Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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Como tantos dueños de casas en Londres, Magga tenía terror a los incendios. Dado que la causa más habitual consistía en que una vela encendiera la paja, se quedaba las candelas en su poder; las encendía cada tarde y las apagaba una hora después del anochecer. Varios meses antes, había pedido al marino que ejerciera ese oficio en el dormitorio, ya que el pudor le impedía moverse entre los hombres desnudos. A cambio sólo le cobraba dos chelines semanales por la mejor mesa en el comedor de la hospedería. Mediante el transporte en gabarra de carbón de Newcastle río Fleet arriba, Gilbert pagaba alojamiento y comida; partía de Sea-Coal Lane, cerca de la desembocadura del Fleet, y navegaba hacia el norte hasta los bosques de Kentystone o hasta Kentish Town, donde una colonia de metalistas había construido una fundición comunal.

Una tarde de principios de octubre, Gilbert invitó a Magga a pasear en su barcaza. La hospedera se había mostrado interesada en «ir río arriba» y nunca había estado en Kentish Town. De pequeña la habían llevado hasta la iglesia de Saint Paneras para la festividad de María Niña, durante la cual, en compañía de otros críos, había bailado alrededor de un árbol adornado con imágenes de la Virgen, aunque lo cierto es que apenas recordaba esa zona de la campiña. Ese primero del mes era la víspera de los Santos Ángeles de la Guarda. La mañana anterior, los representantes del Parlamento de Westminster Hall habían aceptado la abdicación de Ricardo II. El arzobispo de Canterbury había preguntado si aprobaban «los puntos enumerados como motivos de la destitución del monarca» y habían respondido al grito de «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». Cuando Enrique Bolingbroke preguntó si aceptaban su reinado «tanto con el corazón como con la boca» volvieron a gritar «¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!». Gilbert y Magga recibieron con resignación rayana en la indiferencia la noticia de ese gran cambio en la historia inglesa; las aventuras de los príncipes les importaban un pimiento.

Magga había tomado asiento en un pequeño taburete colocado cerca de la proa de la gabarra; de pie, a su lado, Gilbert utilizó una vara larga para avanzar contracorriente. En la proa, un crío, el ayudante del marino, se esforzaba con el remo. Embarcaron en el muelle de Sea-Coal Lane y pasaron junto a la gran mole de la cárcel del Fleet; estaba rodeada de una zanja que hacía las veces de foso, y Magga se tapó la nariz con la manga del vestido mientras la gabarra pasaba por delante. Dos presos mendigaban a la orilla del río y extendían una caja y un platillo a los barqueros; la embarcación se aproximó tanto a la orilla que Magga reparó en la imagen de una puerta con clavos largos reflejada en el platillo de peltre del mendigo. Desde su cómoda posición contempló, algo más adelante, el valle a través del cual fluía el río; y vio también casas y graneros en la orilla oriental, en la que las laderas eran más escarpadas; junto a la ribera, los curtidores habían montado una hilera de cobertizos y el Fleet se había teñido de rojo intenso. Podría haber sido un río de sangre. El aire también se corrompía con los olores combinados de las entrañas y los desperdicios que transportaban en carreta desde Shambles y arrojaban al agua.

Gilbert se apoyó en la vara y habló con Magga en voz baja:

– Me dio miedo decirle dónde estamos por temor a que se desanimara.

– Jamás en este mundo.

Pasaron bajo un puente de piedra de doble arco; más allá de la hilera de casas de vecindad y hospederías en las que Magga reconoció Turnmill Street, se alzaba un molino de viento. La comadre de Bath hablaba con Rose; la señora Alice señaló la barcaza que se deslizaba suavemente.

Gilbert volvió a la carga.

– ¿Cuál es la vía de agua más ancha y menos peligrosa sobre la cual se puede caminar? -Magga negó con la cabeza-. El rocío. Responda a esta pregunta. ¿Qué es lo que nunca se congela?

– No lo sé. ¿Cómo pretende que lo sepa?

