– El viernes es un buen día.
No obstante, según una antigua creencia es imposible ocultar un asesinato en Londres, ya que siempre encuentra el momento de ponerse al descubierto.
El cuento del erudito
Cinco días después de la muerte de Radulf Strago, el fraile William Exmewe entró en la tienda de un librero de Paternóster Row; era habitual ver frailes en esa calle, ya que las librerías vendían salterios y libros de horas, así como libros de canon y doctrinales. Ese librero en concreto se dedicaba a las obras de contrapunto, con sus kirieleisón y sus secuencias y, aunque se había desprendido de gran parte de sus reservas durante la semana de la Pasión, esperaba que los Siete Dolores de Nuestra Señora renovasen el interés por las aleluyas. Por añadidura, abril era el mes en que a la gente le gustaba salir de peregrinación. Dadas las circunstancias, tenía un buen negocio y también trabajaba como amanuense, añadiendo nuevos días festivos a los libros sagrados.
El librero no estaba en la tienda cuando William Exmewe franqueó la puerta con la capa negra arremolinándose a sus espaldas. El erudito Emnot Hallyng llegó poco después; se había calado el sombrero bajo la capucha y chocó con el dintel, lo que le llevó a retroceder sobresaltado. Ya estaba presente un intendente; Robert Rafu comprobaba la resistencia de las cadenas que rodeaban y protegían los libros mediante la simple maniobra de tironear con fuerza. A continuación, entró otro ciudadano que, a juzgar por su vestimenta, era un rico terrateniente; Garret Barton poseía tierras al otro lado del río, en Southwark, y era propietario, en ese barrio, de muchas posadas para peregrinos y otros viajeros.
– ¡Bajad, bajad! -exclamó una voz.
Los cuatro hombres se saludaron murmurando «Dios está aquí» y descendieron por la escalera de piedra hasta la cripta del negocio de libros.
Entraron en una estancia de forma octogonal, con un banco de piedra que rodeaba las paredes; al este de la cripta había un elevado asiento de piedra y, en el centro de la cámara, un escritorio de madera. Otros hombres y mujeres se habían congregado allí, y el suave murmullo de las voces cesó cuando William Exmewe se acercó al asiento del este. Su público se acomodó en el banco de piedra de poca altura.
– Richard Marrow, ha sido un buen comienzo -declaró el fraile sin exordio formal.
El carpintero, situado entre los demás, inclinó la cabeza.
– Sólo hicieron falta una vela y un poco de polvo negro.
– Bien dicho, Marrow, bien dicho. ¿Conoce el verso «Descubriremos Jerusalén a la luz de las velas»?
El terrateniente Garret Barton tomó la palabra:
– El oratorio parecía de pasta, estaba hecho para romperse…, como las promesas de los falsos frailes. Sus indulgencias, sus oraciones y sus treintanarios de réquiems son ilusiones demoníacas, inventadas por el padre de las mentiras propiamente dicho.
Robert Rafu se sintió impulsado a hablar:
– Las oraciones no ayudan a los muertos, del mismo modo que el aliento de un hombre no permite que un gran barco surque las aguas.
William Exmewe se explayó sobre el tema:
– Los prelados y los coadjutores orgullosos de su riqueza pasan toda la vida en la noche oscura. Su vista está llena de oscuridad y de humo y, por consiguiente, están pictóricos de lágrimas. ¿Qué es un obispo sin riqueza? Episcopus Nullatensis. El obispo de la nada. ¿Qué hacen ahora, salvo temblar ante la monja loca de Clerkenwell? -Todos rieron. Se habían enterado de que habían llevado a sor Clarice ante el tribunal del consistorio con el pretexto de que había realizado profecías falsas, pero la liberaron inmediatamente por insistencia de los ciudadanos, que se congregaron en las proximidades del tribunal y lanzaron imprecaciones y clamores-. Esos prelados son mudos insensatos en el reino del infierno, perros mudos que no ladran en tiempos de necesidad.
