– Pero no lo es para que la agiten y la sacudan. Tiene once años. La encontré en la barbería. Barría el pelo cortado.
– Y la acechó como una grulla.
– Hablé con ella y me siguió. Quiere monedas.
– Es insensato querer algo que no es honesto.
– ¡Vaya, vaya! Ya está bien, maese Gunter. Lo insensato es no cesar de dar lecciones y no aprender nunca. Hay niñas que se dejan llevar detrás de un seto a cambio de dos peniques o de una gavilla de trigo. La bolsa de Rose se llenará de chelines. ¿Me considerarán culpable de realizar buenas obras? Recoja sus bártulos y lárguese.
Algunos decían que la comadre de Bath era tan dura como Londres e igualmente alegre. Despotricar contra ella era lo mismo que hacerlo contra la ciudad. Por eso Gunter se despidió de la señora Alice con el beso de la paz. Pero no fue correspondido.
El cuento del cocinero
La coquina de Nuncheon Street era la más grande de Londres; la estancia principal albergaba a un centenar de personas y había varias habitaciones o «ranchos» en los que una cantidad más reducida de comensales podía sentarse. La conocían como «casa Roger» por Roger de Ware, el cocinero que era su propietario y que todavía supervisaba la preparación de los platos. Era un hombre delgado, de barba pequeña y perfectamente recortada, que se ponía el gorro blanco, con forma de pastel, símbolo de su oficio.
– ¡Todo debe estar fregado a fondo! -exclamó mientras deambulaba por la gran cocina, contigua a la sala principal- ¡A fondo! ¡A fondo! ¡A fondo! Walter, ¿me has oído? -se acercó a un joven criado-. Muéstrame las manos. ¿Has tocado mierda? ¡Ve a lavarte! John, hay que aclarar esta espumadera. ¿Te has fijado que aún tiene restos? No está bien. ¡No está bien!
Había dos chimeneas en sendos extremos de la cocina, un fuego para pescado y otro para carne, por lo que el calor combinado de las llamas era tan intenso que la mayoría de los trabajadores se habían quitado la camisa y trabajaban en ropa interior. El olor del sudor humano se mezclaba con los demás. Roger caminó entre ellos con su chaqueta ricamente recamada y las calzas sujetas a ella mediante aldabillas a las que también llamaban «rameras»; calzaba zapatos largos, puntiagudos, con la puntera elegantemente curvada y conocidos como «cracovianos». El gorro con forma de pastel lo convertía en lo que gustaba en llamar «una mescolanza variada».
– ¡En el fondo de esta cacerola hay grasa blanca! ¿Tengo que fregar hasta el último trasto con mis propias manos? -Echó un vistazo a los cacharros, los ganchos de colgar carne, las cucharas, las manos de mortero, las fuentes y los calderos colgados junto a las paredes enyesadas-. Simkin, ¿has enviado a alguien a la especiería? -Le encantaba gritar por encima de la bulla general-. ¡Aquí queda tanto azafrán como el que se esconde en el culo de una monja! -Simkin era uno de los tres cocineros que se encargaban de las carnes; se trataba de un ser poco agraciado, de quien sus compañeros decían que era capaz de cortar la leche con un mero eructo. Lardeaba alondras y pichones en una fuente ovalada, y no hizo el menor caso de Roger-. Simkin, Dios no permita que me oigas. -Roger pasó los dedos por el borde de un cuenco de madera con grasa de cerdo-. Dicen que los malos modales son como un hombre feo. Simkin, ¿estás de acuerdo?
Simkin le observó fugazmente.
– Maese Roger, tengo demasiado entre manos como para salir corriendo a buscar azafrán como si fuese una canastera.
– ¡Olalá! La canastera tiene lengua para responder.
Los que trabajaban a sus órdenes llamaban a Roger «señora Durden» o «Vieja Trotona»; poseía la misma lengua afilada y el mismo humor obsceno de las comadres de los entremeses. También se parecía a ellas por sus facciones tensas y sus pasos exageradamente cortos.
En una larga mesa había faisanes, ocas, aves salvajes, verraco, beicon y callos; distintas carnes giraban en el espetón, en compañía de una cabeza de jabalí y una pieza de venado. En una zona de la chimenea, se encontraba un gran caldero y sus tres patas estaban firmemente apoyadas entre las brasas. Un viejo retiraba trozos de carne con un gancho, tal como había hecho desde hacía treinta años; trabajaba en esa cocina mucho antes de la llegada de Roger. Hacía más de un siglo que en ese emplazamiento existía una casa de comidas, lo que demuestra, como mínimo, las arraigadas costumbres de la población londinense.
