Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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La hermana Clarice estaba en un rincón, con las manos cruzadas sobre el pecho.

– ¿Dónde están las alegres prendas, las sábanas suaves y el monito que juega con un anillo? -La priora guardó silencio-. Agnes, concebirás con un bendito y darás a luz al quinto evangelista.

Aunque Clarice sólo tenía dieciocho años, su voz ya poseía una autoridad implacable.

Agnes se estremeció.

– Escucha, cocatris, te enviaré a hacer penitencia entre los leprosos de Saint Giles.

– Y yo les enseñaré las palabras de Jesucristo, el hacedor de flores.

– Lo dudo mucho. Eres la narradora del diablo.

– ¿Es el diablo quien me habla del rey? ¿Es el diablo quien vaticina su perdición?

– ¡Ave Genetrix! ¡Madre de las mentiras!

* * *

Todo comenzó por un sueño o visión. Tres meses atrás, Clarice había enfermado de fiebres y, confinada en el lecho, le contó a la enfermera que había visto un demonio con figura de retaco deforme y antiguo que rondaba el dormitorio y tocaba la cama de cada una de las monjas. A continuación, el retaco se había dado la vuelta y le había dicho: «Hermanita, apunta con cuidado cada una de las camas que he señalado, porque no les faltará mi visita». En otro sueño o visión, Clarice se abalanzó sobre el diablo y le asestó una sarta de puñetazos; éste rió, se situó fuera de su alcance y comentó: «Ayer molesté mucho más a tu hermana la chantresa, pero no me pegó.» Al enterarse de esa extraña conversación, la chantresa en persona se indignó y reclamó a Agnes que reprendiese a Clarice en la sala capitular y en presencia de toda la comunidad.

Por eso Agnes invitó a la joven monja a su cámara.

– Ya sabes que existen tres clases de sueño. Está el somnium coeleste o influencia celestial, pero tu viento no sopla de ese cuadrante.

Clarice rió de viva voz.

– Señora, púrgueme con ruibarbo.

– También existe el sueño que mana del somnium natural y tus humores corporales. El tercero procede del somnium animale o abatimiento del espíritu. Clarice, ¿puedes decirme a cuál corresponde el tuyo? -La monja negó con la cabeza-. ¿Sabes que tienes la cabeza llena de lechuzas y simios? -Clarice continuó en silencio- ¿Sueñas con el rey Ricardo?

– Sí. Sueño con los condenados.

Agnes pasó por alto esa respuesta peligrosa.

– A veces el sueño recibe el nombre de encuentro. En ese caso, ¿qué es lo que te visita?

– Soy hermana del día y de la noche. Soy hermana de los bosques. Vienen a verme.

– Balbuceas como los niños.

– Pues en ese caso debería estar en un sitio oscuro, bajo el convento.

La señora Agnes cruzó la cámara y abofeteó a Clarice. El mono se puso a chillar y a parlotear, y repentinamente la priora experimentó una necesidad abrumadora de dormir.

– Pido a Dios que me dé sabiduría suficiente como para alcanzar el juicio verdadero. Retírate.

* * *

Esa misma noche, la hermana Clarice abandonó el lecho y lloró como si un poder invisible la regañara. Aunque se resistió tanto como pudo, pareció empujarla desde el dormitorio hasta el coro de la iglesia. Se tumbó en uno de los sitiales y se puso a hablar en voz baja. Alarmadas, muchas de las monjas se congregaron, entre ellas la enfermera y la segunda priora, que por la mañana repitió las palabras a la señora Agnes: «Despertará al despilfarrador con agua. Antes de que se cumplan cinco años, a través de las inundaciones y del mal tiempo se desatará tal hambruna que la fruta no llegará a madurar. Me lo ha advertido él… Cuando veas el sol torcido y las cabezas de dos monjes, cuando veas que una monja tiene el poder y que se multiplica por ocho, la muerte se acercará y Davy el peón morirá de desesperación». La peste o «muerte» había llegado hacía solo nueve años y la profecía de Clarice fue tan alarmante que dos monjas sufrieron un ataque de llanto. Las demás vieron horrorizadas que Clarice se arremangaba los hábitos, y a la vista de todas se llevaba la mano al sexo y gritaba:

– La primera casa del domingo pertenece al sol y la segunda a Venus.

