Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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– Esa verruga está lo bastante madura como para extirparla. -Gunter tenía la mirada fija en el cuello de Nicholay.

– ¿Ahora, maese Gunter? -Repentinamente Nicholay se mostró preocupado.

– No, ahora no. No estamos en el mes del cuello. Tauro es el signo del cuello y la garganta. Nicholay, el cirujano no corta un miembro del cuerpo a menos que la luna esté en el signo que corresponde. Tomemos tu cabeza. -Nicholay no supo cómo interpretar esa petición-. Aries, que es un signo ardiente y moderadamente seco, rige la cabeza y su contenido.

– Si lo hay -comentó Lambert, impaciente por irse.

– Cuando la luna esté en Aries me encontraré en condiciones de operarte la cabeza y la cara o de abrirte una de las venas de la cabeza. Por si no lo sabes, el médico también debe ser astrónomo. Piensa en los mismos términos en tu picha y en tus testículos. -Nicholay lo observaba con gran seriedad-. Reposan en Escorpio.

– Se equivoca, maese médico. Siempre reposan en su esposa. Nicholay, tenemos que irnos. -Lambert carraspeó y echó un vistazo al cadáver-. Antes de partir, queremos nuestro dinero.

Gunter subió la escalera hasta la vivienda y regresó con cinco chelines envueltos en un trozo de tela.

– ¿Puedo pediros que lo bajéis?

Los carceleros recibieron instrucciones y descendieron por la escalera de piedra de la cripta; en el espacio abovedado colgaban cuchillos, sierras y varios instrumentos de pequeño tamaño. Depositaron el saco sobre una plancha de piedra jaspeada que se apoyaba en dos gruesas columnas de caliza.

En cuanto los hombres se retiraron, Gunter cortó el saco con la ayuda de unas tijeras de gran tamaño y estudió el cuerpo. Como aún olía a cárcel, lo limpió con un paño de hilo remojado en trementina. Era un cuerpo menudo y delgado; Gunter comentó de viva voz que parecía consumido por los rezos y los suspiros. Quería realizar dos rituales más antes de emprender su oficio secreto. Cogió una vela encendida del candelabro de la pared y examinó con suma atención los ojos del cadáver; la imagen del asesino no era visible, aunque en ese mismo instante el sacristán de la parroquia de Saint Benet Fink tuvo la extraña sensación de que lo vigilaban. A continuación, el galeno untó con aceite la uña del pulgar del fallecido y la estudió en busca de imágenes inmediatamente anteriores a la muerte. Una vez más, comprobó que no había nada visible.

Suspiró, cogió uno de los cuchillos, un instrumento recién afilado al que los médicos llaman «sígueme», y abrió el pecho del cadáver. A continuación, separó las costillas. Una de las pasiones de Gunter consistía en rastrear los caminos de los espíritus corporales. Sabía que el espíritu natural residía en el hígado, el vital en el corazón y el animal en el cerebro, pero deseaba contar con pruebas materiales de su funcionamiento. Ante todo, se concentró en el hígado. «Pequeño lolardo, los hígados de las ballenas y los delfines huelen como las violetas. ¿A qué olerá el tuyo?»

* * *

El domingo siguiente, al alba, Gunter se dirigió a caballo hacia el campo. Tras seis días de trabajo y estudio, necesitaba reanimarse y divertirse. De camino a Aldgate, donde antaño había vivido el poeta Geoffrey Chaucer, pasó por el cruce de Gracechurch Street y Fenchurch Street y luego galopó por la puerta abierta rumbo a los campos del este, más allá de Minories. Llegar hasta allí era una heroicidad porque, pasado Aldgate, la carretera estaba marcada y agujereada por las pisadas de los caballos, los carros y las carretas que la recorrían en interminable procesión. A ambos lados, se alzaban casas de madera que ofrecían alojamiento barato para los viajeros, así como posadas destartaladas y sucias casas de comidas; existían infinidad de letreros de manos, platos y frascos que despertaban el interés del ingente ejército de caminantes. Los campos más próximos a la ciudad también se habían convertido en vertederos de toda clase de desperdicios, incluidos pilas de piedra y montones de cenizas, fosos profundos y zonas pantanosas. Más allá, se extendían los campos abiertos. Cabalgó unos cuantos estadios hasta que lo único que avistó fueron las chozas de madera que utilizaban los que por la noche vigilaban los campos para evitar la presencia de ladrones y rateros. Allí el aire era más límpido. En las visiones del amor había leído cuanto había que saber sobre los jardines, pero nada lo deleitaba tanto como la contemplación del campo abierto. Estaba tranquilo y el único sonido era el de su caballo al trotar por la carretera.

