Peter Ackroyd
La Conjura de Dominus
Traducción de Margarita Cavándoli
Título original: Clerkenwell Tales
Diseño de la sobrecubierta: Iborra
Primera edición: marzo de 2005
© PeterAckroyd, 2003
Es posible que el lector se dé cuenta de que muchos de los personajes de esta narración aparecen también en los Cuentos de Canterbury, de Geoffrey Chaucer. Como comentó William Blake, «los personajes de los peregrinos de Chaucer abarcan todas las épocas y las naciones: cuando una era cae surge otra, distinta a la vista de los mortales, pero exactamente igual para los inmortales…».
Señora Agnes de Mordaunt, priora.
Señora Alice, procuratrix.
Garret Barton, terrateniente.
Coke Bateman, molinero.
Bogo, alguacil.
Enrique Bolingbroke, aspirante al trono.
Oliver Boteler, escudero.
Robert Braybroke, obispo de Londres.
Sor Bridget, segunda monja.
Geoffrey de Calis, caballero.
Sor Clarice, monja.
Drago, criado del canónigo.
John Duckling, capellán de monjas.
William Exmewe, fraile agustino.
John Ferrour, párroco.
Hamo Fulberd, iluminador.
Thomas Gunter, doctor en medicina.
Emnot Hallyng, erudito.
Gabriel Hilton, joyero.
Janekin, aprendiz.
Jolland, monje.
Oswald Koo, administrador.
Señora Magga, hospedera.
Gybon Maghfield, escudero.
Richard Marrow, carpintero.
Martin, estudiante de leyes.
Brank Mongorray, monje.
Robert Rafu, intendente.
Ricardo II, rey de Inglaterra.
Gilbert Rosseler, marino.
Anne Strago, esposa del mercader.
Radulf Strago, mercader.
Umbald de Ardeme, bulero.
Miles Vavasour, magistrado y abogado.
Roger Walden,arzobispo de Canterbury.
Roger de Ware, cocinero.
El cuento de la priora
La señora Agnes de Mordaunt estaba sentada ante la ventana de su cámara y contemplaba el jardín de la Casa de María en Clerkenwell. Con anterioridad, su tía había sido priora y Agnes se hizo cargo de la responsabilidad familiar, tanto de los acres como de las almas que habían estado bajo su cuidado. El jardín recibía el nombre de «Forparadis», es decir, «fuera del paraíso», aunque en esa apacible mañana de febrero parecía bendecido por el aire del Edén. Era de forma triangular, para conmemorar la Santísima Trinidad, y a cada lado había un macizo triangular. Los tres senderos que los conectaban fueron construidos con treinta y tres losas, y los tres muros que rodeaban el jardín, cada uno de los cuales medía treinta y tres pies, estaban compuestos por tres capas de piedras: guijarros, pedernal y pizarra. Alrededor del cerezo habían plantado lirios, en recuerdo de la Resurrección, ya que en el lenguaje de las flores eran las palabras que la priora conocía de memoria: «El justo crece como el lirio y prospera a la vista de Dios». La señora Agnes suspiró. ¿Alguien podría proporcionar más desdicha a esa casa? ¿Quién puede dar más calor al fuego, gozo al cielo o dolor al infierno?
Más allá del jardín amurallado, en los campos que se extendían hasta el río, podía ver la fábrica de malta, el palomar, el conocido cobertizo de los carros y, junto a las cuadras, el estercolero. En la orilla occidental del río Fleet, se alzaba el molino y, del otro lado, una casita de paredes encaladas y techo de paja que pertenecía al intendente del convento. El molinero y el intendente libraban una interminable batalla legal por los derechos sobre el río que fluía entre sus tierras. A menudo habían cogido una de las gabarras del Támesis y navegado desde el nacimiento del Fleet hasta Westminster, a fin de defender su causa ante un juez o un abogado, pero no habían resuelto nada; el intendente había dicho a Agnes que el viaje en barca podía costar sólo dos peniques, pero la ley le cuesta todo a un hombre. La priora había intentado interceder y varias personas, incluida la cilleriza, habían insistido en que era como echarle margaritas a los cerdos.
Olió el vapor que escapaba de la cocina situada frente al claustro y percibió el repiqueteo de los platos de latón que llegaban para tomar pan con ternera después de la prima. ¿Discurriría el mundo siempre de la misma manera hasta el día del Juicio Final? Somos cual gotas de lluvia que caen oblicuamente sobre la tierra… El mono de la priora reparó en su melancolía, trepó a sus hombros y se puso a jugar con el anillo de oro que colgaba de un hilo de seda entre sus pechos. La priora le cantó una nueva canción francesa, Jay tout perdu mon temps et mon labour, mientras le hacía malabarismos con una avellana.
Agnes de Mordaunt había ingresado en la Casa de María siendo muy niña, y había conservado el embotado recato de su infancia. También podía mostrarse excitable e irascible y enorgullecerse de su exaltada posición, como lo harían los niños. Algunas monjas jóvenes comentaban en voz baja que, el día de los Inocentes, debería copular con el obispo niño. Su cámara estaba revestida de tela verde y las cortinas eran del terciopelo del mismo tono. Consideraban que el verde era el color de los espíritus amigos del mundo terrenal. La priora había dicho que no era sensato despertar el pozo. El pozo de ese clérigo se encontraba justo al otro lado del muro de piedra del convento, a pocos pies de la enfermería, y lo consideraban un lugar sagrado [1].
A esa hora de la mañana, bebía hipocrás o clarea, el vino dulce que calmaba su estómago sensibilizado por las ordalías que recientemente había soportado. Los rumores sobre los extraños sucesos en el convento habían llegado hasta las casas de comida de East Cheap y los puestos de venta de pescado de Friday Street; aunque no le habían transmitido esos comentarios algo confusos, Agnes era consciente del extraño desasosiego que la rodeaba y se sentía molesta. Hundió el dedo en el vino con miel, antes de ofrecérselo al mono para que lo chupase.
– El índice es el hombrecillo -murmuró con aquella voz pueril que la habría llevado a sentirse incómoda de haber tenido compañía-. Este es el dedo sanguijuela, el que usa el médico. El siguiente recibe el nombre de hombre largo. Es el tocador o rebañador. ¿Lo comprendes? Es con el que te toco la nariz… -Unos golpes decididos en la puerta hicieron que la priora saltara de su asiento junto a la ventana-. ¿Quién es?
– Idónea, señora.
– Idónea, entra, en nombre de Dios.
La segunda priora, una monja anciana cuyo rostro estaba tan descarnado y picado de viruelas como la carne excesivamente salada, apenas aguardó a que la invitara a pasar. Fingió presurosa una reverencia, pero era evidente que le resultaba imposible contener su entusiasmo.
– Ha sufrido un ataque. Habla con una voz que no es la suya.
Como siempre, Agnes miró con actitud compasiva el semblante poco agraciado de Idónea.
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