Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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Cuando se apartó de sus gritos y chillidos y se internó por Maidenhead Lane, Marrow llegó a su barrio. Aquí lo conocían como Richard el Largo o Largo Dicoun. Nadie estaba al tanto de su vinculación con William Exmewe, aunque en general lo consideraban «tocado» o «bendecido» por un espíritu que no era de este mundo. Por ejemplo, no manifestaba el menor respeto hacia los ricos y los de buena cuna ni musitaba «Dios os salve» cuando se cruzaba con ellos; jamás les hacía una reverencia, ni se metía las manos en las mangas o se quitaba la gorra antes de hablar. Preocupados por la reputación del barrio, los vecinos a menudo lo regañaban por ese comportamiento, pero más de una vez el carpintero había respondido que «prefiero comer gusanos de la madera antes que postrarme ante su locura». Cuando le preguntaban por qué vestía ropas andrajosas, narraba el cuento del pavo real que, en plena noche y al no poder verse, se echó a llorar porque pensó que había perdido la belleza. Cuando le preguntaron si sabía que su comportamiento ponía en peligro el orden de la ciudad, replicó también preguntando si la meada de un ave como el reyezuelo perturba el mar. También comentaba que era demasiado largo como para inclinarse. Los habitantes más píos del barrio lo comparaban con una cruz que se alza en la calle y muestra el camino a los hombres.

* * *

Al atardecer, Hamo Fulberd estaba de regreso en San Bartolomé. Su hogar era un pequeño cobertizo de piedra construido en un rincón del patio de la iglesia, junto al muro exterior; dormía sobre una plancha de madera cubierta con paja, con las herramientas de su oficio ordenadas en una mesa de poca altura, debajo de la ventana. Se consolaba con la muda presencia de esos objetos conocidos: los pinceles de pelo, los lápices, los cuencos de cerámica y los frascos de cristal. Allí no había mantas de lana, tapices ni cojines; todo era tan sencillo como el cobertizo, salvo el suelo, que era de tierra y hierba, como el resto del patio en el que se alzaba. Hamo tomó asiento en el taburete y puso manos a la obra con el pergamino que su maestro, el padre Matthew, le había dado como recompensa por su tesón. Dibujaba la imagen de los tres vivos y los tres muertos. Los vivos sostenían rollos de pergamino en los que estaban inscritos sus juramentos. «Por los huesos de Dios que esa cerveza era buena» y «Por los pies de Jesucristo que te ganaré a los dados», se complementaban con «Por el corazón de Dios que iré a la ciudad». Hamo borraba un fragmento de una figura mal dibujada y lo frotaba con una piel de pejepalo cuando Exmewe entró en el cobertizo sin hacer ruido.

– Hamo, éste es un mundo frágil. -Se detuvo junto al muchacho y estudió su trabajo por encima del hombro-. Es un mundo frío.

– Esta es una noche fría.

– Existe la ciudad de los vocingleros y la ciudad de Dios. Aquel hombre pertenecía a los que hablan de más.

– ¿El sacamuelas?

– Ahora su morada es el infierno.

– ¿Está diciendo que está muerto?

Exmewe apoyó las manos en los hombros del muchacho.

– No hay forma más sucinta de decirlo. -Hamo no podía imaginar ni sospechar que Exmewe le mentía. El sacamuelas estaba vivito y coleando e incluso repetía la historia del ataque en la taberna llamada Running Pie-Man-. Han recuperado su cadáver, que ahora yace en el salón de los barberos para mayor gloria de su profesión. Debes permanecer discretamente encerrado hasta que lo sepulten.

Hamo se balanceó en el taburete.

– ¿Por qué? ¿Porque no pertenezco a los buenos?

– ¿A qué buenos te refieres? El mundo está pletórico de ladrones. -Exmewe experimentó una extrañísima sensación de compasión-. No te desanimes. Tu mejor amigo sigue vivo.

– ¿Quién?

– Tú mismo.

Primero Hamo gimió y luego rió.

– De modo que estoy tan solo como el día que nací.

– No estás solo. Formas parte del reino de los benditos.

