Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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– Magga, responda a una pregunta. ¿Hospeda a forasteros?

– Ralph Scogan, como sabe perfectamente, para mí todos son forasteros. ¿No he tenido esta casa durante veinte años sin causar el menor daño? Pero si aquí los ratones están mejor alimentados que en la mayoría de las viviendas. ¡Penoso será el día en el que juzguen a una viuda por albergar lolardos bajo su techo!

– Magga, no sucederá nada parecido. Sólo queremos que mantenga los ojos abiertos y esté atenta a la presencia de cualquier persona extraña.

– ¿Ha dicho infectada? Yo no hospedo a esa clase de gente. ¿No sabe mantener la lengua en condiciones? De seguir así me encerrará en mi habitación con un cuenco de vinagre ante la puerta. Me pintará una cruz roja para que todos la vean. Vaya, ¿eso es todo lo que hay? -Abrió su mantón de sarga azul-. Esto no es una mortaja, ¿correcto? ¿O acaso estoy equivocada?

– Magga, está en lo cierto y nadie…

– Me molestan tanto como los ladrones. -Miró con actitud despectiva al grupúsculo de ciudadanos que acompañaban al concejal-. ¿He de sufrir las burlas en mi propia calle, pese a haber pagado mi parte y la contribución? Ralph Scogan, infórmeme si he pagado o no. -Era una mujer delgada, huesuda y con un paquete de pelo falso sobre la cabeza que, estaba convencida, el mundo consideraba cabello auténtico. Donde sí tenía pelo de verdad era sobre el labio superior, que cada mañana se restregaba con piedra pómez-. Estoy segura de que, a partir de este momento, todas las amas de casa hablarán de mí a mis espaldas.

– Magga, tranquilícese. Usted no ha hecho nada.

– De modo que me pondrán en la silla de chapuzar por no haber hecho nada, ¿correcto? Es la justicia del rey, ¿no? Vaya, hoy es un día duro para Londres. -Estaba a punto de cerrar la puerta, pero volvió a abrirla-. En cuanto a vosotros…, sólo servís para freír sardinas en el infierno. ¡Buenos días! -Cerró de un portazo.

El concejal Scogan miró al cielo, silbó y, sin dirigirse a nadie en concreto, añadió:

– Bueno, la rueda seguirá dando vueltas.

* * *

El pergamino con las Dieciocho Conclusiones fue solemnemente quemado por William Swinderby, que se encontraba a la derecha del segundo alguacil en Paul's Cross; Drago lo estudió con interés cuando lo levantó antes de colocarlo en el brasero llameante.

Capítulo VII

El cuento del capellán de monjas

– ¿Qué es verdadero y qué aparente? -La señora Agnes de Mordaunt, priora de Clerkenwell, acababa de plantear esa espinosa cuestión a John Duckling, el capellán de monjas, mientras éste se quitaba un resto de excrementos de debajo de una uña-. El alcalde es de la opinión que es tan auténtica como las piedras de la muralla pero, como es evidente, lo dice porque satisface sus propósitos al incitar a la gente contra los herejes. El monarca se ha trasladado a Irlanda y el alcalde se siente solo. Por lo tanto, Clarice le nubla la vista. -Ese día, festividad de la Ascensión de Nuestro Señor, los cirios de la iglesia del convento estaban rodeados de flores; de acuerdo con la costumbre, John Duckling también lucía una guirnalda de flores en la cabeza-. Llora con demasiada facilidad.

– Tiene que ver con su tez -comentó el capellán de monjas.

John Duckling estudió la imagen de la peregrinación que ilustraba el margen del salterio que la priora había abierto; un caballero y un escudero cabalgaban alegremente en medio de una nube de palabras. Una monja avanzaba en medio de la frase Ascendit Deus in jubilatione y otra le pisaba los talones.

– Yo no estaría tan segura. -Agnes era muy severa-. Bajo tanta mascarada se esconde una yegua de cascos ligeros.

– Claro que algunos la consideran loca.

– Eso seguro que no. -La señora Agnes volvió la espalda a la ventana y miró al capellán-. Por mucho lenguaje encubierto que utilice, Clarice no está loca.