– El agua caliente. -Se trataba del juego conocido como «el desconcertado Baltasar», que al marino le encantaba-. ¿Cuál es la más limpia de las hojas? -Aunque dedujo la respuesta, Magga no replicó-. La hoja de acebo, ya que nadie se limpia el culo con ella.

– Gilbert, tendré que taparme los oídos. ¿Qué preguntará a continuación?

– ¿Cuántos rabos de ternero hacen falta para llegar de la tierra al cielo?

– ¡Gilbert!

– Sólo uno, siempre y cuando sea lo bastante largo.

El agua se tornó más limpia y el aire más puro cuando atravesaron Smithfield y llegaron a los campos pertenecientes a la Casa de María en Clerkenwell. Oswald Koo, el administrador, arrastraba una carretilla llena de sacos. Magga señaló el conjunto de edificios situados tras él.

– De allí procede la monja. -La hospedera se persignó-. Que el Espíritu Santo la proteja.

– Ha profetizado la muerte de Ricardo.

– La han involucrado en los juegos entre reyes, pero no es un entretenimiento en el que deba entrometerse.

– A menos que quiera ser reina.

– Claro que no. La monja, no. Es una buena doncella. Es una mujer consagrada a Dios.

En ese punto el río trazaba una curva hacia el oeste, seguía la línea del valle y perdía ímpetu. En los campos contiguos habían colocado tablas y escudos para practicar la ballestería, y había marcas de piedra para celebrar sesiones de lanzamiento de jabalina.

– En Suecia he visto un río cuyo nombre no recuerdo y que todavía existe -dijo el marino-. El sábado discurre rápido y el resto de la semana permanece inmóvil o apenas se mueve. En el mismo país hay otro río que por la noche se congela, aunque durante el día no se ve escarcha.

A Magga le encantaban los cuentos que el marino narraba sobre el mundo lejano. Le había hablado de los hombres que sólo tienen un pie, pero tan grande que cuando se tumban y reposan la sombra protege a su cuerpo entero del sol. Le había descrito a los niños de Etiopía, cuyos cabellos son blancos, y a los habitantes de Ormuz, donde hace tanto calor que los cojones les llegan a las rodillas. Gilbert había visto la montaña, de siete millas de altura, en la que se había posado el arca de Noé. En la costa de la India había un pozo que, de hora en hora, cambiaba de olor y de sabor. En Sumatra existía un mercado en el que compraban y vendían niños tiernos como alimento, ya que consideran que es la mejor carne y la más sabrosa del mundo.

Habían llegado a la agradable campiña, y en los campos circundantes los animales de la aldea todavía pastoreaban entre los rastrojos. Ya habían sembrado el trigo y el centeno, y habían erigido una gran imagen de madera de la Virgen para propiciar una buena cosecha. Coke Bateman, el molinero, estaba arrodillado ante la imagen.

– Hábleme de los extraños habitantes de la tierra -solicitó Magga.

El marino se concentró brevemente en un recodo del río, que giraba hacia el noroeste y se internaba entonces en el bosque.

– Los hombres de Caffolos cuelgan a sus amigos de los árboles cuando agonizan. Piensan que es mejor que se los coman los pájaros, que son los ángeles de Dios, antes de que lo hagan los asquerosos gusanos de la tierra. -Magga escuchaba con gran atención-. En otra isla que responde al nombre de Tracoda, los hombres se alimentan de carne de serpiente. Viven en cuevas y, en lugar de hablar, sisean como víboras [21].

– ¿Es posible?

– Todo es posible bajo la luna.

– Como dice Hendyng.

Ambos rieron. La frase «como dice Hendyng» o «por citar a Hendyng» estaba en boga en Londres para rematar un comentario ingenioso o una máxima. «Por citar a Hendyng, los muertos no tienen amigos» era una de las expresiones favoritas, junto con «Por citar a Hendyng, jamás le digas a tu enemigo que te duele el pie» y «Como dice Hendyng, es mejor regalar una manzana que comérsela».

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