La charla era estentórea, soez y animada. ¿Alguien tenía novedades sobre el rey? Los ocupantes de las mesas compartieron muchos rumores e informes falsos, así como lamentos sobre el tiempo. Sólo se sabía con certeza que Enrique Bolingbroke, con Ricardo II tomado prisionero, acababa de llegar a Dunstable. Desde la torre del reloj había anunciado a la multitud que llegaría a Londres el primer día del nuevo mes. El primero de septiembre era la festividad de los Doce Mártires, y los clientes de la coquina de Roger se refirieron a un decimotercero. Enrique ambicionaba el trono al precio que fuera.
– El cambio de estación puede ponernos tristes y enfermos -comentó Hanekyn Fytheler con Hugyn Richokson.
– Pido a Dios que nos envíe un mundo alegre -respondió Hugyn.
– Yo no digo lo contrario. ¿Cómo está tu hermana?
– Bien. Nunca la he visto mejor.
En la mesa contigua Roger de Ware en persona estudiaba una caja adornada con piedras preciosas que le había dado Henry Huttescrane.
– ¿Cuánto vale?
– Roger, se la dejo barata.
– Esto me huele mal.
– No, le aseguro que no. Viene de África.
El médico, Thomas Gunter, comía con Emnot Hallyng, el erudito; ambos formaban parte de la Antigua Orden de Hombres a los que les Gusta Acariciar a los Gatos. Es posible que el título tuviera connotaciones literales, aunque «acariciar a un gato» también significa abordar un problema o acertijo con actitud serena y amistosa. La velada anterior habían analizado la siguiente cuestión: «Si Adán no hubiera conocido a Eva, ¿la humanidad entera sería masculina?». En el transcurso del debate, Gunter había invitado a comer a Hallyng. No sabía que el erudito era uno de los predestinados y disfrutaba de su compañía tanto como de su conversación sobre temas abstrusos. A decir verdad, le había referido a Gunter el encuentro de su primo con algunos presuntos espíritus en Camomile Street, a lo que el médico había respondido si era posible que las formas, corpóreas o incorpóreas, fueran evocadas por poderes que no eran la tierra, el agua, el fuego, el aire o un ser hecho a partir de esos elementos. Recordó las palabras del monje Gervase de Winchester ante su muerte repentina, que preguntó: «¿Quién llama?». Había muchos metidos hasta las cejas en ciencias ocultas, que tramaban conjuros y pronunciaban hechizos nocturnos.
– Ya está bien, maese erudito. Existen tantos pasos y disimulos sutiles que no diré nada más. ¿Qué le parece este queso?
– Demasiado seco -respondió Emnot-. Me gusta el queso de Essex y éste es de Sussex.
– Pues no coma más. El queso seco paraliza el hígado y engendra piedras. Si reposa lo suficiente, produce un aliento apestoso y pone piel de escorbuto.
– Pero tengo hambre.
– Tome entonces un poco de mantequilla. Ya conoce el dicho: «Por la mañana la mantequilla es oro, por la tarde plata y por la noche como el plomo mata». Cate un poco de plata.
– Thomas Gunter, está claro que jamás renuncia a su oficio. Acabará en la hoguera.
– Lo digo por su bien. La mantequilla es muy adecuada para los niños mientras crecen y para los viejos cuando empiezan a declinar. Usted está a mitad de camino. Si come mantequilla al principio y al final, vivirá y superará los cien años. ¿Nunca ha oído ese verso?
– Me han dicho que un buen cocinero es medio médico y ése parece ser su tema.
– Y un buen médico es medio cocinero. Yo cocino esencias y propiedades. Del mismo modo que nadie come verduras de la noche anterior, nadie confía en una mixtura que no esté recién preparada. Sin ir más lejos, el otro día…
– Matasanos, cierre el pico. -Emnot lo dijo cordialmente, ya que era la libertad que concedía la coquina-. Su condenado discurso me provoca dolor de oídos.
– Tengo una pomada excelente para el dolor de oídos.
– Ya está bien.
