En ese instante, quedó echada la suerte del mercader Radulf Strago.
* * *
Janekin se había abrochado los zapatos y ese amanecer de primavera bajó la escalera con una caja de marfil en la mano.
– ¿Qué es esto que estaba en la planta de arriba con las gorras de lana? -preguntó.
– Ya ti, ¿qué te parece? Es una caja de artículos de tocador. -Radulf Strago se acercó al aprendiz y abrió la caja-. Aquí tienes lo que necesitas. La tijera, el escarbaorejas y lo demás.
De pronto se oyó una explosión ensordecedora, y Radulf y Janekin volaron por encima del mostrador. Procedía del otro lado de la calle, en la que se alzaba el oratorio de un ermitaño. El eremita había muerto hacía tres meses y las parroquias contiguas se disputaban el nombramiento de su sucesor; de todos modos, el oratorio seguía siendo un conocido lugar de oración por aquellos que habían partido al purgatorio. La explosión hizo que la gente saliera a la calle dando voces. Las paredes del oratorio habían volado por los aires y el techo de paja se había desplomado. Radulf no logró ponerse en pie y permaneció entre los sombreros y los bolsos mientras las briznas de paja flotaban a su alrededor.
Janekin se había incorporado y se sacudía el polvo de la chaqueta de tafetán cuando creyó ver una figura alta que corría hacia la ciudad. Estaba demasiado impresionado como para dar la voz de alarma. Ayudó a Radulf, que luchó por ponerse en pie sin dejar de murmurar:
– ¡Que Jesucristo y Su árbol nos salven!
A su alrededor todos gritaban que se había producido un incendio. Algunos ciudadanos se cubrían con capas, otros se habían puesto deprisa las calzas y las chaquetas y un tercer grupo ya se había vestido para la jornada laboral. Se apiñaron en torno al oratorio humeante y contemplaron los restos de la imagen de madera de la Virgen, dispersos entre las piedras ennegrecidas. El aire olía a azufre, como si el humo del infierno hubiese ascendido hasta el mundo exterior. Radulf caminó a tientas hacia las ruinas y reparó en las huellas de polvo oscuro en el suelo de tierra.
– Han usado fuego griego -declaró sin dirigirse a nadie en concreto.
¿Quién deseaba destruir un lugar de oración, una esquina de Londres en la que eran eternamente recordadas las almas de los que ardían en el fuego del purgatorio? Estaba dedicado tanto a los vivos como a los muertos. El capellán de San Dionisio Mártir, pequeña iglesia situada en una calle lateral próxima, había asegurado que quien rezase toda la noche en el oratorio sería recompensado con diez años de salvación del purgatorio. ¿Quién había sido capaz de violar semejante lugar con pólvora y fuego?
Dos hermanos hospitalarios se acercaron corriendo desde la puerta de Saint John y declararon a gritos que la monja de Clerkenwell lo había vaticinado. El mercader los miró con desdén y, en ese momento, reparó en que habían pintarrajeado algo en la pared contigua al oratorio. Se trataba de un trabajo tosco realizado con pasta de albayalde. Se acercó a mirar y distinguió círculos enlazados entre sí. Le dolía la cabeza y tuvo la sensación de que caía.
Radulf despertó a causa del intenso aroma a vinagre en sus fosas nasales. Se había desvanecido. Abrió los ojos y contempló a su esposa, a la que preguntó:
– ¿Has cerrado la tienda?
– Janekin ha echado el cerrojo y el pestillo. Todo está a salvo.
– ¿Has oído el alboroto? El oratorio ha desaparecido. -Anne asintió-. Hoy es viernes. El viernes es un día difícil, un día desafortunado, un día gitano. Era viernes cuando compré la plata falsa.
– Calla y descansa.
– El trueno del lunes desencadena la muerte de las mujeres. El del viernes anuncia el asesinato de un gran hombre. ¿A quién perderemos después de esto? ¿Tal vez al soberano en persona? Los zorros de la escisión campan entre nosotros. -Su esposa lo había desvestido y estaba tapado por una manta blanca adornada con ovejas, lunas y estrellas doradas-. Tengo que ir al retrete. Ayúdame.
