– ¿Cuándo llegará el día de los Siete Durmientes? -Más adelante Clarice exclamó-: Deus! cum Merlin dist sovent veritez en ses propheciez!
Se trataba de palabras maravillosas y extrañas en boca de una monja joven: Merlín sólo era un demonio venerado por los enanos que vivían en los páramos y las marismas. El capellán de monjas reparó en que Brank Mongorray charlaba serenamente con Clarice. ¿Estarían conchabados contra el mundo de la santidad?
La hermana se puso a cantar con voz aguda:
– El Señor enceguece, los parientes no son lo que parecen, la muerte queda fuera de la mente cuando la verdad no hay quien encuentre. -Duckling repitió las palabras para sus adentros a fin de recordarlas-. El ingenio se troca en traición, el amor en lujuria, el día de fiesta en glotonería y la buena gente en villanía.
En cierta ocasión, había conocido a un joven que siempre se detenía en la esquina de Friday Street y Cheapside y que deliraba con esa clase de rimas; al final lo habían prendido y encadenado en Bethlem. El muchacho decía que era el rey de Beeme o de Bohemia, y los lugareños lo tildaban de rey de los bohemios. Había salido de Bethlem con el símbolo de ese lugar y, en un ataque de desesperación, se había arrojado al Támesis.
* * *
Comenzaba a anochecer cuando encendieron una vela en la habitación de la monja. Duckling se coló entre las sombras y oyó decir a Clarice:
– Que esté preparado allí donde el cordelero con la espalda encorvada coloca su puesto, junto a la puerta del río, en Cow Cross.
A la misma hora en la que las demás hermanas se reunían para las vísperas, Duckling oyó pisadas en el giro de la escalera de la casa de huéspedes. Era Clarice. Se cubría con una capa oscura y se deslizó a su lado por el jardín, rumbo a la puerta lateral; el capellán de monjas se ocupó de que no lo viera, aunque la siguió cuando abrió la puerta y bajó deprisa por la calle, en dirección al Fleet. La monja cogió la vereda que bordeaba el río y caminó hacia la ciudad. No era una zona adecuada para que la religiosa caminase sola. Esa orilla del Fleet era célebre por los azotacalles y los vagabundos, y también servía de lugar de citas de los afeminados, a los que llamaban sarasas o mariposones.
Clarice caminó junto a chozas de madera, salientes rocosas, basuras y restos empapados de pequeñas embarcaciones, y por fin llegó al puente de Cow Cross. Al otro lado del río, se alzaba la ladera de Saffron Hill, que se había convertido en guarida de gitanos caldereros que habían extendido su campamento hasta Hockley in the Hole. El resplandor de sus hogueras y sus teas se reflejaba en las aguas apacibles del Fleet, y podían oírse los martillazos y los golpes. Extramuros, el toque de queda no existía.
Duckling le pisó los talones tanto como se atrevió, hasta que Clarice se detuvo al llegar a la celda de piedra del ermitaño del puente. El capellán de monjas pensó que la hermana se limitaba a darle limosna pero, al aproximarse a la pequeña ermita, oyó que la hermana y el anacoreta charlaban en voz baja.
– ¿Y la estatura de Moisés?
– Doce pies y ocho pulgadas -replicó Clarice.
– ¿Y la de Jesucristo?
– Seis pies y tres pulgadas.
– ¿Y la de Nuestra Señora?
– Cinco pies y ocho pulgadas.
– ¿Y la de santo Tomás de Canterbury?
– Siete pies menos una pulgada.
El eremita la ayudó a descender por los escalones en ruinas que conducían a la orilla del río, y a abordar un pequeño esquife que hacía el trayecto entre Lambeth y Westminster. Duckling percibió el chapoteo de los remos y vio que la barca se deslizaba lentamente por el Fleet, hacia la ciudad a oscuras y el Támesis. En esa zona, el Fleet fluía apacible, aunque su serenidad resultaba engañosa. Estaba lleno de cosas impuras, desde los perros muertos de Smithfield hasta los desperdicios de los cereros. En algunos sectores era profundo y peligroso y en otros, más que un río, semejaba una ciénaga o una marisma. De todos era sabido que resultaba peligroso para los niños y los borrachos, que a menudo aparecían flotando en el agua sucia o atrapados entre los juncos.