* * *

Hamo había prestado atención cuando Exmewe explicó la religión secreta a Marrow. Escuchó incrédulo mientras el fraile exponía al carpintero que Jesucristo no había ido voluntariamente al sacrificio de la Cruz, sino que había sido víctima de la «connivencia» o conspiración entre los otros dos miembros de la Trinidad. También había sido testigo de sus debates sobre la naturaleza del destino y la providencia. «De modo que lo que llega, llega por el destino», había dicho Marrow.

* * *

Hamo se acordó de todo eso mientras permaneció en el taburete con el pejepalo en la mano cuando se decidió a interrogar a Exmewe. Preguntó si todo estaba previsto por la providencia. Se trataba de un debate relativamente reciente, instigado por los teólogos de Oxford. En los últimos años, muchas personas habían sido arrastradas a la desesperación por la idea de que estaban condenadas de antemano y de que nada en el mundo podía evitar el sino que las aguardaba. Algunas se flagelaban como preparación para futuros castigos. Para el clero se había convertido en un problema tan grave que el Papa preparó una encíclica contra el pecado de la desesperación. El concepto de la providencia y de la intemporalidad de Dios creaba sentimientos de impotencia y lasitud. Sin embargo, para otros la misma doctrina era motivo de celebración: no se sentían responsables de sus actos y, por consiguiente, podían pecar sin remordimientos. La elección entre cielo e infierno los superaba, estaba totalmente fuera de su dominio y, por lo tanto, podían actuar o abstenerse de actuar, en ambos casos impunemente.

– ¿He destruido al sacamuelas por la providencia o el destino?

– Todo saldrá bien.

– ¿Saldrá bien?

– No camines ni cabalgues fuera de San Bartolomé sin mi autorización expresa.

Tras dar esa orden, Exmewe se marchó y Hamo Fulberd siguió dibujando. De repente apoyó la cabeza en el pergamino, rompió a llorar y apeló a la inefable misericordia divina.

Capítulo III

El cuento del mercader

La hora que precede el alba llegó tranquilamente a Saint John's Street. Tras escapar del vigilante nocturno, un cerdo deambuló por Pissing Alley y de una de las múltiples viviendas pequeñas llegaron los lloros de un rorro. El mercero Radulf Strago estaba a punto de levantarse mientras su esposa seguía durmiendo. Había tenido una pesadilla en la que le decía a su madre: «Te daré dos yardas de lino con el que envolver tu cuerpo cuando te ahorquen». Incluso mientras soñaba sabía que su madre había muerto pacíficamente, hacía más o menos tres años, a causa de un atracón de fresas. En su sueño caían enormes copos de nieve, como si de vellones se tratase. Había intentado apartarlos con la chancleta que usaba para matar moscas, pero la lana se convirtió en retales de frisa y de popelina. Había despertado bañado en sudor y, puesto que se trataba de un hombre práctico cuyos pensamientos ya se habían centrado en los asuntos de la jornada, descartó esas visiones por considerarlas fantasías. Los retortijones o agitación estomacal seguían presentes; había confiado en que los cagaría, pero seguían formando un nudo rígido en el interior de su cuerpo.

Se santiguó y abandonó el lecho; gimió, se acercó a una pequeña mesa de madera, se peinó y se lavó la cara y las manos con el agua de la jofaina. Aún estaba desnudo, pero se puso una camisa de hilo antes de arrodillarse en el suelo y rezar el paternóster y el credo. Luego se sentó en el borde de la cama, murmuró una letanía a la Madre de Dios y se puso los calcetines cortos de lana y unas calzas, del mismo material, de rayas azules y amarillo mostaza. Esa mañana primaveral no hacía falta jubón, por lo que vistió una sencilla chaqueta de sarga azul; para no perturbar a su esposa, musitó la invocación Memento, Domine al tiempo que se ponía la túnica verde y la capucha escarlata. Pensó que, dado que había orado fielmente, el Señor le enviaría pingües beneficios. Se calzó los zapatos rojos puntiagudos, confeccionados con el más fino de los cueros, y los abrochó con cuidado antes de bajar por la escalera de madera hasta la cámara del piso inferior. Su aprendiz dormía en un jergón y lo despertó de esta guisa:

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