Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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– Muy buenos días, Janekin. Ya está aquí la primavera del mundo.

Se podría haber considerado que, a los cincuenta y siete años, Rudolf Strago estaba en plena decadencia, pero hacía cuatro años había contraído matrimonio con una mujer mucho más joven y tenía motivos para considerarse bendito. Es verdad que en las últimas semanas había estado molesto y enfermo; por diversas causas vomitaba cada día y sus deposiciones eran tan líquidas como el agua. En ocasiones temía sufrir de cáncer o de un absceso, si bien restaba importancia a esos síntomas y los consideraba parte de su condición sanguínea. Un cambio en el aspecto de las estrellas modificaría todo. En cualquier caso, su negocio seguía prosperando, ya que estaba situado entre el priorato y la ciudad; Saint John's Street conducía directamente a la entrada del priorato de San Juan de Jerusalén, por lo que muchos visitantes pasaban ante la tienda de Strago.

Los que viajaban a Smithfield también recorrían ese camino en busca de sombreros, cordones, peines e hilos.

La tienda propiamente dicha estaba en la planta baja y daba a la calle. Strago descendió sin esperar a Janekin; abrió los postigos de madera y desplegó el mostrador. También abrió la puerta y aspiró el aire del alba. Los rayos del sol acariciaron las telas pintadas, las bolsas de los niños, los silbatos, las cajas de madera, las cuentas y los pergaminos, artículos solemnes e inmóviles a primera hora de la mañana. Entonces comenzaron a tañer las campanas y la calle pareció darse cuenta de que debía despertar.

En lo alto de la escalera, Janekin tosió, escupió y lanzó un juramento ininteligible, al que Radulf repuso:

– ¡Que Dios te conceda un buen día!

La víspera, Janekin había librado un combate verbal con los jóvenes ciudadanos que apoyaban a Enrique, el duque de Lancaster, en su lucha con el rey Ricardo. Janekin era del partido realista y en la chistera llevaba una insignia de peltre con el ciervo blanco. Juan de Gante, el padre de Enrique, había muerto hacía siete semanas. El rey Ricardo revocó la herencia de Enrique, se quedó el legado lancasteriano para uso propio y condenó a Enrique al destierro eterno. Por esas razones, algunos partidarios del de Lancaster se amotinaron en las calles, volcaron toneles y rompieron letreros.

Janekin los había observado desde la esquina de Ave María Lane y había gritado «¡Torphut! ¡Torphut!» como muestra de desdén. Dos lo habían perseguido, pero Janekin giró sobre sus talones y huyó calle abajo. En la esquina de un pequeño patio había un puesto de pescado y el aprendiz lo volcó para interponerlo en el camino de sus perseguidores. Cuando tropezaron con los arenques y las anguilas, rió a mandíbula batiente y experimentó una estimulante sensación de pánico y entusiasmo antes de refugiarse en el pórtico de Santa Agnes la Lisiada. Una anciana le ofreció un cirio. Janekin lo cogió y caminó respetuosamente por la nave de la iglesia. Se santiguó, encendió la candela, la depositó en el santuario de Santa Agnes y rezó para librarse de sus perseguidores.

Sin duda, santa Agnes debió de mirar Londres y tocar con su bendición a Janekin, que regresó sano y salvo a Saint John's Street.

* * *

Durante los últimos tres años, Janekin había sido aprendiz de Radulf. Antes de entrar al servicio del mercader había jurado en el gremio de merceros y pañeros que no copularía ni fornicaría y que no jugaría a los dados ni a otros juegos de azar; en este aspecto no había sido totalmente fiel a su juramento. También había accedido a «obedecer a los cuidadores y respetar la vestimenta de esta asociación», cláusula que tampoco había acatado; prefería el pelo pegado a la cabeza y las túnicas cortas de los jóvenes elegantes, ya que sus piernas delgadas lucían mejor con las calzas escarlatas. Radulf no era un maestro severo y restaba importancia a esas debilidades por considerar que el mundo era así. Su esposa, Anne Strago, había defendido al aprendiz y preguntado a su marido si un joven podía estar contento con esas ropas tan tristes y serias. También le había preguntado si era correcto que en West Chepe vistiera jubón acuchillado, en cuyo caso los perros le ladrarían.