Gunter oyó que alguien gemía. Había un poni atado a un poste de la vera del camino, y el médico tiró de las riendas de su montura. A su lado se extendía un campo rodeado de árboles y distinguió una figura que atravesaba un manchón de hierba; Gunter desmontó, se acercó a las lindes del campo y se situó detrás de un árbol para que no lo viesen. En el campo había un joven que, tapándose la cara con las manos, caminaba de un lado a otro. Cuando dejó caer los brazos a los lados del cuerpo, el médico se percató de que el muchacho lloraba.

El galeno tenía éxito en su oficio por su sensibilidad y capacidad de comprensión; le bastaban un gesto o una expresión para caer en la cuenta de la naturaleza de la enfermedad que le pedían que tratase. En ese momento, en las lindes del campo lo consumió una tristeza tan profunda que pareció anular cualquier otra emoción y percepción. ¿Qué significaba vivir sin amigos y solo en este mundo? ¿Qué significaba vivir sin alguien que se doliera de tu dolor? Estudió al muchacho unos instantes, pero su sufrimiento se tornó insoportable. Ya no deseaba cabalgar, no había nada más que ver. Montó a caballo y se volvió en dirección a la ciudad. Al aproximarse a la muralla canturreó: «Acércame, acércame, acércame al alegre malabarista».

* * *

El joven al que Thomas Gunter había visto y compadecido era Hamo Fulberd. Había escogido ese campo como el lugar más adecuado para su persona. Se lo conocía como Haukyn's Field; un arroyo serpenteaba por el lado sur, y al norte se alzaba la arboleda. Cuando más adelante le pidieron que lo describiese, Hamo se limitó a decir que «no es más que un simple campo pelado». Había acudido a ese sitio antes de los acontecimientos de la primavera, y fue en ese momento cuando desobedeció por primera vez la orden de Exmewe y abandonó el recinto de San Bartolomé. El campo lo había llamado, como si quisiera compartir su desdicha. Había cogido el poni y cabalgado por la noche. Había ido allí porque ya no soportaba el mundo conocido; tenía la sensación de que lo cercaba o de que, peor aún, se le metía en el alma. ¿Y si ese mundo es todo lo que hay, hubo y habrá? ¿Y si desde el principio hasta el fin de eso que los hombres llaman tiempo las mismas personas se funden constantemente entre sí?

Desde que Exmewe le había comunicado que había matado al sacamuelas, Hamo se había considerado perdido. No había tenido más noticias del hombre, y había dado por hecho que la persecución del asesino se había suspendido. Por algún motivo, eso mismo lo llevaba a temer el juicio más si cabe. Contempló el firmamento, las estrellas del círculo que recibe el nombre de galaxia o Watling Street, pero no halló consuelo. Había preguntado al padre Matthew, el jefe del escritorio, si el perdón existía para todos. El fraile había respondido que «nadie sabe si es digno del amor de Dios». La respuesta no lo consoló, como tampoco lo reconfortó la convicción de Exmewe acerca de que era uno de los predestinados y, por consiguiente, de los benditos. Nada estaba bien o mal. Todos estamos sumidos en las tinieblas.

Por delante sólo percibió oscuridad, como si estuviese atrapado en un espacio abovedado de fría piedra. Tenía la imagen de Dios, riendo, mientras repartía condenaciones y destinos. ¿O acaso existía una pena abrumadora, siempre a la espera de apoderarse de un pobre espíritu como el suyo? ¿Siempre existirían personas tan desconsoladas como él? ¿Acaso ese dolor se apoderaba de un lugar? ¿Por eso se sentía atraído por Haukyn's Field? Las fuerzas del mundo que, según los sabios, era redondo, ¿operaban juntas? Analizó esas cuestiones en su lugar de adopción, en ese campo pequeño. Clavó la mirada en el suelo porque no quería distanciarse de sus pensamientos cada vez más intensos. Había inclinado la cabeza, como si dichos pensamientos resultasen demasiado pesados. En ocasiones, mascullaba para sus adentros; estaba convencido de que sus palabras no eran lo bastante valiosas como para ser pronunciadas en voz alta [15].

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