Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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Gunter apenas lo oyó en medio de la vocinglería de los trovadores que deambulaban entre los carros y los escenarios provistos de arpas, violines, gaitas, cítaras, instrumentos de cuerda, trompetas, otras clases de gaitas, tamboriles, zanfonías y caramillos. Era la festividad de la guardia de pleno verano, la vigilia de la Asunción, durante la cual celebraban el poderío y la gloria de la ciudad.

Gunter hizo una mueca de contrariedad cuando los cañones de las murallas y los baluartes lanzaron «salvas de gozo», según la frase del alcalde, mientras los mercaderes desfilaban en procesión ante la Gran Cruz de Cheapside. Los habitantes de los distritos pasaron según su organización secular; por ejemplo, los ciudadanos de Bridge y Walbrook portaban picas rojas, mientras que los de Farringdon y Aldersgate esgrimían picas negras salpicadas de estrellas blancas. Les seguía un grupo de ciudadanos a caballo disfrazados como si asistiesen a una mascarada. Algunos iban como caballeros, con casacas, vestidos rojos y viseras sobre la cara; uno se había adornado como un emperador y tras él, a cierta distancia, avanzaba otro disfrazado de papa italiano y acompañado de veinticuatro cardenales. Al final, avanzaban siete más, embozados con viseras negras, y mostraban actitud poco amistosa, como si estuvieran al servicio de un príncipe extranjero; los espectadores, deseosos de sumergirse en el espíritu de las celebraciones, les abuchearon.

El doctor en medicina caminó hasta la esquina de Friday Street y Cheapside para ver desde cerca la tradicional procesión de los pobres, cada uno de los cuales se cubría la cabeza con un sombrero de paja con una insignia de plomo; se habían reunido para personificar la afirmación del libro de la guardia de pleno verano, según la cual «Nadie salvo los ricos arremetieron, aunque los pobres ayudaron». Gunter los conocía a fondo y también sabía que ocupaban un sitio en la extensa jerarquía de necesidad y servicio; no eran ciudadanos libres, pero tampoco se trataba de holgazanes o desahuciados. No eran los mendigos conocidos como «piojosos», por la expresión proverbial: «No vale un piojo». Estaban en el tercer grado de necesidad y los definían como «hombres sin amo». Cambiaban de empleo según la temporada, por lo que eran leñadores en invierno y zapateros en otoño, y cuando ganaban lo que necesitaban dejaban de trabajar. Esa era su regla implícita. O, como solía decir Gunter, ésa era la ley de Londres. Sus prendas eran de segunda mano, por lo que los colores estaban desteñidos y los dobladillos deshilachados. Ocupaban el escalón más bajo de los comunes, por encima de la fase de necesidad abyecta y miseria, y constituían una parte considerable de la población urbana. Por eso tenían su propia procesión.

Mientras los veía desfilar entonando broncamente un himno a la Virgen, el médico tuvo la sensación fugaz de que lo vigilaban. Se volvió instintivamente, pero cuantos se apiñaban a su alrededor parecían concentrados en el desfile en pleno movimiento. En ese momento, pasaron dos hombres con zancos. Personificaban a los gigantes Gog y Magog, los guardianes de la ciudad; lucían máscaras de león y llevaban alas artificiales. Thomas Gunter decidió bajar por Friday Street, donde en cada puerta había una guirnalda de abedul fresco, hinojo largo, blancas azucenas y telefio o «larga vida», tanto en honor de Londres como de la Virgen. No las tenía todas consigo, como si el humor natural de otra persona ensombreciese el suyo. Apretó el paso y volvió un par de veces la vista atrás a medida que el sonido de la canturía se desvanecía.

– ¡Por amor de Dios! -Gunter se sobresaltó al oír esa voz que parecía proceder de la nada-. ¡Por amor de Dios, dé alimento o dinero a este pobre! -Un mendigo con bolsa y báculo había salido de un hueco en la esquina de Walling Street; era un «punto de paso», al que los ciudadanos llamaban «punto de pis»-. Maese, estoy abatido. He perdido cuanto tenía.

