Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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– Habrá más incendios y destrucción -afirmó-. Enrique regresará a Inglaterra y convocará una gran hueste. Si derrota a Ricardo, habrá que considerarlo el salvador de la Iglesia. La primera ley del respeto es la necesidad. Luego le sigue el miedo. Mientras tanto, debemos permanecer inmóviles como las piedras. Nadie debe enterarse de nuestras ideas. No se trata de lo que hagamos, sino de lo que no hacemos.

Al abandonar la estancia, algunos se inclinaron para besar el anillo de sir Geoffrey; lo llevaba en el tercer dedo de la mano izquierda, cuyo nervio comunicaba directamente con su corazón palpitante.

Cuando todos se perdieron en la noche, el caballero subió la escalera de la torre hasta el salón de documentos de la segunda planta. Contenía un cubículo en el que una persona estaba arrodillada y murmuraba las sacras palabras del Evangelio Oculto.

– Verias. Gadatryme. Trumpass. Dadyltrymsart -musitaba sor Clarice. Se volvió hacia sir Geoffrey-. Buen caballero, todo saldrá bien. Todo, absolutamente todo saldrá bien.

Capítulo IX

El cuento del administrador

La priora, Agnes de Mordaunt, se detuvo ante la puerta principal del convento y suspiró. Se volvió hacia el administrador, Oswald Koo, con expresión de furia apenas suavizada por el hoyuelo de la barbilla.

– ¡Bajo ningún concepto les permita usar nuestros graneros! ¡Mírelos! ¡Son prestidigitadores ruines y desagradables que no dudan en aplicar complicados mecanismos! Ya han orinado en la paja que pensábamos extender por la iglesia.

Agnes de Mordaunt miraba a los trabajadores que todavía construían el arca de Noé en el terreno comunal. Era la segunda jornada de los misterios que cada año se celebraban en Clerkenwell, durante la semana del Corpus Christi, bajo la guía y la supervisión de la hermandad de sacristanes. Cerca del arca habían construido una tarima elevada y la tela pintada que colgaba encima simbolizaba la fachada de la casa de Noé. La representaban como si se tratara de la casa de un mercader en Cheapside, salvo por el columpio que habían colocado delante del telón.

Tras el escenario, se desarrollaba una gran actividad a medida que los actores se disponían a representar sus papeles. La mañana anterior, Noé y su esposa habían hecho de Adán y Eva y cambiado sus disfraces de cuero blanco por prendas más corrientes, como túnicas y vestidos.

– Vamos, Dick. ¡Vamos! -El sacristán de Saint Michael en Aldgate interpretaba a la esposa de Noé; rió cuando el encargado de los trajes le anudó a la espalda un par de pechos postizos-. Aprietan tanto que no puedo respirar.

– Pese a ser una mujercita, provocas una gran conmoción. Ponte la peluca con tus propias manos.

Aunque la peluca de esposa de Noé parecía un enorme lampazo amarillo, el sacristán de Saint Michael la levantó respetuosamente por encima de su cabeza.

En el carro de los disfraces, había máscaras con estrellas y lentejuelas pegadas, cintas, sombreros, chaquetas, serpentinas y varias barbas postizas y espadas de madera. El sacristán de Saint Olave, que interpretaba a Noé, estaba apoyado en el vehículo y bebía cerveza de una botella de cuero.

– Si me eructas en la cara conocerás mi puño -advirtió la esposa de Noé.

– Es imprescindible, buena esposa. Si tengo el estómago vacío, me fallan las fuerzas.

Pintaban los rostros de Cam y Jafet con grasa y azafrán, al tiempo que Dios practicaba caminando con zancos por la orilla que bajaba hasta el Fleet. Junto al terreno comunal, se había reunido bastante gente. Algunos de los asistentes intercambiaron bromas con los carpinteros, que treparon por el arca y que en ese mismo momento izaron el palo.

Uno de los actores gritó una lindeza y la priora se tapó las orejas con las manos.

