Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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Coke Bateman masculló algo acerca de que su hija no tardaría en ponerse de parto y se despidió de la monja, que siguió pelando guisantes en la cocina. Llegó a la conclusión de que la hermana no había dicho más que herejías, pero decidió guardar silencio. La monja recorría caminos extraños y se dijo que, a partir de ese momento, evitaría su compañía. En modo alguno quería quedar mancillado por sus blasfemias.

* * *

Cuando se arrodilló ante la vidriera del Santo Sepulcro con la representación del árbol de Jesé, Coke Bateman oyó movimientos en una de las naves situadas a sus espaldas. Un joven estaba agachado ante un altar lateral consagrado a los santos Cosme y Damián, y parecía acercarse lentamente; llevaba algo bajo la capa. El molinero pensó que se arrastraba hacia la cruz pero, repentinamente, el joven se puso en pie y caminó deprisa hacia la puerta occidental. De pronto, se oyó una explosión estentórea; los pendones y los paños del altar lateral empezaron a arder y una impresionante llamarada se elevó delante del tabernáculo. La imagen de cera del Cordero de Dios se derritió en un abrir y cerrar de ojos.

* * *

Dos días antes, William Exmewe había conducido a Hamo Fulberd a esa iglesia. El Santo Sepulcro se encontraba a corta distancia del priorato de San Bartolomé el Grande, en Smithfield, y cruzaron el mercado sin pronunciar palabra. La algarabía de los animales alarmó a Hamo, que se tapó las orejas con las manos. Cuando llegaron a la escalinata de Santo Sepulcro, Exmewe comentó en voz baja:

– Te mostraré el escenario de tu obra. Entra.

Hamo subió lentamente los escalones, con la mirada fija en la piedra desgastada.

Se adentraron por la puerta occidental y Exmewe lo guió hacia el altar dedicado a Cosme y Damián.

– Aquí provocarás el fuego -afirmó-. Te dibujaré una marca. Aquí mismo. -El altar estaba rodeado de baldosas lustradas, y Exmewe desenfundó el afilado cuchillo que usaba para cortar las insignias de plomo que compraban los que peregrinaban a San Bartolomé; se arrodilló, y en una de las baldosas talló con precisión la figura de un círculo, tan sutilmente, que podría haber conjuntado con el dibujo de rombos del suelo-. Hamo, ¿lo has visto? No estamos jugando a la gallina ciega. -El ilustrador observaba con aprensión el Cordero de Dios situado sobre el altar-. La cuña se coloca aquí. -Exmewe trazó otro círculo-. Una chispa modesta puede desatar un gran fuego.

* * *

Tras la explosión, dos o tres personas entraron corriendo en la iglesia, lanzaron gritos y pidieron ayuda. Una mujer chilló:

– ¡Qué desgracia! ¡Qué desgracia!

Hamo Fulberd bajaba la escalinata al tiempo que gritaba:

– ¡Alarma! ¡Alarma! ¡Sálvese quien pueda! -Era el grito ritual que anunciaba peligro y que había lanzado como si fuese víctima inocente de los acontecimientos.

El molinero estaba demasiado sorprendido por la explosión como para decir o hacer algo; miró instintivamente hacia la vidriera con el árbol de Jesé, y con gran alivio, comprobó que permanecía intacta. Al ver que Hamo salía corriendo de la iglesia, Coke Bateman abandonó la posición de rodillas y gritó:

– ¡A por él! ¡A por él! ¡Ha sido él!

A fin de cuentas, el molinero había sido el único en verlo y tenía la obligación de dar aviso.

Salió a la carrera para perseguirlo y vio que Hamo giraba en la esquina de Sepulchre Alley; gritó que había que detenerlo a todos los que se encontraban cerca y corrió tras Hamo al pasar por Pie Corner hacia el terreno abierto de Smithfield. Dos ciudadanos se sumaron a la persecución y, presas del súbito entusiasmo, exclamaron:

– ¡Matadlo! ¡Matadlo! ¡Dadle una buena tunda!