Anne había asistido a la ceremonia en el salón del gremio. Según la costumbre, preguntaron a su marido si el aprendiz era de buen crecimiento y estatura y si tenía el cuerpo desfigurado; fue entonces cuando Anne miró a Janekin con curiosidad. No estaba para nada desfigurado: era delgado, agraciado y más alto que su esposo. Hacía cuatro años que Anne se había casado con Radulf y se trataba de una unión concebida con fines estrictamente comerciales. Su padre también había sido mercero y poseía una tienda considerable en Old Jewry; Anne era hija única y, a la muerte de su progenitor, había heredado el negocio. Ahora pertenecía a Radulf Strago mientras durase su vida; cuando su alma cambiara de casa, Anne se convertiría, sin lugar a dudas, en una viuda acaudalada. En el ínterin, estaba molesta con sus deberes en lo que se refiere a las partes del mercader (en su contrariedad las llamaba de todas las maneras imaginables: sus huevos, sus cojones, su escroto, sus testículos) y pedía a Dios que tocasen a su fin. Deseaba fervientemente la muerte de su marido.

Janekin era el único aprendiz de Radulf. El gremio le había pedido que diese trabajo, como mínimo, a otro, pero el mercader insistió en que la vida lo había debilitado y en que no tenía fuerzas para formar a dos. Anne Strago apoyó su explicación y añadió que dos muchachos en la misma casa jamás se pondrían de acuerdo. La mujer había dicho: «Existen tres cosas que se sabe perfectamente qué rumbo tomarán. La primera es el pájaro sentado en una rama. La segunda es un barco en la mar. La tercera es el camino de un joven». Gracias a esa clase de comentarios, había adquirido fama de sabia entre sus vecinos.

Por lo tanto, Janekin vivía en una casa en la que prácticamente no había mano dura. A pesar de su juramento, practicaba juegos de azar con otros aprendices del barrio y participaba en un juego violento al que llamaban «romper puertas con la cabeza». También se inmiscuía en los combates habituales entre los grupos de tenderos y mercaderes que competían. Por ejemplo, remendones y zapateros se peleaban por el derecho de reparar el calzado y abaceros y pescaderos se las veían en peleas callejeras. Tras un combate de esas características, Janekin volvió a casa con una brecha en la cabeza. Anne le lavó la herida y la ungió con una pomada preparada con grasa de gorrión.

– Tonto, ¿qué intensa lluvia de flechas te alcanzó?

– La de los carniceros de Chepe. Montaron una gran jarana.

– ¿Y tú no? ¿Qué mujer se enamorará de un desgraciado como tú?

– Señora, dicen que la compasión es mayor en los corazones amables.

– Pues yo no tengo el corazón amable. Mejor dicho, no tengo corazón.

– Entonces, la fortuna es mi enemiga.

– ¿Por qué lo dices?

– Esperaba… esperaba su gracia.

– Desgraciado, ¿has dicho mi gracia… o te referías a mi favor?

– Los que no tienen Dios son codiciosos. Lo quiero todo.

– ¿Quién te enseñó a decir cumplidos?

– El ermitaño de un faro.

Anne rió y no tardaron en llegar a un acuerdo. No podían hacer nada en presencia del pequeño mercero pero, cada vez que pasaba fuera el día o incluso una hora, se enzarzaban en el juego del demonio.

Después de copular por primera vez, Anne Strago suspiró y se quejó de que Radulf no la mantenía en la situación que se merecía.

– Otras mujeres van más arregladas que yo.

– Ya tendrás buena ropa.

– ¿Me la darás tú? Tienes tanto dinero como pelo un fraile.

– Si la voluntad es fuerte, siempre existe un camino.

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