Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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– Ya he dicho que era joven. Tu madre y yo…, bueno, fue un error. Fue un accidente.

Oswald Koo había copulado con Alison junto al río Fleet. Aún evocaba horrorizado el instante en que el delgado condón de cuero o cubrepene se había partido, lo que permitió que su simiente se derramara en el interior de la joven monja.

– ¿Yo fui el fruto de su vientre? -Clarice mantuvo la calma.

– Yo fui tu semilla.

– Pero no me reclamó ni me reconoció.

– No podía. Al fin y al cabo, sólo era un siervo más.

– En ese caso, no me quería. -Seguía sin manifestar el más mínimo sentimiento.

– Clarice, ¿has dicho querer? No te conocía. De todos modos, te vi crecer entre las paredes del convento. A menudo las monjas fueron severas contigo.

– Lo sé. Me convertí en la representación de lo pecaminoso.

– Sufrí contigo cuando te golpearon con cirios. Y me sentí exaltado cuando, en vísperas, te oí cantar O altitudo. Entonces me sentí orgulloso de ti. Nadie sabe que soy tu padre. Achacaron tu nacimiento a un monje hospitalario.

Por eso jamás dejé de alabarte ante la señora Agnes. Cada noche rezo a Dios y a todos los santos por tu alma.

– Puede quedarse esas oraciones. No las necesito. -Clarice suspiró y depositó en el suelo los sacos de trigo. Se limitó a preguntar-: ¿Los llevará a la cocina?

La monja cruzó el campo hasta desaparecer de la vista. Se tumbó en la hierba y dio puñetazos en la tierra. No dejó de susurrar:

– Querida madre, déjame entrar. Déjame entrar.

Al día siguiente, tuvo la primera visión.

* * *

Al ver a la serpiente con rostro infantil, Oswald Koo temió que fuese la personificación del mal que había cometido. Decidió seguir rápidamente su camino, a pesar de que estaba convencido de que carecía de verdadera forma externa.

El administrador pasó junto al vivero de peces, en el que vio reflejada su imagen culpable correteando por la superficie, y avanzó hasta la bolera vacía. El ruido del público, aposentado unas cuantas yardas al norte, iba en aumento. Dobló la esquina… y se detuvo en seco. Sor Clarice y el monje Brank Mongorray hablaban diligentemente. El monje retrocedió con la intención de sermonearla, y la hermana alzó las manos como si rezara. El administrador sólo oyó las palabras «Irlanda» y «botín», pero no entendió el sentido. No había vuelto a hablar con su hija desde su confesión junto al molino, y Clarice había desviado la mirada cada vez que se habían cruzado. En ocasiones, tenía la sensación de que las voces y las profecías de la monja eran un modo de no dirigirle la palabra. Clarice lo miró y la oyó decir, como en medio de un sueño: Noli ni tangere. El administrador se apartó y desanduvo lo recorrido hasta Turmill Street.

Al llegar al terreno comunal, dos hijos de Noé, Cam y Sem, sostenían imágenes pintadas de los animales que, según se suponía, introducían en el arca. Vio dos unicornios, dos monos, dos lobos y otros seres que, al parecer, carecían de nombre. A continuación, Noé y Jafet entraron con parejas de animales de verdad: dos vacas, dos ovejas, dos bueyes, dos burros y dos caballos que atravesaron una abertura de la parte delantera del arca de madera. El administrador los observó con atención, quería confirmar si el ganado pertenecía al convento. Varios carpinteros mecieron el arca mientras, por detrás, elevaban y sacudían telas pintadas que representaban grandes mares y oleajes. Por último, levantaron una gran cinta a la que habían pegado plumas pintadas, con la que simbolizaron el arco iris, y una vez más Dios volvió a caminar con los zancos.