Hamo había llegado a los pesebres donde se reunían los cerdos que estaban en venta y se volvió un instante; Coke no vio la expresión de su rostro. El muchacho se hizo a un lado para evitar un carro y derribó a un barquillero; titubeó y enseguida corrió con más ahínco junto a los toros y los bueyes, rumbo a la puerta de San Bartolomé. En ese momento, Coke Bateman supo qué camino seguiría: se disponía a entrar en la iglesia para acogerse a terreno sagrado. El barquillero y un herrador se sumaron a la cacería; el herrador se quitó el delantal de cuero y lo lanzó por encima de su cabeza. Sus gritos se mezclaron con los ruidos de las ovejas y el ganado, por lo que dio la sensación de que todo el mercado sufría una intensa conmoción.

Hamo los oyó al franquear la puerta; avanzó por el sendero empedrado, abrió de un empujón la gran puerta del templo, corrió por la nave y, casi sin aliento, se desplomó junto al altar mayor. Apoyó la cabeza en la piedra fría y lloró. Percibió el aroma de la piedra que lo rodeaba; olía a cosas olvidadas, a piedra primigenia extraída del lecho de roca de antiguos mares. El mundo era de piedra.

* * *

Llamaron al condestable y al alguacil de Farringdon Without y les comunicaron el grave y cruel delito contra la paz que se había cometido en la iglesia del Santo Sepulcro. A su vez, estos llamaron a Christian Garkeek, el concejal, que en ese momento estaba muy ocupado en la aduana, donde era interventor lanero. Le comunicaron que el malhechor se había acogido a sagrado. También le advirtieron de que el prior de San Bartolomé conocía al acusado: se trataba de un tal Hamo Fulberd, iluminador al servicio del priorato.

– ¿Es sacristán? -había preguntado Garkeek.

– En absoluto. Es imbécil.

– En ese caso, se lo puede ahorcar. -Garkeek miró hacia el puerto, en el que en ese momento descargaban varios barcos-. Aunque es posible que Su Ilustrísima, el obispo, prefiera la hoguera.

Para entonces, muchos ciudadanos vigilaban la iglesia; estaban dispuestos a capturar a Hamo si salía o a atraparlo si intentaba escapar. Todos conocían las reglas del acogimiento sagrado. Mientras permaneciese en la iglesia, nadie podía impedir que le llevasen comida o bebida. Durante cuarenta días podía permanecer en la seguridad del templo, pero luego sería formalmente expulsado por el archidiácono. Por otro lado, si lo deseaba, durante ese período Hamo podía optar por renunciar solemnemente a dicho derecho.

* * *

En cuanto Hamo se acogió a sagrado, el prior convocó en la sala capitular a William Exmewe y al monje de más edad.

– Sobre nosotros cae una tormenta de problemas -dijo Exmewe al prior mientras entraba en la sala-. ¿Cómo es posible que el muchacho se mezclara con herejes abominables?

– Sin duda necesita caminar por el bosque lo que no puede caminar por la ciudad.

– Padre, ¿a qué se refiere?

– En él había cierta rusticidad… Nació para sufrir.

Como si existiese el peligro de que alguien lo escuchase, el anciano monje murmuró:

– Pues ahora se ha convertido en una cabeza de lobo que todos quieren cortar.

– ¿Sabéis qué dijo cuando me preguntó si podía acogerse a sagrado? -El prior se mordió los carrillos.

– ¿Qué dijo? -se apresuró a preguntar Exmewe. Notó que el sudor se acumulaba en el interior de su cuerpo.

– Dijo: «Dios ha ordenado que debo sufrir. Por lo tanto, ésta es mi casa». -El prior se santiguó-. Pobrecillo. Prestad atención. ¿Alcanzáis a oírlos? -Abrió una portezuela del fondo de la sala capitular; afuera, en el camposanto, resonaba el tumulto de cantos y gritos-. Algún aspecto perverso de Saturno ha provocado esta situación. -El prior creía en la influencia de los astros y los planetas-. Tengo oscuras intuiciones. ¿Es posible que en la abadía haya otros conspiradores?

– Claro que no. -Una vez más, Exmewe se apresuró a tomar la palabra-. Huelo a los lolardos a lo lejos. Aquí no hay más. Hamo estaba solo en lo que hizo.

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