– Una gran cosa brillante. Sí, la recuerdo perfectamente. Se dejó ver cada vez menos hasta volverse tan pequeña como una ramita de avellano.
– ¡Pues ese astro está en la vidriera!
Y allí estaba, brillando en la vidriera en la que Ricardo II permanecía arrodillado ante la figura de Juan Bautista. A su alrededor, se enroscaban las ramas del árbol de Jesé; del tronco central, saliendo del cuerpo del durmiente Jesé, se situaban en orden ascendente David y Salomón, la Virgen y Jesucristo crucificado y, por encima de todo, Cristo en toda su gloria. Durante la misa de dedicación de la vidriera, dos hermanos pequeños unidos por el hueso de la cadera entonaron tiernamente Mater salutaris.
Coke Bateman estaba muy interesado en la figura del monarca; iba vestido de rojo y blanco, y sobre la cabeza llevaba una gran corona de oro. En cierta ocasión, el molinero había visto de cerca al rey, cuando Ricardo había comido en Clerkenwell con el abad de los monjes hospitalarios de San Juan. El soberano se había trasladado bajo un gran palio dorado a fin de celebrar la reconstrucción de la sala mayor del priorato, incendiada por Wat Tyler y su ejército de desharrapados. Ya entonces el molinero había notado que el rey se comportaba como si estuviera en las páginas de un salterio. Vestía la túnica conocida como houpelande, que le llegaba a las rodillas; era de color escarlata y estaba salpicada de flores de lis realizadas con perlas. El gorro de armiño del soberano tenía letras bordadas en oro y calzaba zapatos puntiagudos de piel blanca, atados con cadenas de plata a los calcetines que le llegaban a las rodillas. Se mantuvo impasible incluso mientras lo saludaban y le daban el beso de fraternidad. Su mutismo pareció provocar el silencio de los demás, por lo que la ceremonia prosiguió en medio de un murmullo expectante. Daba la impresión de que el tiempo se había detenido. A Coke Bateman, Ricardo no le pareció joven ni viejo, sino alguien que tenía la edad del mundo. En la vidriera estaba igual; dentro de cinco siglos, en un tiempo que superaba la imaginación de cuantos vivían entonces, el monarca seguiría arrodillado en medio del silencio y el recogimiento.
Al molinero le costaba imaginar los problemas que el monarca tenía en esos momentos. Le parecía imposible que esa imagen de orden sagrado quedara sometido a la aflicción y al cambio mundanos. Al igual que todos, el molinero conocía las noticias sobre la situación apurada de Ricardo. Hacía cinco días, el monarca se había entregado a la custodia de Enrique Bolingbroke. Las palabras que éste le había dirigido se propagaron por las calles y las tabernas de la ciudad: «Milord, he venido antes de lo que esperabais y os explicaré a qué se debe. Se dice que habéis gobernado a vuestros súbditos con demasiada severidad y que están descontentos. Si Dios lo permite os ayudaré a gobernarlos mejor». La respuesta del monarca también estaba en boca de todos: «Querido primo, si a ti te agrada, a nos también». Algunos informes incorporaban otro comentario, según el cual Ricardo se había vuelto hacia el conde de Gloucester a quien hizo el siguiente comentario: «Ahora veo próximo el fin de mis días».
El rey no era demasiado popular en Londres. Cuando su efigie desfiló en el escenario durante la celebración de la víspera de San Juan, la gente lo abucheó. Dos años antes, había exigido de por vida los impuestos de la lana y del cuero, y en los últimos meses había encarcelado al administrador de un condado por no cumplir con los deberes de su cargo. También se rumoreaba que se proponía gravar con nuevos impuestos a los mercaderes, a fin de financiar las campañas de Irlanda y Escocia. Se encontraba en Irlanda cuando la última rebelión de Enrique tomó forma en el norte de Inglaterra. El rey se había vuelto cada vez más autócrata. Entre los ciudadanos, se había difundido el rumor según el cual había construido un trono en Westminster Hall, «en el que permanecía sentado desde después de comer hasta las vísperas, sin hablar con nadie, aunque supervisando a todos; si miraba a alguien, daba igual su estado o su condición, ese hombre debía arrodillarse».
