Sin tenerlas todas consigo, Vavasour se movió en el asiento.
– En la nave de san Pablo hay una lápida colocada sobre una tumba. Lleva grabada la siguiente inscripción: «Ahora sé más que los más sabios de vosotros». ¿No le parece justo?
– De eso puede estar seguro. -El monje seguía concentrado en el libro-. Esta es la argumentación del padre erudito: no es necesario que las cosas ocurran porque han sido ordenadas sino, más bien, que las cosas ocurren porque han sido ordenadas. Se trata de una sutileza digna de un gran clérigo, ¿no le parece? -Acostumbrado a los sofismas legales de Westminster, el leguleyo dio su aprobación profesional a esa afirmación. Si el mundo se compone de palabras, cuanto más eruditas, mejor-. Jerónimo hace otra exposición. Si un hombre se sentara ante esa mesa de caballetes, ¿sería usted de la opinión de que se ha sentado?
– Desde luego.
– En este caso surgen dos clases o formas de necesidad. Por un lado, para el hombre existe la necesidad de sentarse. Por el otro, para usted se plantea la necesidad de la visión veraz.
– No, Jolland, no. Ignotum per ignocius. No se puede explicar lo desconocido con algo también desconocido. ¿Qué significa esa necesidad de sentarse? ¿Cómo hemos de vislumbrar las cosas divinas mediante una mesa de caballetes? Su Dios no puede ser conocido.
– ¿Mi Dios?
– El Dios que moldea el destino de todos nosotros. Es invisible.
– La monja cuenta otra historia. Habla con El.
– Vaya con la monja. La bruja. Es la prostituta del pueblo. -Una vez más el monje reconoció el alcance de la pasión frustrada de Vavasour. La ira aún bullía en su interior-. Se atavía con la falsa fe y engaña a los tontos, a los que conduce al abismo.
– Sin embargo, el buen doctor Thomas nos dice que el alma posee su propia capacidad de captar la verdad y que, con voluntad y comprensión, podría dirigirse hacia Dios. ¿No es posible que sea el caso de la monja?
– Jolland, el buen doctor está equivocado. Dios trasciende nuestra voluntad. Está más allá de la razón propiamente dicha. La razón corresponde a cuestiones que pertenecen a este mundo más que a las cosas de Dios. Pondré un ejemplo. El suicidio está bien si lo ordena Dios.
– Nada de eso. ¿Cómo se puede ser condenado por toda la eternidad por el mismísimo Dios?
– ¿Quién puede impedirlo? ¿Puede evitar que un cerdo ataque a una niña? -Vavasour se incorporó rápidamente y se acercó al mirador que daba al molino y al horno de la abadía-. Mi señor monje, ¿por qué sufre permaneciendo tanto rato sentado? Parece un triste ratón escondido en un agujero.
El monje no se ofendió; a fin de cuentas, había aprendido a ser humilde.
– Sir Miles, entre mis pergaminos hallo la paz. Usted está en el mundo de los hombres y sus asuntos, y en su fantástica celda es incapaz de imaginar otra vida. Aquí, en mi pecho, hay un libro que me habla de ángeles y de patriarcas que caminan por la faz de la tierra. Vaya, si usted y yo…
Abajo, en el patio, se desató una sonora discusión, y Jolland se reunió con Vavasour en el mirador. Cuatro o cinco mendigos habían franqueado el portal, se apiñaban junto al horno y pedían pan.
– Son tan pobres que se llevarán cualquier cosa a la boca -comentó Jolland-. Habitualmente la carne que comen es de saltamontes. -Los monjes del horno les tiraron pan seco y harina para gachas al tiempo que suplicaban que los dejasen en paz-. Ya han tenido bastante purgatorio en esta tierra. Irán al cielo.
– Monje, son tan pobres que apenas les importa qué será de ellos. El cielo o el infierno no les interesan. Todo es igual si el lugar de reposo no es más que una cuadra maloliente de la carretera.
– «¡Adelante, peregrino, adelante! ¡Adelante, bestia, sal de la cuadra!» -Por su expresión, quedó claro que el abogado no había reconocido el texto citado por el monje-. Sir Miles, permanezco solitario en mis pensamientos. Aludió a un ratón en un agujero, pero soy más parecido a un sabueso. Cuando roe un hueso, el perro no tiene compañero. Estos libros viejos son mis huesos. -En el patio reinaba ahora el silencio, interrumpido únicamente por el repiqueteo del molino a causa de la corriente del arroyo que discurría hacia el Támesis-. Hablábamos de la eternidad. ¿Alguna vez llegó a sus oídos un comentario sobre los bailarines de Saint Lawrence Pountney?