– ¡Rezan a Nuestra Señora de Falsingham! ¡Veneran a Tomás de Canterbury!
– Sus imágenes tal vez no sean buenas ni malas para las almas, aunque podrían calentar el cuerpo aterido de un hombre si les prendieran fuego -acotó Exmewe-. La cera derrochada en sus velas serviría para iluminar a los pobres y a los animales mientras trabajan.
* * *
Se trataba de hombres verdaderos, también conocidos como fieles, «conocedores de antemano» o predestinados. Aunque eran pocos, los tildaban de muchas maneras: en París, eran apostolio innocentes, en Colonia los llamaban hombres de inteligencia y, en Reims, humiliati. Creían que su secta existía desde los tiempos de Jesucristo y que el primer cabecilla había sido su hermano; tenían la certeza de que eran losverdaderos seguidores del Salvador y de que conformaban la iglesia o comunión invisible de los salvados, conocida como congregacio solum salvandorum. Rechazaban el ceremonial y las convicciones del estamento eclesiástico, y los condenaban por considerarlos atributos del dios de este mundo que recibe el nombre de Lucifer. El Papa era una extremidad del maligno, tan corrupto en su pecado como una bestia en su estiércol; los prelados y los obispos también eran materia que merecía arder en el infierno para toda la eternidad. Las iglesias eran los castillos de Caín.
Los llamaban innocentes o «conocedores de antemano» porque, en tanto verdaderos seguidores de Jesucristo, estaban absueltos de todo pecado. Todos y cada uno compartían la gloria del Salvador y sus actos estaban motivados exclusivamente por el espíritu divino. Podían mentir, ser adúlteros o matar sin remordimientos. Si robaban a un pordiosero o provocaban la muerte en la horca no tenían nada que temer; el alma cuya vida corporal arrebataban retornaba a sus orígenes. Los predestinados podían cometer sodomía o yacer con cualquier hombre o mujer; debían satisfacer libremente las apetencias de su naturaleza porque, de lo contrario, perdían la libertad de espíritu. Podían matar justificadamente a todo hijo concebido por sus actos y arrojarlo al agua como a los gusanos, sin necesidad de confesarse; el niño también retornaba a sus orígenes.
Se reunían en lugares pequeños y secretos, ya que estaban considerados como los más peligrosos de todos los herejes. Hacía sólo seis meses el tribunal obispal había divulgado una orden que prohibía «congregaciones, pequeñas reuniones, asambleas, alianzas, confederaciones y conspiraciones» contra la Santa Iglesia.
Sólo ellos conocían sus nombres y, cuando se cruzaban en la calle, no se saludaban. Los predestinados estaban tan convencidos de su santidad que buscaban impacientes el Día del Juicio. Exmewe les había explicado que el gran Anticristo sería un franciscano apóstata; en ese momento contaba veinte años y durante el próximo año aparecería en Jerusalén. El ungido, el segundo Jesucristo del día del juicio, sería «conocedor de antemano», como ellos; era el Hijo del Hombre anunciado en el Apocalipsis. Ya había bebido la sangre de Jesucristo y, en su venida, liberaría a Dios del sufrimiento por la creación del mundo; se lo conocería como Jesucristo imperator et deus.
Meses atrás, Exmewe los había reunido en la cripta del negocio del librero y les había dado una charla sobre las diversas señales:
– Existen numerosas muestras que aparecerán antes de ese día, mediante las cuales sabremos perfectamente que el día está próximo más que lejos. Entre ellas figuran los signos o muestras que Jesucristo proclama en el evangelio cuando dice: «Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas». Debéis comprender que Jesucristo no sólo habla de portentos que pueden vislumbrarse en los planetas visibles que aparecen ante nuestros ojos, sino de muestras espirituales, de comprensión más sutil, sobre la venida de la perdición.
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