Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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– Monja, te mereces algo más que una vela. Eres digna de que te denigren, te señalen, te mancillen y vuelvan a mancillarte. Gybon, considero que, de momento, nuestra labor está cumplida.

– Señores, han obrado mal conmigo. Mi cuento está inconcluso. Señores, convendrán conmigo en que no todo puede salir como les apetece.

La hermana descruzó los brazos y los extendió con actitud suplicante. Al escudero le pareció que semejaba una estatua rodeada de flores e incienso. Sor Clarice entonó un verso que se había inventado:

Abandonad la razón y creed en la sorpresa,

pues la fe está arriba y la razón bajo la mesa.

El escudero no había dejado de observarla atentamente. Unas veces la monja se comprimía y se reducía al tamaño habitual de los humanos, y otras daba la sensación de que rozaba el cielo con la coronilla; al igual que en el caso de su tía, la voz de Clarice tenía alas.

– Monja, ¿sabes que está dentro de mis competencias apartarte del seno de la Santa Madre Iglesia? -inquirió el obispo.

– Lo sé.

– Tú eres la que, a sabiendas y voluntariamente, ha jurado en falso por las cosas más sagradas. Que el único Dios que existe te maldiga. Que la Santa Madre de Dios te maldiga. Que los patriarcas y los profetas te maldigan. Que las mártires y las vírgenes te maldigan…

– Las vírgenes aligerarán mi opresión y abatimiento…

– Vaya, ¿supones que llegarás de un salto al cielo?

Alguien llamó a la imponente puerta. Entró un mensajero con una antorcha llameante, se acercó a Gybon Maghfeld y le habló al oído. El escudero se volvió hacia el obispo, se arrodilló y le besó el anillo.

– Le pido disculpas, mi señor obispo, pero reclaman mi presencia en la casa consistorial.

* * *

El mensajero le había comunicado que, dos horas antes, Enrique Bolingbroke había llegado a Westminster; había enviado al monarca a la Torre para «protegerlo» de la presunta ira del populacho de Londres… o, como más adelante diría el representante de Enrique al cuerpo legislativo, «de la gran crueldad que con anterioridad él mismo ha mostrado hacia la ciudad». El alcalde y los concejales se reunían para decidir las medidas políticas que tomarían en esos tiempos inciertos. Estaban convocados en la casa consistorial próxima al palacio obispal, y Gybon recorrió a pie, en compañía del mensajero, las calles cada vez más oscuras.

Era la hora previa al toque de queda y los guardianes de las puertas hacían sonar los cuernos; quienes estaban extramuros recibían la advertencia de que había llegado el momento de recoger los animales. Esa noche habían reunido a seiscientos hombres armados a fin de mantener la paz en las calles, y había otros tantos guardianes en las puertas de la ciudad; Gybon Maghfeld reparó en la atmósfera de agitación y cambio inminente. Parecía que la ciudad se preparaba para las fiebres. Los ciudadanos se desplazaban de calle en calle o de vía en vía con intensas expresiones de temor y desconcierto. Escrutó sus rostros al pasar, pero no reconoció a nadie. De repente, se sorprendió ante una curiosa posibilidad. ¿Y si esas figuras eran producto del pánico, la ira y la agitación de la ciudad propiamente dicha? Tal vez aparecían en épocas de incendios o de muerte, cual un grupo visible de caminantes nocturnos. Quizá se presentaban en las mismas calles de Londres a lo largo de la historia de la ciudad.

Mientras el escudero recorría Silver Street y Addle Street sumido en sus reflexiones, el obispo de Londres y la monja de Clerkenwell alzaban sendas copas de vino y se felicitaban mutuamente por el drama tan bien representado.

Capítulo XVIII

El cuento del magistrado

– Dime, ¿dónde estaba Dios cuando creó el cielo y la tierra?

– Digo, señor, que estaba en los confines del viento.

– ¿De qué hizo a Adán?

– De ocho cosas: la primera, la tierra; la segunda, el fuego; la tercera, el viento; la cuarta, las nubes; la quinta, el aire mediante el cual habla y piensa; la sexta, el rocío mediante el cual suda; la séptima, las flores mediante las cuales Adán tiene ojos, y la octava es la sal por la cual Adán tiene lágrimas.

– Así me gusta. Muy bien. ¿De dónde sale el nombre de Adán?

– De las cuatro estrellas que responden a los nombres de Arcax, Dux, Arostolym y Nomfumbres.

– ¿En qué condiciones se encontraba Adán cuando fue creado?

– Era un hombre de treinta inviernos.