– En ese caso, que Dios le envíe palabras más apropiadas.

John Duckling había estado presente en la entrevista que hacía dos noches el capellán del obispo había celebrado con sor Clarice.

* * *

Clarice había dicho al capellán:

– No soy como los buitres. No me dejaré seducir por algo que me dominará.

– Hermana, no le ofrezco regalos, sino un camino seguro al arrepentimiento.

– ¿De qué tendría que arrepentirme? ¿Tal vez de oír la palabra de Dios? Usted se sienta en el estrado, mientras que yo lo hago entre Sus pies. El me toca la cabeza. Me toca las orejas. Me toca los ojos. Me toca la boca. -La monja se pasó el dedo por los labios.

John Duckling había mirado para otro lado.

– Clarice, de usted sale más veneno que azúcar -musitó el capellán, como si esa conversación fuera peligrosa-. ¿Por qué habla de quema y matanza en la ciudad?

– Porque veo fuego y polvo. Porque veo compañeros disfrazados con caretas, tanto forasteros como ciudadanos libres. Porque veo que acechan muchos peligros.

– ¡Bien dicho! ¡Bien dicho! Pondrá furioso a todo Londres.

– Bueno, señor sacerdote, es mejor estar prevenido que desarmado. Intramuros hay un centenar de iglesias. Ni una sola está a salvo. John Duckling, ¿me cree?

Sor Clarice se volvió hacia el capellán de monjas, se levantó el griñón y le mostró la frente. Se trataba de un gesto que expresaba franqueza, pero el capellán ya había meneado la cabeza.

* * *

John Duckling titubeó antes de apartar la vista del salterio y mirar a Agnes de Mordaunt.

– Todavía no es una mentirosa demostrada ni una persona sospechosa. Señora mía, tenga paciencia. Eslabón tras eslabón, la cota de malla acaba haciéndose. Fragmento tras fragmento, la situación saldrá a la luz.

– Vigílela. Sígala. Esté atento a lo que dice. Permanezca tan cerca de ella como un perro a su hueso.

– Tendré que cerciorarme de que no la muerdo.

– No se preocupe, le devolverá el mordisco. John Duckling, tenga cuidado. Deje que se convierta en su propia cordelera y terminará ahorcándose.

* * *

De acuerdo con las instrucciones de Robert Braybroke, el obispo de Londres, habían asignado a la hermana Clarice una cámara de la casa de huéspedes del convento y estaba constantemente acompañada por un monje, que desempeñaba la función tanto de guardián como de protector. Al monje le habían adjudicado la cámara contigua y les permitían orar juntos en las horas canónicas. Ese bendito, Brank Mongorray, anteriormente había sido confesor y lector en la parroquia del Santo Sepulcro y se lo consideraba cualificado en las cuestiones «que no son de este mundo». De todos modos, no estaba claro si lo habían asignado a Clarice como espía o como acompañante; cabía la posibilidad de que, en privado, hubiese accedido a realizar ambas actividades. La priora sospechaba que, fuera como fuese, Clarice lo hechizaría.

* * *

Brank Mongorray abrió la ventana de la cámara de la monja para disfrutar del aire de mayo. Estaba en el primer piso, por encima del depósito de agua, de plomo, depósito que los pájaros aprovechaban para bañarse. John Duckling permanecía mudamente agazapado junto a la cisterna a fin de oír sus palabras.

– Brank, ¿ha oído al tordo esta mañana? -preguntó la voz diáfana de la monja, que para entonces casi todos conocían-. Dicen que, si un hombre está enfermo de envidia y ve un tordo amarillo, se cura y el pájaro muere. ¿No le parece demasiado cruel?

– El hombre tiene alma inmortal y el pájaro, no.

– ¿Está absolutamente seguro? Dieu est nostre chef, il nous garde et guye.

Duckling jamás la había oído hablar en anglonormando; por algún motivo, llegó a la conclusión de que era la prueba de su doblez. La conversación prosiguió, pero el monje y la hermana se habían apartado de la ventana; Duckling sólo percibió palabras sueltas hasta que la oyó gritar:

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