Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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– Sospecha que existe un vínculo entre usted y un tal Gunter, un médico parlanchín.

– Pero el médico está muerto.

– ¿Qué acaba de decir? ¿Muerto? Pero ¿cómo ha sucedido?

– Lo encontraron flotando en el Fleet. Estaba espantosamente acuchillado.

– ¿Su espíritu ha cambiado de casa?

– ¿Es eso lo que dicen los hombres nuevos? -El abogado no aguardó respuesta-. Quien lo mutiló ha huido. No ha dejado rastro.

– Señor, le ruego que me crea, es obra de Exmewe. Intentará endilgarle el acuchillamiento. Tiene cinco sentidos. Utilícelos. El fraile se propone destruirlo y esta muerte se ajustará como anillo al dedo a sus propósitos.

Fue entonces cuando el magistrado, temeroso por su vida, decidió traicionar a Exmewe y hablar con el confesor de Enrique Bolingbroke.

No podía pretender una audiencia con Enrique en persona, pues hacía muy poco que había tomado el poder; sin embargo, podía pedir a Ferrour que le transmitiese su mensaje de palabra. De esa forma, William Exmewe sería detenido junto a los demás predestinados. Hasta era posible que Vavasour ganase méritos ante el nuevo monarca tras poner al descubierto la confederación de «los sabedores de antemano»; de esa manera Dominus permanecería oculto bajo la hojarasca, en el lugar seguro en que sin duda el soberano prefería que estuviese.

* * *

El abogado comentó con Ferrour, que acababa de confesarlo:

– Por lo cual le pido de todo corazón que se apresure a tomar en consideración mis palabras y envíe a nuestro buen señor Enrique mis modestos comentarios. Confío en que Dios aclare la gran confusión y la vergüenza de esas personas falsas, malvadas y que sentencian.

– Compartiré su información con mi buen señor que, con la gracia de Dios, se encargará de ellos para que dejen de estar tan ufanos. En momentos como éste el rey debe distinguir claramente entre amigos y enemigos.

– Desde luego.

– No comentaré estos temas con nadie, salvo con él. Miles Vavasour, ¿qué será de usted?

– Aquí se acaba para mí, ya que no puedo hacer nada más. Renuncio ahora y para siempre.

– ¿Se arrepiente?

– Me arrepiento de corazón porque en el pasado me he movido a tientas por un camino equivocado, oscuro, torcido, difícil e interminable.

– ¿Habla como un hombre verdadero y leal?

– Si no es así, cuélgueme de los talones.

– De modo que aún es posible que alcance la gloria eterna del cielo.

– Eso vale más que un penique.

El magistrado estaba profundamente aliviado y le costó lo suyo ponerse en pie.

– Puede compararse con un penique por la redondez que promete la eternidad y por la bienaventurada visión del rostro del rey, que aparece en la moneda. -Calló unos instantes-. Mejor dicho, nuestro rey entrante.

– ¿Cómo está Su Majestad?

– No lo he visto desde la proclamación. Quédese tranquilo. En cuanto hable con él, le enviaré recado de cómo está el mundo. -El párroco pareció suspirar ante la disposición de ese mundo y también se incorporó-. Tenga cuidado cuando camine por la ciudad. Y si sale, vaya acompañado. Exmewe aún está libre. Esta corrupción puede prolongarse. Es imposible dispersar la niebla con un abanico. Por los clavos del Señor, recuerde que los predestinados también son fastidiosos. Podrían lanzarse sobre usted y causarle graves daños.

– En ese caso, padre, le ruego que me dé lo que he venido a buscar: la absolución.

Ferrour volvió a suspirar y se quitó la capucha. Se miraron cara a cara. Contempló unos instantes a Vavasour y movió los labios como si tuviese sed y necesitara beber. Le impuso la penitencia con tono apenas audible y, al oírla, el abogado sollozó sin reparos. El párroco trazó una irregular señal de la cruz en la frente del picapleitos y declaró «Ego te absolvo», al tiempo que Vavasour murmuraba la contrición. Cuando terminó, el párroco lo cogió del brazo y acotó:

– Que Dios le conceda su merced y todo saldrá bien. Salgamos al aire libre. -Abandonaron la capilla y caminaron por el patio empedrado-. Esta noche la luna está inmensa. Que Dios la bendiga.