– Recuerdo vagamente…
– Ahora el camposanto está cercado. En esa parte de Candlewick en la que se alzan las casas, antaño hubo un amplio espacio de feria. Hace más o menos dos siglos, la víspera de san Juan algunos jóvenes de esa parroquia montaron una juerga en el cementerio. En aquellos tiempos, lo mismo que en los nuestros, estaba prohibido bailar y saltar en los terrenos de la iglesia, pero se dedicaron a llevarse mutuamente a cuestas, a tirar de la cuerda y a otros entretenimientos semejantes. Un sacerdote salió y les ordenó que pusiesen fin a su impía reunión. «¡Un poco de paz! ¡Tengamos paz!», pidió. Los jóvenes estaban calientes como una tostada y el cura decidió enfriarlos. Les recordó que con sus gritos y sus estandartes habían hollado el camposanto. «Contened las lenguas y que vuestros vecinos bajo tierra sigan descansando.» Esos histriones, esos potros alegres, se cogieron de la mano y bailaron en torno al cura. Se burlaron de él como los judíos hicieron con Jesucristo. El pobre sacerdote sacó un crucifijo de su pecho, lo esgrimió ante ellos y los maldijo solemnemente para que bailasen todo el verano… y todo el invierno, atados de manos hasta el final.
– Fue una extraña maldición.
– Pero resultó efficiens. Los jóvenes no pudieron dejar de bailar. Les resultó imposible comer y beber, aunque saltaban y daban patadas. Pidieron reposo a gritos, pero sus piernas y sus pies se movieron cada vez más rápido. Así transcurrieron las noches y los días. Aunque gimieron como el viento, en modo alguno lograron resolverlo. El padre de una bailarina intentó apartarla del corro y el brazo del pobre hombre acabó separado de su cuerpo. Transcurrió el año, y la maldición del sacerdote persistió. Los bailarines continuaron con su movimiento perpetuo. Gradualmente se hundieron en el suelo hasta la cintura. El barro se adhirió a sus cuerpos. La tierra del camposanto no tardó en cubrir sus cabezas y la gente aún los oía bailar. Hay quienes dicen que los muertos se sumaron a la jarana.
– Es ciertamente terrible.
– Otros afirman que aún siguen bailando. -El monje calló a fin de volver la página de De situ et nominibus y examinó la iluminación de una antigua ciudad amurallada. Se fijó, concretamente, en la procesión de ciudadanos que salía por una de las puertas y que sostenía en alto cítaras y címbalos, como si se dirigiera a un santuario-. Sir Miles, es lo que oigo dondequiera que voy: la danza bajo tierra.
– ¿Se considera cierta o se refiere habitualmente como fábula?
– ¿Quién lo sabe? -El monje volvió a pasar página y vio el dibujo de un cuento de animales. Reynard, el zorro, había sido atado por Couard, la liebre, y era arrastrado hacia el juicio ante Ysangrin, el lobo, por Chanticleer, el gallo, y Pinte, la gallina. El lobo sostenía un objeto esférico, semejante a un astrolabio, en el que el dibujo en espiral parecía trazar círculos infinitos-. Si el pasado es memoria, tiene algo de sueño. Y si es un sueño se trata de una ilusión.
Poco después, Miles Vavasour abandonó la abadía de Bermondsey y se dirigió a caballo hacia el noroeste, rumbo al puente de Londres. Al cruzarlo, el gentío lo empujó y su olor pareció perdurar sobre el río; su montura tuvo dificultades para avanzar entre los carros y las carretas, pero quedó libre al llegar al otro lado de la carretera. Casi por instinto, Vavasour galopó por la orilla hasta Old Swan Stairs y siguió hacia el norte por Old Swan Lane, rumbo a la iglesia de Saint Lawrence Pountney. Apenas recordaba la leyenda de los bailarines condenados; en su caso se trataba de una de esas historias nebulosas que se relacionan con la niñez, como los cuentos que comienzan por: «Érase una vez un hombre que…». Llegó a la esquina de Candlewick Street, que Jolland había definido como parte del antiguo camposanto. En el lugar se alzaba ahora una hilera de casas, la cuadra del dueño de caballos de alquiler, una talabartería y la taberna Dog on the Trot. Oyó música en el aire y a alguien que cantaba: «Este mundo no es más que una peonza». Le llegaron los ruidos de la taberna. Se acercó, se agachó a lomos del caballo para mirar por el ventanuco de parteluces y vislumbró un corro de jaraneros que se cogían de las manos y bailaban en círculo.
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