Las tensas vaharadas de olores, de carne sobre carne, se mezclaban con los aromas más intensos del lucio y la tenca; el aroma añejo de la anguila se confundía con el penetrante de la carne de cerdo, la presteza del arenque con la lentitud del buey. Eran el punto y contrapunto tomados de un cancionero de olores. La cocina semejaba una pequeña ciudad de aromas. Nadie que pasase por la casa de comidas sin percibir los distintos aromas sería capaz de distinguir entre el sabor de las chirlas y la perca, de los puerros y las judías, de los higos verdes y la col. El olor de los alimentos cocinados, ya fuera pescado o carne, impregnaba las piedras del barrio; la zona recibía la visita de perros de todas las clases imaginables, que en ocasiones morían por los flechazos o los hondazos de los aprendices, que los arrojaban a la zanja del final de la calle. El nombre mismo de la vía significa comida o colación que se toma por la tarde.
– ¡Ese es el hombre que empezó a construir y no pudo acabar! -Roger vigilaba a uno de los cocineros que, sin el menor éxito, intentaba mezclar hígado de cerdo picado, leche, huevos duros y jengibre-. Dios envía buena comida al hombre…, y el diablo a un mal cocinero que la destruye. Myttok, ¿estoy equivocado?
En lugar de apartar la mirada de la tabla de picar, el joven cocinero hundió un poco más el cuchillo en el jengibre.
– Maese Roger, estos hígados están tan duros que sirven para jugar a la pelota. ¿Cuándo estuvo por última vez en el mercado?
– Está claro que la culpa es mía. Perdóname, María, porque he pecado.
El calor y el ruido de la cocina siempre condicionaba el tono de sus palabras; cualquiera que los oyese desde la calle se imaginaría que sostenían disputas violentas e incesantes.
– Ya lo ve, maese, las buenas palabras sólo engordan su cabeza.
– Hijo de puta, tú lo sabes mejor que nadie. Tienes el trasero del tamaño de dos barricas.
Walter, el trabajador más humilde de la cocina, corrió por el pasillo y se llevó la mano a la boca para imitar el sonido de un cuerno de caza.
– ¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí!
Los primeros clientes del mediodía acababan de llegar y se habían quitado las gorras. Walter ya había puesto las mesas. Los sitios estaban preparados con tajadero, servilleta y cuchara de madera; cada uno tenía su hogaza de pan y su vaso, así como un cuenco con sal por cada par de comensales. En cada mesa había un pequeño farol de hierro con los laterales de cuerno, que sólo encendían los días oscuros, ya que la coquina propiamente dicha era bastante luminosa. Las paredes estaban enyesadas y adornadas con escenas de caza y cetrería; de las bocas de los cazadores salían palabras como «¡sa cy avaunt!», «¡adelante!» y «¡cuidado, cuidado!». El suelo de arcilla roja estaba cubierto de juncos frescos.
Cuando entró en la estancia para saludar a los recién llegados, Roger se vio rodeado por expresiones amistosas y habituales de saludo: «¿Cómo está?», «¿Qué tal le va?», «¿Cómo se encuentra?» o «Que Dios le dé un buen día». Esas frases era una suerte de renovación perpetua, por lo que cada día se reunía con los demás en la fila de la armonía. Roger cogió las capas y mantos de sus clientes, saludó con una inclinación de cabeza a los desconocidos y se dirigió a los conocidos llamándolos «don Entrañas Hondas», «don Lameplatos» o «don Glotón». Cuando las campanas de Saint Denis dieron las doce, la casa de comidas se pobló con las peticiones de carne guisada con clavos de olor y almendras fritas, mejillones con caldo de lucio, orejas de cerdo guisadas con vino, perdices asadas con jengibre, anguilas fritas y caramelizadas y caballa con salsa de menta. En la cocina, los cocineros preparaban platos con frutas y verduras hervidas o estofadas; consideraban insalubre ingerir alimentos crudos. Los clientes comían con sus propios cuchillos en platos de peltre y bebían en vasos de cuero, madera u hojalata. En cada mesa había un vaciador de restos y mendrugos, que Roger repartía entre los mendigos que aguardaban en la puerta.
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