El magistrado no respondió. Pensaba en la penitencia, que lo conduciría muy lejos de ese firmamento conocido. John Ferrour le había ordenado que peregrinara a Jerusalén, abandonando todos sus bienes y pertenencias; durante el largo trayecto, tendría que mendigar para la subsistencia, ya que sólo partiría con la túnica, el palo y el saco vacío. Había guardado silencio mientras ponían en cuestión a las autoridades legítimas y debía pagar por el incumplimiento de sus obligaciones.

Ferrour había oído hablar de los predestinados, ya que habían mencionado la presencia de esos herejes impenitentes en Amberes y Colonia. Lo que no sabía era que pululaban por Londres. Sin duda habían conseguido conversos entre los ciudadanos cuyos nombres y cantidad seguían siendo desconocidos. El mentado Exmewe era una extremidad del maligno. ¿Por qué Dios permitía que los herejes obrasen a voluntad? ¿Todo estaba preordinado por El? Si el tiempo estaba prefijado, la acción de la gracia no remediaba nada. El hombre estaba condenado sin paliativos. En cierta ocasión, el párroco había comentado a Enrique Bolingbroke que la estrella que condujo a los Tres Magos de Oriente hasta Jesús pudo ser, en efecto, la fe adquirida en el bautismo. Le había explicado que el sacramento del bautismo se denomina «el este», que es por donde sale el sol, ya que allí apareció para ellos el día de gracia tras la noche del pecado original. Ahora todo parecía crepuscular. En ese mundo era difícil ver con claridad. ¿Y si el pecado procedía de Dios, el hacedor de todas las cosas? Cabía la posibilidad de que los predestinados hubiesen emanado de la mano de Dios. Quizá Dios había creado almas condenadas.

– Señor, en tu ferocidad no socaves mi fe -musitó en medio del aire frío.

La primera niebla del otoño se arremolinó en el patio de palacio. Antaño, Westminster había sido territorio de marismas y habían construido el palacio en una isla «in loco terribili». Seguía siendo un lugar terrible, pues estaba ocupado por las pasiones y las envidias de los que luchaban por el poder; el ambiente neblinoso y penumbroso jamás desaparecía. Al cruzar el patio, John Ferrour se topó con Perkin Woodroffe, uno de los valedores de Enrique, que ese mismo día había amenazado a Ricardo con la muerte súbita.

Después de los saludos al uso, Perkin dijo al párroco:

– El tiempo de rupturas está cumplido. Debemos empezar a construir.

– Hasta que el final del tiempo lo deshaga todo.

– Vaya, señor John, habla de forma muy misteriosa. Anímese. El mañana no ha nacido.

– Y después, el mañana se trocará en el ayer.

– Mi buen párroco, parece que se le ha estropeado el ingenio. Se le ha metido la niebla en la cabeza. -Perkin se acercó al sacerdote-. Encárguese de que no nuble el entendimiento de Enrique. Su voluntad debe ser recta y fuerte. El hombre que pide brasas prestadas para encender el fuego debe salvar a trancas y barrancas todos los obstáculos.

– Perkin, lo ayudaré tanto como pueda. Que Jesucristo lo acompañe.

En su fuero interno, el párroco estaba convencido de que Enrique Bolingbroke estaba plagado de humores corruptos. Cuando el pabilo de la candela tapa la luz y no arde claro, el humo se añade a los vapores existentes. Tropezó con una piedra suelta, cayó pesadamente al suelo y experimentó un intenso dolor.

– Vaya, te has caído como la humanidad. -Enrique Bolingbroke en persona lo ayudó a ponerse en pie-. Deberías fijarte por dónde caminas.

– Señor, representáis la gracia después de la caída.

– Dicen que la niebla no es más que nube en descomposición, aunque yo creo que esta bruma mana de la tierra.

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