– Es posible que con la sangría pierda un poco de memoria -explicó-. Péinese cada mañana con un cepillo de marfil, ya que no hay nada más adecuado para recuperar los recuerdos. Las nueces son nocivas para la memoria. Las cebollas también. Evítelas. No permanezca cerca de la compañía de una persona pelirroja o rubicunda.
– La hermana Idónea está siempre presente -dijo Clarice.
El matasanos no entendió a qué se refería, se volvió hacia el capellán de monjas, que permanecía de pie en un rincón, y musitó:
– La blancura de su cuello es señal de lascivia. ¿Ha olido su pedo?
Pese a las advertencias de Hubert Jonkyns, esa noche Clarice no durmió bien. A la hora de las laudes abandonó el lecho y, a la vista de las que se habían reunido en el sitial, se dedicó a barrer la nave del templo al tiempo que vaticinaba el encantamiento y la ruina del convento. También aseguró que todas las iglesias de Inglaterra serían destruidas y arrasadas.
* * *
Los rumores sobre sus profecías no tardaron en traspasar los muros del convento y llegar a la ciudad en la que, dada la época turbulenta de un soberano débil y desgraciado, sus advertencias no cayeron en saco roto. Algunos la apodaron la monja loca de Clerkenwell y muchos la veneraron en tanto bendita doncella de Clerkenwell. El exorcista del obispado celebró varias entrevistas con ella, pero llegó a la conclusión de que estaba aturdida y era contradictoria. En uno de esos encuentros, Clarice le dijo: «La dulzura de la madre de Jesucristo ha traspasado mi corazón. Vino a mí y me pidió que cantara O Alma Redemptoris mater».
– La señora Agnes afirma que sólo sueñas con los condenados. Al menos es lo que dijiste.
– No puedo dar más explicaciones sobre ese asunto. Aprendo la canción, pero tengo poca gramática.
Luego reclamó con insistencia al Redentor.
En otro encuentro, sor Clarice vaticinó la llegada del fuego y la espada, y a continuación aulló ante la perspectiva de la gloria. El exorcista no consiguió desentrañar sus palabras, y su único consejo consistió en que permaneciese en el convento y que bajo ningún concepto caminara por el exterior.
Tres semanas después de que sor Clarice se pusiera a barrer el templo, de calle en calle se difundió otro acontecimiento extraordinario. Oyeron que la chantresa gritaba estentórea y repetidamente. Fueron corriendo a la sala capitular, donde la chantresa permanecía de pie, y vieron a varias monjas tumbadas en el suelo de piedra, con los brazos extendidos en forma de cruz; estaban rodeadas por un círculo de pequeñas imágenes de la Virgen, talladas en madera y en piedra, entre cada una de las cuales se encontraba una vela encendida. Con voz baja, las hermanas cantaban la antífona Media vita in marte sumus; la chantresa había pensado que entonaban Reuelabunt celi iniquitatem ludi, que se empleaba, sobre todo, como sortilegio. Por eso había gritado. Una monja se incorporó y arrojó una vela a sus sorprendidas y aterrorizadas hermanas; otra mordió tres veces los juncos como señal de maldición. Temieron que todo el convento estuviera poseído y la priora ordenó que las hermanas transgresoras fuesen encerradas en los sótanos.
* * *
La mañana posterior a ese lamentable episodio, la señora Agnes de Mordaunt entró en la cámara pintada en compañía de la hermana Idónea y acusó a Clarice como la madre de las mentiras.
– Aquí has provocado terribles males, como si un cerdo corretease entre nosotros -dictaminó la priora.
Clarice miró con atención los pechos de Agnes.
– El anillo de una monja es como una anilla en el morro de una puerca.
La priora contuvo el impulso de golpearle la cabeza.
– Clarice, te equivocas con las palabras, tropiezas.
– No es cierto. Piso terreno pedregoso.
– Hija, en ese caso reza por tu liberación.
A renglón seguido, Clarice se arrodilló.
