Al comenzar una nueva cantinela, reparó en alguien que conocía. Se trataba del subprior de San Bartolomé, que había cruzado la calle y girado en la esquina; el bulero reconoció en el acto a William Exmewe, ya que lo había visto en los ágapes que en los días festivos celebraban en los hospitales londinenses. Lo consideraba un enemigo, ya que Exmewe había instituido la revisión de las limosnas que los buleros recogían para sus establecimientos; el propio Exmewe había insistido en establecer un adecuado plan contable.
En consecuencia, Umbald estaba obligado a llevar la cuenta de todos aquellos entre los que repartía indulgencias, lo que le daba menos posibilidades de obtener ganancias privadas.
Exmewe aguardaba en la esquina; miraba Cheapside arriba y abajo y no dejaba de doblar y volver a doblar las mangas de su hábito. Umbald supuso que se había presentado a una hora acordada de antemano. ¿Y quién hizo acto de presencia, si no Emnot Hallyng? Umbald conocía de vista al erudito, lo mismo que a todos los notables de la ciudad; Hallyng tenía fama de practicar las artes negras y de emplear su marrullería en contra del bien de la Iglesia. ¿Por qué estaba en compañía del subprior?
Umbald se quitó el sombrero, saludó al puñado de hombres congregados a su alrededor, se despidió con «Dios os conceda su gracia y una buena muerte» y caminó lentamente hacia la esquina. Se detuvo bajo el árbol de Canuto y aguzó el oído.
* * *
Sin aguardar al «¡Dios está aquí!», el saludo de rigor, Exmewe preguntó:
– ¿Por qué quiere verme en un lugar público?
– Aquí nadie hará caso de nosotros -repuso Emnot Hallyng-. Tengo muchas cosas que contarle.
– ¿Sobre qué?
– Sobre un tal Thomas Gunter.
– ¿Gunter? -Exmewe estaba azorado ante la nueva mención del doctor, pero fingió que no sabía nada-. ¿Quién es Gunter?
– Practica la medicina en Bucklersbury. He hablado con él de manera informal, pero lo sabe todo.
A continuación, Emnot Hallyng informó a William Exmewe de la conversación que habían sostenido en la casa de comidas de Roger de Ware.
– ¿A quién mencionó el médico? -inquirió Exmewe.
– A Vavasour, el magistrado.
Ante esa respuesta Exmewe se inquietó, pero una vez más consiguió disimular sus sentimientos.
– Ese medicucho, Gunter, es un parlanchín, un amedrentador.
– En la casa de comidas me habló de los cinco círculos.
– Emnot Hallyng, debería mantener la boca cerrada y no llamar la atención.
– No le dije nada. Está al tanto del incendio en Saint Michael le Querne, a pesar de que todavía no ha tenido lugar. ¿Cómo accedió a ese conocimiento? No pertenece a los predestinados.
– Tranquilo, tranquilo. -Exmewe analizaba minuciosamente las posibilidades-. Hágame caso. Intente deducir cuáles son las intenciones de Gunter. Su voluntad no es legítima.
– ¿Qué quiere decir?
– Pretende nuestras muertes.
– Pero si los predestinados no morimos.
– Claro que no, en el sentido espiritual no morimos, pero aún no hemos cumplido nuestra obra en esta tierra. Hay que poner fin a sus murmuraciones. Su bilis debe romperse.
– Siempre ha sido amable conmigo.
– Emnot le llena los ojos de polvo. Tiene que creerme. Sus insidias hablan de muerte.
Echaron a andar por Cheapside en dirección a los depósitos. El bulero no pudo seguirlos porque lo habrían visto.
– Emnot, ¿sabe que si alguien nos pone obstáculos la maldición de Dios recae sobre sus hombros?
– No hace falta que Dios lo maldiga. Ya está bastante maldito. -Se impuso un incómodo silencio-. ¿Qué hemos de hacer?
– De momento usted no hará nada. Le tengo reservada otra tarea.
– ¿De qué se trata?
– De Miles Vavasour. Me preocupa. Ha descubierto nuestra sagrada fe. Se oculta en cuanto agujero encuentra. Se pega al suelo como una alondra agonizante o una lechuza atemorizada. Es experto en leyes. Si se nace en ese nido, nunca faltan palabras. Y ahora farfulla. Cuchichea. Debemos poner fin a sus desmanes orales. Hay que detener sus murmuraciones. Usted es erudito y sabe francés. Vous estes sa marte. No sólo debe embridar al caballo, sino colocarle el freno para siempre.