– Maese erudito, es mejor quedarse sin comer que sin aprender.
– He dicho que ya está bien. ¿Está al tanto de alguna novedad que todavía no se sepa de memoria?
El médico se inclinó sobre la mesa.
– Sólo sé que se disponen a encararse con la monja.
– ¿Por qué?
– Porque ha lanzado profecías contra el rey.
– Thomas, a estas alturas todos lanzan profecías contra él. La monja no está muy errada si teme su final.
– No le quepa la menor duda de que la ciudad le plantará cara. Los ciudadanos quieren que la monja permanezca en silencio hasta saber qué acontecerá. Están a favor de Enrique, siempre y cuando quiera ascender al trono. Se pondrán de parte del ganador. Emnot, debo decirle que tengo más noticias. -El médico se acercó y saboreó el aroma del aliento del erudito-. ¿Puedo hablar con confianza?
– Claro que puede.
– ¿Conoce las cinco heridas?
– ¿De nuestro Salvador?
– No, de nuestra ciudad.
Había empezado a llover y Emnot Hallyng posó la mirada en la puerta abierta; la lluvia cortaba oblicuamente la visión de un caballo y un carro que esperaban tranquilamente a la vera del camino.
– Sospecho que se desatará un incendio desaforado en Saint Michael le Querne -declaró Gunter-. Y más adelante en Saint Giles in the Fields.
Emnot fingió atragantarse con un trozo de queso de Sussex, lo que le permitió llevarse la servilleta a la cara. ¿Cómo se había enterado Gunter de los planes de los predestinados? No formaba parte de la asamblea y, por lo que Emnot Hallyng sabía, tampoco conocía a otros miembros.
¿Era posible que alguna de las artes negras le hubiese concedido la capacidad de atisbar en los lugares de reunión de Paternóster Row?
– ¿Cómo sabe todo eso? ¿Cómo se ha enterado?
– Un pobre alguacil me habló de la flecha que apuntaba al corazón de la ciudad. Se refirió a hombres secretos y a caminos ocultos. También supe otras cosas por boca de un personaje mucho más destacado.
– ¿De quién habla?
Gunter paseó la mirada por los que comían en la coquina y se aseguró de que nadie los oía.
– Emnot, en la vida debe enterarse nadie de lo que estoy a punto de declarar.
Informó al erudito sobre su cena con Miles Vavasour y las notas garabateadas en el reverso de un documento legal, notas que había leído; también describió el encuentro clandestino de los notables de Londres en la torre redonda.
Emnot Hallyng no tuvo necesidad de simular sorpresa. Se sintió alarmado y horrorizado por lo que Gunter acababa de contarle. ¿Existía manera de vincular las reuniones del concejal, el segundo alguacil, el caballero y el magistrado con las actividades de los predestinados? Miles Vavasour no formaba parte de los sabedores de antemano y, sin embargo, había apuntado algo sobre el incendio que no tardaría en producirse en el templo de Bladder Street. ¿Era posible que un hombre de leyes tan elevado tuviera conocimiento previo de un gran delito, es decir, de felonía y sacrilegio, y no intentase impedirlo? Thomas Gunter había aludido a bandas secretas y cómplices ocultos, pero no sabía nada de los predestinados. El médico sólo estaba al tanto de que los guardianes de la ciudad se reunían en cónclave privado al abrigo de la noche y la oscuridad. Emnot repitió la pregunta para sus adentros: ¿cómo se había enterado alguien que no pertenecía a los predestinados de los preparativos de Exmewe? Emnot Hallyng tuvo la sensación de que se encontraba en un laberinto, en el que acechaba un gran peligro. Creía que tanto él como sus compañeros eran libres en todos los aspectos, y que portaban en su seno las simientes de la vida divina, pero esa visión adquirió las oscuras vestiduras de la desconfianza y el temor humanos.
La comida tocó a su fin. El erudito y el médico cogieron semillas de cardamomo de un cuenco y se endulzaron el aliento. Luego caminaron hasta las caballerizas de casa Roger. Al protegerse de la lluvia con la capa, Gunter comentó:
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