La luz del sol rodeaba al pordiosero. Gunter observó la forma de su nariz prominente y la amplitud de su ancha frente. Podría haber sido un gran erudito, pero el azar o el destino lo habían convertido en alguien que se sienta en medio del polvo y contempla el mundo.

El médico sacó un penique y se limitó a decir:

– Que Dios te reconforte.

– Señor, agradezco su bondad hacia mí. -Evidentemente se trataba de un reconocimiento ritual, muchas veces practicado-. Pido a Dios que algún día pueda devolvérselo.

Gunter estaba acostumbrado a los aromas del cuerpo humano y no le molestó el olor de ese hombre, que evocaba cosas nocturnas. Parecía gozar de buena salud, salvo por las curiosas marcas como anillos que adornaban su frente.

– ¿Tienes costras debajo del pelo? -El mendigo asintió-. Cuando vayas a los campos, recolecta la hierba vulgarmente conocida como hepática. Crece en sitios húmedos. Prepara una pasta con la planta y tu saliva y póntela en la cabeza.

El pordiosero rió.

– Señor mío, es duro el mundo en el que un hombre se deja crecer la hierba en lugar del pelo.

– No tan duro como para no ayudarte. Que Dios te conserve.

La risa del mendigo le recordó una canción que había aprendido de niño. La repitió con voz muy baja mientras doblaba la esquina:

Nos vagabunduli,

laeti, jucunduli,

tara, tarantare teino.

Según el dicho, los mendigos son los trovadores del Señor. La canción siguió resonando en su cabeza mientras caminaba por Watling Street, y una vez más lo asaltó el temor de que lo siguiesen. Giró rápidamente por Lamb Alley hacia Sink Court; oyó pisadas a sus espaldas y aguardó con impaciencia a aquel al que tanto temía. Apareció un hombre de edad mediana, ataviado con un gabán anticuado y gorra de piel. Se trataba de Bogo, el alguacil, al que últimamente había atendido a causa de una inflamación del muslo. Presa de un súbito alivio, Gunter preguntó de viva voz:

– Bogo, ¿qué es esto? Sabes donde vivo. ¿Por qué me persigues por la calle?

– Maese Gunter, lo vi durante el desfile y me resultó imposible no comentarle lo que pienso. Como dice san Pablo, estos días son perversos.

Bogo no era un hombre querido. Se trataba del alguacil del recién creado distrito de Farringdon Without, que incluía Smithfield y esa zona de Clerkenwell que abarca Turnmill Brook y Common Lane, pero su fama se extendía incluso más lejos. Su trabajo consistía en convocar a los ciudadanos a los tribunales eclesiásticos y a la asamblea local, aunque se comentaba que en ocasiones las citaciones se destruían tras el pago de cierta suma. Cargaba con el mote de «bolsa de cascabeles del demonio», y todos le evitaban. Bogo se acercó tanto al médico que éste pudo oler su aliento; tenía el sabor de una enfermedad interior, de un cáncer.

– ¿Se ha enterado de que el soberano huyó de Carmarthen disfrazado de monje?

– Bogo, esa noticia es vieja.

– Lo acompañan unos pocos nobles. Me han dicho que fue un espectáculo bochornoso.

– Ricardo y Enrique han decidido parlamentar. Debemos aguardar el momento. Bogo, ¿por qué me molestas precisamente ahora con este asunto?

– Está relacionado con otro tema. -Miró al galeno a los ojos-. Maese Gunter, alguien ha ensombrecido la ciudad.

– Tu forma de hablar es demasiado imprecisa.

– ¿Se enteró de que hace dos semanas encontraron a un obispo gigante en San Pablo?

– Desde luego.

– También hallaron un anillo, una sortija con una esmeralda. -Gunter permaneció en silencio-. En ese anillo figuraba el peculiar dibujo de los círculos.

– Se trata de un antiguo signo de santidad. ¿Cuál es el problema?

– Es un buen signo, pero ahora está al servicio de una causa malvada. En los últimos días, se ha utilizado para provocar grandes daños.

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