Emnot se puso en guardia.
– ¿Por quién he de temblar, por él o por mí?
– Matar es lo mismo que ser libre. Estamos más allá de la ley. Somos el reino del amor. Cuando el amor es fuerte no entiende de leyes.
La doctrina establecida de los «sabedores de antemano» sostenía que podían matar impunemente, siempre y cuando su intuición y humor lo aconsejasen; luego se llenaban con el hálito divino de todo el ser y se volvían sagrados. Dios mataba constantemente a Su creación. Sin embargo, los predestinados no podían matar para obtener beneficios ni con premeditación y malicia y, por lo tanto, el caso de Miles Vavasour resultaba ambiguo.
– Emnot, sé que es usted tan fiel como la piedra. ¿Conoce algún veneno secreto y eficaz?
– Tengo medios por los cuales podría…
– Le ruego que los ponga en práctica con toda diligencia. Que Dios lo acompañe. -Exmewe se rascó enérgicamente el brazo-. Confío en Dios, pero tengo más confianza todavía en usted.
– ¿Es su deseo?
– Tire de la soga y ayúdelo a partir.
– ¿Debo producirle la muerte?
– Dios está aquí. -Exmewe dirigió la mirada al cielo-. Vamos. El día no tardará en dar paso a la noche.
Caminaron hacia la catedral y se envolvieron con las capas a medida que el viento arreciaba por la ancha calle.
El bulero deambuló por Wood Street y reanudó su lamento habitual:
– ¡Oh, Jerusalén! ¡Jerusalén! ¿Dónde está la compasión? ¿Adonde ha ido la humildad?
Para Emnot Hallyng y William Exmewe no fue más que el gemido del viento.
* * *
En cuanto regresó a su estancia de San Bartolomé, Exmewe cogió pluma y pergamino; a la luz intermitente de una vela de sebo redactó una carta dirigida a Thomas Gunter, el del letrero de la mano de mortero en Bucklersbury, junto a la iglesia de Saint Stephen en Walbrook. «Justo, confiable y bienamado amigo: Espero que se encuentre bien…» Pidió a Gunter que, al romper el alba, se reuniese con el remitente de la carta en el bosque cercano a Kentystone, «para tratar de diversos y graves asuntos que le incumben; Ítem: las iglesias de Londres que corren peligro de incendio. Una vez allí, tendrá noticias de un amigo que lo informará sobre un asunto referente a sus intereses y seguridad. Por ahora no escribiré nada más, pero me propongo volver a hacerlo después de nuestro encuentro, con verdaderas pruebas de lo que le transmitiré. Que Jesucristo lo guarde. Nota bene: Escojo los bosques de Kentystone porque así tendremos la certeza de que nadie se acercará ni nos acompañará. Cuando me vea me reconocerá».
Pidió un mensajero, le pagó un penique por la entrega de la carta y le dio instrucciones tajantes de que debía decir que la enviaba un desconocido.
El cuento del marino
El marino Gilbert Rosseler se alojaba en una casa de huéspedes para viajeros; a pesar de que en la actualidad vivía en Londres, le gustaba el cambio constante de compañeros, con sus propias historias y aventuras. Antaño había navegado hacia el norte hasta Islandia; había viajado a Alemania y a Portugal; había embarcado a Genova y de allí se había trasladado a la isla de Corfú; en varias ocasiones había tomado el barco a Chipre, a la isla de Rodas y a Jaffa. En sus charlas con los compañeros de hospedaje, recorría las regiones más extensas e ignotas de la tierra.
La hospedería se encontraba en Saint Lawrence Lane y encima de la puerta colgaba el habitual letrero del arbusto; disponía de un dormitorio compartido, con siete carriolas en las que los viajeros dormían de dos en dos. Para Gilbert Rosseler era lo más parecido, en tierra, al camarote de un barco; incluso llamaba coy a su lecho y «marineros» a sus compañeros. Para no faltar a la costumbre, dormían desnudos. La desnudez no era motivo de vergüenza ni de incomodidad y, por añadidura, se decía que la serpiente huía al ver a un hombre desnudo. Pero la desnudez también se vinculaba con el castigo y la pobreza. Era como si todos los viajeros se entregasen voluntariamente a la experiencia de la humanidad compartida y reducida a su mínima expresión. Por un penique, alquilabas una cama una noche y por seis durante una semana. La hospedera, la señora Magga, también contaba con tres habitaciones privadas, con cerrojo y llave, que costaban un chelín semanal.
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