decir verdad, parecía que las ordalías la habían vigorizado y contó a la segunda monja que durante el encierro había encontrado mucho consuelo espiritual.
Era tan popular en Londres que cualquier intento de arrestarla o silenciarla se toparía con una reacción inmediata y violenta. La priora Agnes de Mordaunt ya no pretendía refrenarla ni disciplinarla.
– No le quites ojo de encima a tu compañera de cama -había advertido la señora Agnes a Bridget-. Encárgate de que no se desvíe por el camino de la tentación y el pecado. El exceso de alabanzas puede lesionar o fascinar a ciertas personas. Bridget, se lo conoce como adulación. Espero que la hermana Clarice no se deje llevar por la fama veleidosa.
– Señora, me cercioraré de que no ocurra.
– Una hora de frío absorbe siete de calor. Es posible que la rueda gire para ella. Lo que estaba entero podría resquebrajarse.
– Señora, le transmitiré lo que me ha explicado.
Tal vez por esa razón sor Clarice solicitó formalmente autorización a la priora para asistir a la coronación de Enrique; el clero de más alto rango de la abadía había reclamado su presencia, pero la monja accedió a llegar en secreto y permanecer en la galería.
Seguía mirando por el hagioscopio.
– Bridget, ahora la corona está sobre su cabeza. Sostiene el orbe y el cetro. Permanece muy quieto pese a ser un alma condenada. -El canto del coro, que entonó el himno de júbilo Illa iuventus, llegó hasta las monjas-. El arzobispo ha levantado la mano derecha hacia el cielo. Ahora la extiende hacia la imagen de la Virgen, situada en el lado norte del altar. Ahora hinca la rodilla en tierra. Enrique se pone en pie. -La monja rió-. Una mala persona ricamente vestida parece bella a la luz de las velas. Ahora Enrique desfila ante los condes y los demás.
Clarice había susurrado ardientemente a la segunda monja: Lessiez les oler et fair leur devoir de par dieu. Deberían cumplir su deber ante Dios.
* * *
Esa noche, mucho después de que acabasen las ceremonias, Bridget despertó sobresaltada. Clarice tiraba de su brazo.
– Bridget, ven. Acompáñame. Ha llegado el momento.
– ¿El momento de qué?
– Sígueme.
Las monjas abandonaron la cámara y caminaron sin hacer ruido por el claustro. Clarice insistió en mantener el silencio y el sigilo. Un carro de dos ruedas, tirado por un par de caballos, esperaba junio a una de las puertas laterales del convento; en cuanto montaron, el jinete levantó el látigo.
– ¿Adonde vamos? -quiso saber Bridget. La segunda monja percibió el aroma a paja fresca extendida en el suelo del vehículo y, por algún motivo, experimentó una profunda inquietud.
– No muy lejos, aunque a gran distancia.
Viajaron hacia el sur, atravesaron Smithfield, cruzaron Little Britain y bajaron por Saint Martin; de niña, Bridget había recorrido esas calles con Beldame Patience [24], su niñera y acompañante, y su actividad incesante siempre la había tranquilizado. Conocía cada tienda y casuca, cada tenderete y casa de vecindad, pero siempre se sorprendía ante la incesante vida de la ciudad. Después la habían obligado a ingresar en el convento.
– No es necesario que digas nada -explicaba Clarice-. Lo que veas lo guardarás en tu corazón para la plenitud de los tiempos.
Se aproximaban a la vera del río y el carro se detuvo junto a la torre redonda de piedra romana.
Dos criados con antorchas salieron del gran porche a su encuentro, y Clarice abrió la comitiva para entrar en la torre. Bridget reparó en tres hombres de atuendo suntuoso que aguardaban en un pasillo y vio azorada que rendían acatamiento a la monja. La siguieron por la escalera de caracol, de piedra, y descendieron hasta una gran sala abovedada en la que aguardaban otros. Bridget reconoció a Robert Braybroke, el obispo de Londres, que pocas semanas antes había encarcelado a Clarice. ¿Aquél no era el arzobispo? Se cubrían con capas de paño azul a rayas. ¿Por qué se reunían en ese sitio la noche de la coronación?
Sor Clarice permaneció de pie en medio de los hombres y se dirigió a ellos:
– Ya conocéis mi nombre. Ha sucedido lo que deseábamos. Exmewe ha sido expulsado y no hablará. Conspiró con herejes y el viento se lo ha llevado. Los predestinados han sido dispersados y de ellos no se sabrá nada más, pero han dejado una agradable herencia. El nuevo monarca no es un santo. Se trata de un usurpador. Dios está con nosotros y ahora, con nuestra mediación, guiará los destinos de este reino.
– El rey Enrique sostendrá que… -comenzó a decir el obispo.
– Hay muchos hombres que empiezan a hablar con una mujer y no pueden terminar la frase [25]. No. Ahora nosotros somos los santos. Estamos verdaderamente ungidos. Gobernaremos desde detrás del trono. Sed de buen corazón. Dominus asciende [26].
El cuento del autor
1. En tiempos de Agnes de Mordaunt, los ciudadanos de Londres insistían en celebrar en la ciudad tres días de misterios, en los que representaban la historia sagrada del mundo, desde la Creación hasta el día del Juicio Final.
2. No quedan restos ni monumentos conmemorativos del convento de Clerkenwell, salvo la taberna Three Kings, que se alza en el antiguo emplazamiento del albergue. Por otro lado, los túneles subterráneos aún resultan visibles en el sótano de la Marx Memorial Library, en el 37a de Clerkenwell Green.
3. Se decía que, en cierta ocasión, la Virgen se le apareció en el claustro a William Rahere, fundador del priorato, si bien por insistencia suya no se erigió una imagen ni un altar; aunque las palabras que la Virgen le dirigió no están registradas, más adelante Rahere se refirió a la zarza ardiendo con llamaradas rojas.
4. Los londinenses estaban acostumbrados al olor de las heces y todavía existían sectores de la ciudad que rehuían por miedo al contagio… mejor dicho, todos los rehuían, salvo los olisqueadores, los tullidos y los rastrilladores que recogían el estiércol a fin de esparcirlo por los campos extramuros.
5. En el emplazamiento del patio y la letrina en la que el espíritu de Radulf abandonó su cuerpo canturreando, actualmente se alzan el bar y la cafetería del Saint John's Restaurant.
6. Incluso en nuestros días, piensan que ese tramo de Camomile Street recibe la visita de aparecidos.
7. Los historiadores modernos consideran que, en algunos aspectos, las convicciones explícitas de los lolardos están próximas a las de los predestinados o «conocedores de antemano»; sin embargo, los lolardos carecían de las tendencias apocalípticas y mesiánicas de la otra secta, mucho más reducida.
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