Miles Vavasour catequizaba a su joven estudiante de leyes, Martin, de camino a Westminster Hall; explicaba a todos sus discípulos que el conocimiento minucioso de las materias bíblicas era un acompañamiento imprescindible del estudio de los códigos y las constituciones. Aparentemente, era un hombre piadoso.

– ¿Cuan alto era Adán?

– Medía ocho pies y seis pulgadas.

– ¿Cuánto tiempo vivió Adán en este mundo?

– Ciento treinta inviernos y después estuvo en el infierno hasta la Pasión de Dios Nuestro Señor.

– Dime, Martin, ¿por qué al atardecer el sol es rojo?

– Porque se dirige al infierno.

– Al infierno, bien dicho. Martin, jamás confíes en un hombre rubicundo. Y ahora recoge mis cosas. Se ha hecho un poco tarde.

El estudiante de leyes vistió a su maestro y patrón con una capa de paño verde forrada en piel de cordero negro; la vestimenta ceremonial estaba bordada con rayas verticales en morado y azul, por lo que se distinguía del manto de tiras diagonales que se concedía a los abogados que acudían para instruir, pero no podían apelar. Como muestra de su condición de magistrado, Miles también se había puesto la gorra redonda o cofia de seda blanca. Desde la sala de vestidos hasta el estrado del Tribunal Supremo lo acompañó un funcionario que esgrimía un báculo de madera con puntas de cuerno en sendos extremos. Vavasour permaneció en pie detrás del estrado, en el sitio que tenía asignado. Ese era el mundo de Dios. Tres tribunales celebraban sesiones simultáneamente en el salón principal. El Tribunal Supremo ocupaba la tarima del extremo sur, junto al juzgado, al tiempo que el de súplicas comunes se reunía junto a la pared occidental. De inmediato, Miles quedó rodeado por la archiconocida bruma de voces que subían, bajaban, acusaban, suplicaban, parloteaban y susurraban.

– Le garantizo que estoy asombrado de que todavía no haya llegado al quid de la cuestión -decía el juez del Tribunal Supremo a un abogado.

– Señor, el quid de la cuestión es como una justa. Resulta difícil dar en el blanco.

El juez reconoció la reverencia de Miles antes de añadir con el mismo tono apremiante:

– Se acabó. Este baile ha terminado. -El magistrado le habló con tono muy bajo, a lo que replicó-: Dios no permita que ocurra. Como dice David en los salmos: Omnis homo mendax. Todos los hombres mienten.

– ¿Citarás a David? -susurró Miles.

El abogado no admiraba a ese juez, que se puso a gritar al preso situado en la otra punta del estrado:

– ¡Es la lex talionis! ¡Ojo por ojo y diente por diente! ¡Le aseguro que no estoy nada satisfecho con usted!

Miles se volvió hacia su estudiante de leyes, que permanecía de pie a su diestra.

– El docto juez no tardará en despachar a su pieza. Martin, trae rápidamente a nuestros testigos.

Miles Vavasour se disponía a acusar a Janekin, el aprendiz de Saint John's Street, de murdrum voluntarium con odii meditatione, es decir, homicidio voluntario de un tal Radulf Strago, mercader, realizado con premeditación odiosa. También se acusaba a Janekin de matrimonio ilegítimo, es decir, de matrimonio conscientia mala, de acuerdo con el Segundo Estatuto de Westminster. Miles alegaba que Janekin había desarrollado un intenso afecto por Anne Strago, la esposa del mercader acaudalado al cual estaba vinculado por contrato; en la agonía de su pasión, había decidido administrar arsénico al marido, el mentado Strago. No le resultó difícil aplicar el veneno porque convivía con su amo en Saint John's Street; ciertamente, en su baúl personal habían encontrado una bolsita de arsénico. Además, le achacaban haber persuadido a la ya mencionada Anne de que se casase con él; tal como Miles Vavasour lo planteó, fue ni más ni menos que violación y secuestro, aunque con otro nombre. Posteriormente, interrogaron a Anne Strago en su casa y acusó a Janekin de los diversos delitos por los que se lo juzgaba. Reconoció que sospechó que estaban envenenando a su marido cuando éste se quejó de «náuseas» y de «azotes» intestinales, pero le tenía demasiado miedo a Janekin como para ahondar en la cuestión. Janekin negó estar al tanto de ese crimen, e insistió en que Anne Strago se había introducido voluntariamente en su lecho incluso antes de la muerte de su esposo; declaró que la mujer se había inventado esas acusaciones para disimular su comportamiento escandaloso al fornicar con él. Añadió que no sabía quién había matado al mercader. Se ofreció a ser juzgado mediante combate a fin de demostrar su inocencia, pero rechazaron su petición; al fin y al cabo, no tenía el rango necesario.

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