Hacía varias semanas que Radulf había comentado a su esposa que tenía náuseas y nada las había calmado. También había experimentado cierta ligereza en la cabeza y los talones, como si caminara sobre el musgo. Achacó esos síntomas a la sangre recién corrompida y en varias ocasiones le aplicaron ventosas. Las sangrías sólo lo dejaron más cansado. Después empezó a vomitar. Su esposa lo alentó a que probase todos los remedios imaginables, aunque sabía que nada lo salvaría.
Anne había acudido a la botica de Dutch Lane, situada a cierta distancia de su parroquia, y preguntado qué veneno necesitaba para matar ratas. También había explicado que una comadreja se colaba en su patio y se comía las gallinas, por lo que también era necesario acabar con ella. Se había llevado varios granos de arsénico en una bolsa de lino, le habían dado minuciosas instrucciones sobre su empleo y a partir de esa noche los había mezclado con el potaje que Radulf siempre cenaba. No le había dicho nada a Janekin por temor a que revelase su secreto.
– Ayúdame -repitió Radulf e, impaciente, se incorporó en el lecho.
– Ten, coge la capa y pisa los almohadones. Tus pies no deben tocar las baldosas.
El retrete se encontraba en el patio trasero de la tienda, junto a la cocina y las caballerizas. Radulf bajó lentamente la escalera apoyado en el brazo de Anne, ya que todavía estaba muy débil. Se detuvo en el siguiente rellano, bajo un tapiz de lana que representaba a Judit y Holofernes; experimentó retortijones y se sentó en un cofre de madera de gran tamaño.
– El viernes es el día de la Expulsión, el Diluvio, la Traición y la Crucifixión. Llévame al patio.
Anne lo ayudó a bajar el último tramo de escalera y lo vio cruzar lentamente el patio hasta la letrina.
«Mi querido esposo, que el viernes sea el día de tu perdición. Que sea tu expulsión y tu traición», pensó Anne recordando las Sagradas Escrituras. Lo viejo tenía que morir.
Radulf Strago se agachó con gran cuidado encima del agujero del retrete [5]. Su estómago se retorció y experimentó un dolor atroz. Parecía estar en llamas. En el rincón había una tubería de madera que desembocaba en el agujero revestido en piedra, situado bajo el retrete, y durante unos instantes el mercader tuvo la sensación de que se movía como si estuviera vivo. Estaba bañado en sudor.
– El sol no ha empeorado por iluminar el estercolero, de modo que también puede brillar sobre mí -musitó.
De la cisterna de plomo situada al otro lado de la puerta manaba un hilillo de agua y para Radulf el sonido fue como el de la tormenta. «Bendito es el cadáver sobre el que cae la lluvia. Si embadurno el asiento nadie más entrará en el retrete.» Estiró la mano para coger los limpiaculos, los trozos de heno y los cuadrados de tela apilados junto al retrete.
* * *
Anne Strago lo encontró agazapado en el suelo de tierra, con un trozo de algodón en la mano; un chorro aún manaba entre sus nalgas [6]. No quería tocar el cuerpo: esos tiempos ya estaban cumplidos. Corrió hacia la calle sin dejar de gritar:
– ¡Un muerto! ¡Un muerto! -A continuación entró en su casa, abrazó a Janekin y proclamó-: El aprendiz ya no tiene maestro, sino maestra.
* * *
Durante la investigación posterior, el forense declaró que Radulf Strago había sufrido un ataque después del incendio del oratorio y había fallecido ni más ni menos que de muerte natural; su veredicto satisfizo a los cinco alguaciles del distrito, que pagaron una treintena de misas a fin de interceder por el alma de Radulf. ¿Había algo más natural y adecuado que, tras el duelo correspondiente, Anne Strago contrajera matrimonio con Janekin? Explicó a sus vecinos que la pena desmedida sólo hacía daño al alma del difunto, frase que consideraron sabia. En un sentido amplio, coincidieron en que el negocio prosperaría y así fue. Como Anne Strago dijo a Janekin:
Читать дальше