En numerosas ocasiones, Coke Bateman había defendido al rey. Era propenso por naturaleza al respeto y al asombro ante la contemplación de la realeza. Sentía el mismo respeto cuando observaba el firmamento y las esferas que giraban. Se arrodilló ante la vidriera con el árbol de Jesé y se puso a rezar. Beata viscera Mariae Virginis. Bendito es el vientre de la Virgen María. Quae portaverunt aelerni Patris Filium. Lo perturbaron pensamientos inconexos. «Que dio a luz al Hijo del Padre eterno.» Era imposible que el vientre de la Virgen hubiese albergado al mismísimo Dios. ¿Podía contenerse la divinidad? ¿Se podía esconder en la carne humana?
Joan, la hija del molinero, había tenido un niño ilegítimo hacía poco; Coke Bateman había pedido a sor Clarice que aconsejara a Joan el camino que debía seguir. Para consternación de la señora Agnes de Mordaunt, la joven monja se había convertido en la fuente de autoridad más importante del convento, y Clarice recibía incluso la visita de delegaciones de ciudadanos que le pedían consejo sobre cuestiones cívicas. La priora había enviado a Robert Braybroke, obispo de Londres, una petición en la que le suplicaba…, mejor dicho, en la que le exigía que la hermana Clarice fuese enviada a otra casa religiosa en la que hubiera «plus petites dissensions»; de todos modos, el obispo aún no había terminado de analizar la cuestión, aunque parecía claramente decantado a favor de la joven monja. Por otro lado, a fin de enseñarle humildad, la señora Agnes había insistido en que Clarice siguiera realizando algunas tareas serviles. Lavaba los suelos del refectorio y el dormitorio con el lampazo y un cubo de madera; al terminar las comidas, fregaba los cuencos y las cucharas de madera y los ponía a secar al sol. El molinero la había encontrado en la cocina del convento, pelando guisantes ante una mesa de caballetes; vestía un hábito blanco de lana, grueso y suave, así como toca y velo de hilo, del mismo color.
– Que Dios la ayude -dijo el molinero.
– Coke Bateman, ¿no es así como nos dirigimos a los mendigos cuando no estamos dispuestos a darles limosna?
– Está bien, sor Clarice. Le deseo gran abundancia de consuelo espiritual y gozo en Dios. ¿Así le gusta más?
– Es suficiente. Siéntese a mi lado y déme charla. Hace mucho que no lo veo. -Durante un rato hablaron sobre las minucias del molino y el convento. Luego Clarice le golpeó la mano con una vaina de guisante-. Ha venido a hablar conmigo sobre lo que le ha ocurrido a su hija. ¿Estoy errada? -El molinero no se sorprendió ante ese comentario, pues sospechaba que las monjas habían comentado el evidente estado de su hija. Sin esperar respuesta, Clarice retomó la palabra-: He considerado el asunto y he pensado lo siguiente. Cuando la Virgen se encontraba en estado de buena esperanza, ¿alguien sabía quién era el padre o lo dedujo?
– Hermana, todos debían de saber que se trataba de José.
– Sin embargo, en el auto sacramental de Clerkenwell, José lo niega. -El molinero no entendió por dónde iban las suposiciones de Clarice-. Si María hubiese asegurado que Dios había entrado en ella, ¿quién le habría creído? Por eso todos se burlaron. Por si no lo sabía, Dios ama la confusión. Y nosotras, pobres mujeres, somos frágiles.
– ¿Qué intenta decirme?
– Acérquese y se lo contaré al oído. He visto las cuestiones de María. Las Genna Marias me han sido reveladas con letras doradas mientras dormía. La llevaron al templo en tanto sacerdotisa sagrada y allí copuló con el sumo sacerdote Abiatar. ¿Conoce la palabra latina meretrix? -El molinero averiguó después que ese vocablo quiere decir prostituta o cortesana. De todos modos, ya había oído y comprendido lo suficiente como para quedar profundamente afectado por las palabras de la hermana Clarice; en su opinión, se trataba de un vendaval de impureza-. Tráigame a Joan -propuso la monja-. Se convertirá en mi amada hermana en Jesucristo. Llenaré su alma de dulzura.
Читать дальше