– Ay, esta vida pecaminosa… Aufer a nobis iniquitates nostras. -El administrador se persignó y preguntó si podía volver al cobertizo para carros-. Sí, abandonemos este valle de vanidad.

Sin embargo, la señora Agnes se quedó y fue testigo de cómo el público se congregaba; visitantes distinguidos ocuparon los bancos de madera, entre ellos el caballero Geoffrey de Calis y uno de los segundos alguaciles, mientras el gentío se aposentaba en el terreno comunal. A las nueve de la última mañana de mayo, la priora musitó en voz muy baja:

– ¿Qué es eso que se acerca?

Un hombre con ceñido traje rojo y gorra puntiaguda del mismo color se había detenido junto al pozo; su caballo también estaba engualdrapado de rojo y habían cosido cascabeles a la silla de montar.

– ¡So! ¡So! -gritó y aguardó a que las voces del público se acallaran. Se trataba del sacristán de Saint Benet Fink, más conocido por los londinenses como el maestro de celebraciones que desde hacía muchos años organizaba las representaciones de Clerkenwell. Era famoso por su alegría; tal vez era excesiva, ya que su felicidad evidente e inagotable hacía que los demás se sintiesen inferiores e incómodos-. ¡So! ¡So!

Se hizo la calma.

Ciudadanos soberanos, he sido enviado aquí

para daros un mensaje.

Rezo para que todos los presentes

atendáis con buenas intenciones

el mensaje al que nuestro auto está dedicado.

Era una mañana despejada y el sol iluminó la máscara dorada de Dios, que en ese momento desfiló con los zancos por delante de los presentes; lucía una túnica blanca con soles dorados bordados y alzaba los brazos a modo de saludo. Miraba hacia delante, por encima de los ojos de los congregados, hacia las hileras de bancos de madera que ocupaban los dignatarios de la ciudad.

Es mi voluntad que así sea.

Es, fue y así será,

yo soy y siempre he sido.

El sacristán de Mary Abchurch, que interpretaba ese papel, era célebre por su carácter severo e inflexible. En cierta ocasión, había acusado a un niño de sacrilegio por jugar a la pelota en la nave de la iglesia y durante una semana había suspendido los oficios religiosos; llevó al niño ante el tribunal obispal y solicitó su excomunión, si bien la acusación fue rechazada, ya que era lo más sensato. De todas maneras, en el papel de Creador parecía poseer autoridad sobre los cientos de ciudadanos congregados. Al fin y al cabo, interpretaba a la divinidad colérica del Antiguo Testamento. La máscara aumentaba y amplificaba su voz:

Yo, Dios, que todo el mundo he forjado,

cielo y tierra de la nada he sacado,

veo que mi pueblo, con actos y de pensamiento,

dolores de cabeza ha provocado.

El excelso cántico de Dios había provocado en el público un silencio rayano en el miedo; de todos modos, ese estado de ánimo se interrumpió bruscamente cuando un niño gritó:

– ¡Paso! ¡Abran paso! ¡Maeses, abran paso! ¡Aquí llega el actor!

Un chiquillo a lomos de un burro se adentró en el espacio que se extendía ante el arca y el escenario.

Alegría, alegría, júbilo y contento,

aquí estoy yo, un muchacho divertido,

de nombre Jafet, soy hijo de Noé

y mi padre me ha pedido que en el habla no sea excesivo.

El muchacho que interpretaba a Jafet era, de hecho, correo y mensajero de la cofradía de los sacristanes de Garlickhythe. Lo apodaban Bullet y a menudo, en las carreras por las calles de Londres, competía con colegas de otros gremios, como Slingaway de los merceros, Gobithasty de los tenderos de ultramarinos y Truebody de los pescaderos. Bullet era famoso por su desfachatez y su rápido ingenio, y en el papel de Jafet utilizaba sus cualidades con tanta pericia que daba la sensación de que representaba a un joven de la ciudad. El burro habló con él:

Castigarme ahora sería una vergüenza.

Bien lo sabes, amigo Jafet,

jamás has tenido un burro como yo.

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