John Duckling echó a andar por el puente cuando oyó que algo suspiraba o susurraba en el agua. Estaba justo bajo sus pies, levantando los brazos hacia él. Retrocedió horrorizado. Al pasar corriendo junto a la celda del ermitaño, oyó una voz débil que lo llamaba.
– Correcto, querido hermano, que el gran culto sea la sagrada orden que se le encomiende. Por amor de Jesucristo, ¿tiene alguna ofrenda?
La celda apestaba al sudor secular absorbido por las piedras.
– Una monja pasó por aquí, la hermana Clarice. ¿La conoce?
– Señor sacerdote, por aquí no ha pasado una monja. No hay monja que pueda salir sola de su casa. ¿Es usted novicio? ¿Tiene pelo bajo la capucha?
– La vi coger una embarcación y partir.
– ¡Por favor! ¡Por favor! ¡Yo no sé nada! -El anacoreta del puente, un hombre de menos de treinta años, llevaba una camisa sucia que le llegaba a las rodillas; comenzó a golpearse violentamente la cabeza contra la pared que tenía a sus espaldas-. ¡Por favor! ¡Por favor!
El capellán de monjas desanduvo lo recorrido a orillas del Fleet en dirección a la Casa de María. Abrió la puerta, cruzó el jardín y se dirigió a la casa de invitados y el claustro. La vela aún ardía en la cámara de la monja y, cuando se acercó, oyó claramente la voz suave de Brank Mongorray, que escapó por la ventana abierta. Por imposible que parezca, entonces le llegó la réplica de sor Clarice. Habló con voz diáfana y ligera. John Duckling acababa de verla navegar Fleet abajo en dirección al Támesis. Era imposible que siguiese allí. ¿Acaso había visto un duende de la noche? Se sabía que dichas figuras visitaban los conventos y otros lugares de Dios. Lo que no comprendía era por qué había adoptado forma de monja. Repentinamente, la oyó musitar: «Ah, la que es tan blanca y brillante». En el acto el recuerdo más extraño que quepa imaginar se apoderó de él.
* * *
Tres años antes, había sido confesor del administrador de Alder Street, una prisión local de fundación antigua en la que, antes de ahorcarlos, encerraban a los peores malhechores. Después de que lo descubriesen asociado con una casada de su parroquia, el obispo de Londres había ordenado que, como castigo, realizase ese trabajo peligroso. La cárcel estaba compuesta por dos cámaras abovedadas e interconectadas, construidas a siete pies de profundidad y con una abertura en el techo que servía de entrada; a cada lado había un banco de piedra que ocupaba todo el largo de la estancia, y en la tarima del suelo de tierra, contra la pared occidental, habían insertado seis enormes anillas de hierro. Fue allí adonde John Duckling, temeroso del tifus, conversó por primera vez con Richard Haddon, el pescadero que había ahogado a tres niños. Haddon había reconocido su delito ante el tribunal del alguacil; puesto que no sabía leer y, por lo tanto, no estaba en condiciones de solicitar el fuero eclesiástico, lo condenaron a la horca en el lugar de los asesinos, es decir, en el embarcadero de Dark Tower.
La víspera de su muerte, Haddon contó a John Duckling in secreta confessione que había visto a su propia madre ahogar a su hijo recién nacido, meter el cuerpo en una cesta y llevarlo al Támesis. A partir de ese momento, su madre le pegó y lo azotó; Haddon estaba convencido de que el diablo había entrado en su cuerpo la primera vez que abrió la boca y se puso a gritar. Le confesó a Duckling que una sola vez en su vida había hallado contento…, cuando su madre entonó, hasta dormirlo lloroso, la canción que así comienza: «Ah, la que es tan blanca y brillante».
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