A continuación, sufrió un vahído y la trasladaron a la enfermería, en la que permaneció durante seis días.

El convento estaba alborotado. La priora se postró ante el altar mayor y oró varias horas en silencio; las hermanas a su cargo se dirigieron a la sala capitular y, con voz baja, analizaron si los pecados de la comunidad habían provocado ese castigo. Susurraron las palabras fantasía, imaginación, fantástico e ilusión… aunque otras sugirieron que sor Clarice había recibido, sin lugar a dudas, inspiración divina, y que sus palabras eran proféticas.

Dos tardes después del episodio en el sitial, la priora consultó al capellán de monjas, un joven benedictino que respondía al nombre de John Duckling. Conocía las artes médicas y, según sus explicaciones, todas las artes habidas y por haber.

– Podríamos cortar una vena de la frente para tratar el frenesí -explicó a la señora Agnes.

– ¿Y las de las sienes?

– Sólo sirven para tratar la migraña. Verá, el primer ventrículo del cerebro se sitúa aquí -se tocó la frente, lisa como la de cualquier monja-. Es la sede de la imaginación, que recibe las cosas que contienen la fantasía. ¿Sabe que el cerebro es blanco como el lienzo del pintor? El color permite que sea manchado por la razón y la comprensión.

– ¿Es verdad que todas las venas nacen en el hígado?

– Por supuesto. -El capellán se mostró momentáneamente desconcertado-. Pero ahí no podemos cortar. Señora, allí hay demasiada carne, demasiada.

La señora Agnes sonrió.

– John, dudo que en su cerebro encontremos mucha materia.

– Desde luego que no. Dé a la pobre hermana un poco de pan tostado y vino antes de iniciar la sangría. A continuación, corte la vena con un instrumento de oro. Esa es la norma. Una vez quitada la sangre, envuélvala en una tela azul y ponga buen cuidado en que sus sábanas sean del mismo color. Cerciórese de que duerme del lado derecho y de que su gorro de dormir tiene un orificio a través del cual puedan escapar los vapores.

En lugar de permanecer con la cabeza inclinada y con las manos ocultas en las mangas, el capellán de monjas deambulaba de un extremo a otro de la cámara de la priora.

Agnes se empeñó en no hacer caso de tamaña descortesía, ya que se trataba de un asunto urgente.

– ¿Y si sus humores se rebelan? -quiso saber la priora.

– La salvia es buena para las convulsiones. De ahí que se diga que nadie tiene por qué morir si en el jardín crece salvia. Déle salvia mezclada con excrementos de gorrión, de niño y de un perro que sólo coma huesos.

– Había pensado en el eléboro para purificarla.

– Nada de eso. El eléboro es una planta amarga e intensa, tan ardiente y ponzoñosa que sólo debe emplearse con cautela. Vaya, he visto hombres que después de ingerir eléboro estaban tan embotados que parecían muertos.

La señora Agnes planteó esas preguntas porque temía que la hermana Clarice se negase a someterse a una sangría y tal vez haría falta sujetarla. Cualquier muestra de violencia provocaría quejas y agitación entre las monjas más jóvenes. Lo cierto es que Clarice no planteó el menor reparo. Se mostró totalmente complaciente, como si le sentara bien la posibilidad de convertirse en objeto de las atenciones médicas. Nadie que estuviese ordenado podía derramar sangre, por lo que pidieron a Hubert Jonkyns, el médico local, que acudiese al convento. Era competente en las artes de la sangría, e hizo sentar a Clarice en un retrete desmontable, a horcajadas, antes de sajarle delicadamente la vena. La monja no habló ni se movió; se limitó a sonreír cuando el médico acercó el frasco a su frente; Jonkyns presionó la vena con delicadeza y Clarice lo miró con ternura al tiempo que soltaba un pedo cuyo olor impregnó la cámara. Cuando terminó su trabajo, el médico le palmeó la cabeza.

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