Oswald Koo estaba a punto de hablar, cuando un movimiento brusco entre los congregados fue seguido por una batahola de silbidos y burlas. Algunos asistentes echaron a correr al tiempo que gritaban «¡ídolos!» e «¡Imágenes del demonio!». Un miembro del público corrió hacia Dios y, para horror del gentío, lo derribó de los zancos. Otro arrebató la máscara dorada de la cara de Dios y la pisoteó al tiempo que gritaba: «¡Cara falsa de hijo de perra!» El administrador tuvo la sensación de que, en ese preciso momento, la muchedumbre se convertía en un ser vivo con un único propósito. Se arrojó contra los atacantes del auto sacramental. Se oyeron gritos de «¡Lolardo!» y «¡Anticristo!» a medida que se lanzaban contra los agresores y les propinaban una buena paliza. Un hombre recibió un martillazo entre los hombros y, a continuación, le golpearon la cara con la empuñadura de la espada; otro fue acuchillado con un puñal largo llamado «misericordia» y murió en el acto.

La revuelta acabó tan rápido como había empezado, y sólo dos lolardos seguían vivos; tenían los huesos rotos y los cuerpos ensangrentados, pero todavía respiraban. Fueron prestamente enviados a la cárcel, donde no tardaron en fallecer a causa de las heridas. En ese año terrible, fue la única ocasión en la que se vio a los lolardos.

Capítulo X

El cuento del doctor en medicina

La priora había sido presa de la fiebre, la calentura, el reuma o vete tú a saber qué. Según le explicó a cuantos la rodeaban, estaba muy enferma. Se sentía apesadumbrada y pesada. Envió pis en una redoma al médico del convento para que, según sus propias palabras, «la iluminara con su comprensión» y averiguase si debía «remediarlo o frustrarlo». Con el mismo ganapán que había transportado la orina, el médico le mandó recado de que sólo prosperaría en este mundo en el caso de que comiese camarones. Los camarones permiten la recuperación de las personas enfermas y consumidas porque son los seres más ágiles, ingeniosos y saltarines que quepa imaginar; también poseen los mejores jugos para las curaciones, aunque la priora debía cerciorarse de que los pelaba para dar rienda suelta a su flatulencia, de la que surgen la concupiscencia y el placer sexual. Agnes de Mordaunt se tomó como una afrenta personal la alusión al placer sexual.

Siguió las recomendaciones del capellán de monjas, y consultó a Thomas Gunter, el famoso médico que tenía consulta en Bucklersbury. Le envió una carta con sus síntomas, que incluían pesadez de estómago y nebulosidad de la vista. El galeno respondió con caligrafía muy rebuscada: «¿Tiene caléndulas? Querida hermana en Dios, basta con mirar las caléndulas para reforzar la vista. De todos modos, hay que recogerlas cuando la luna está en el signo de la Virgen». También añadió que «el jugo de la caléndula es muy adecuado para la inflamación de los senos», pero la priora dejó correr ese comentario. El médico estaba muy desconcertado por la pesadez de estómago y aconsejaba que mezclase grasa de berraco, de rata, de caballo y de tejón, escabechara la mezcla en vinagre, añadiese salvia y se la extendiera sobre el vientre. «Señora, en este momento no puedo escribir nada más, aunque espero que el Espíritu Santo la tenga bajo su custodia. Escrito en Londres el lunes posterior a Corpus Christi.» En la postdata, acotaba que contaba con un bote del mentado ungüento para el estómago en el caso de que las queridas hermanas no pudiesen conseguir las grasas necesarias.

Por la noche, el viento cambió de dirección. Procedía del norte y se consideraba que purgaba los vapores malignos. Era lo que la señora Agnes había leído en el Cantica canticorum: «Arrecia, viento del norte, y perfecciona mi jardín». El nuevo aire no la refrescó. Envió un mensaje a maese Gunter y le preguntó si sería tan cortés y amable como para visitar el convento, «adonde encontrará un cuerpo sufriente». El médico llegó a caballo tres horas después.

Thomas Gunter era un hombre menudo que parecía físicamente abrumado por la capa y la capucha, forradas en piel, que caracterizaban su profesión. Se movía deprisa (posteriormente la señora Agnes diría que parecía andar sobre ruedas), y su aguda mirada no tardó en captar los detalles de los ademanes y aspecto de la superiora. La priora estaba sentada en una silla de respaldo alto cuando Idónea acompañó al médico a su cámara. Gunter le besó el anillo y miró la bandeja que tenía al lado.

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