– Pido a María, la Santa Madre de Dios, que las cinco heridas de Su único hijo engendrado vuelvan a aparecer. -Agnes la observó con desagrado. Sospechaba que había muchas y sutiles artimañas en el comportamiento de la joven monja, pero no podía demostrarlo-. Surgirán en las cinco heridas de la ciudad cuando sea elevada a la gloria.
– Hablas desde un lugar oscuro.
– En Londres habrá cinco incendios y cinco muertes.
Clarice, que seguía de rodillas, comenzó a cantar:
Cuando llegó al pasillo de Santa María,
donde las monjas solían orar,
las vísperas ya estaban cantadas, el santuario
había desaparecido
y las hermanas la vida habían perdido [2].
Ante la súplica sincera de la señora Agnes, Robert Braybroke, obispo de Londres, mandó llamar a Clarice a su palacio de Aldermanbury. Robert era un clérigo que se había enriquecido gracias a los beneficios eclesiásticos, un hombre robusto y de buen color que tenía fama por sus arrebatos súbitos de ira y violencia. Hizo esperar a la monja en una pequeña cámara de piedra contigua al gran salón y, después de mucho rato, la condujeron a su presencia. El obispo sumergió los dedos en un cuenco con agua de rosas.
– Aquí está la pequeña monja que alumbra grandes palabras. Oh, ma dame, il faut initier le peuple aux mystères de Dieu. ¿Es ésa tu canción? Podéis retiraros.
Los dos canónigos que la habían acompañado abandonaron rápidamente la estancia. Permanecieron en el pasillo, pegados a la puerta, pero no oyeron lo que decían… aunque en determinado momento les llegaron risas.
Cuando terminó la audiencia, Robert Braybroke salió con la monja cogida del cuello.
– La niña que sabe espera -afirmó.
– La niña que sabe conoce a su padre -replicó con sorna la monja.
– Clarice, recuerda que ahora yo soy tu padre.
El cuento del fraile
Una semana después de la audiencia de sor Clarice con Robert Braybroke, el obispo de Londres, dos figuras deambulaban por el claustro de San Bartolomé el Grande, la iglesia del priorato de Smithfield, en una mañana tempestuosa. Sostenían una conversación seria y caminaban deprisa de una columna a otra. Una de las figuras vestía la capucha y el hábito negros de los monjes agustinos, y la otra llevaba una prenda suelta de cuero remendado, en la que había atado una lezna y un serrucho como símbolos de su oficio. Una tercera figura los seguía, un hombre más joven que caminaba con la cabeza inclinada. Cualquier observador se habría sorprendido al verlo tras los dos primeros, que al parecer no le hacían caso. El joven respondía al nombre de Hamo Fulberd.
Hamo escuchaba atentamente la conversación.
– Debemos actuar -dijo el fraile.
– ¿Para qué darse tanta prisa con tanto calor? -quiso saber el carpintero-. La monja hace nuestro trabajo.
– Es verdad. Inflama la ciudad. -El fraile guardó silencio unos instantes-. El incienso del fuego es dulce. Marrow, debemos actuar. Ya sabe lo que debe hacer.
El aguacero descargaba con fuerza sobre el claustro, y un relámpago súbito iluminó el cielo oscuro. Hamo miró instintivamente el techo abovedado, cuyas nervaduras y arcos sustentaban el peso de la piedra. El aire húmedo olía a tiempo olvidado, rancio e indignado por su destronamiento. El muchacho tuvo la sensación de que el fraile y el carpintero estaban encerrados y santificados en la piedra, de que sobre sus cabezas se extendían infinitas eras de piedra y que por debajo sólo encontrarían la salida con voces asordinadas y gestos cansinos. Estaban agazapados bajo la piedra, si bien podrían haber estado arrodillados con actitud de adoración [3]. La piedra se elevaba, desafiando la lluvia y el viento, y sellaba la tierra y el cielo con un acto de beatitud. ¿Qué importancia tenían las palabras de las dos figuras? Hamo pensó que no deseaba contemplar la hierba ni las flores: sólo quería ver la piedra. Era su morada. Deseaba convertirse en piedra. Si intentaban burlarse o reírse de él los miraría con expresión pétrea.
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