El escudero Oliver Boteler estaba de excelente humor.
– ¿Sabéis qué me contó esta mañana el encargado de los arcos? Supongo que estáis enterados de que se ha casado hace poco. Veamos, le pregunté por qué había elegido una esposa tan menuda, pues a mí me llega a la cadera. El hombre respondió: Ex duobus malis minus est eliendum. En inglés eso significa que entre los males hay que elegir el menor. ¿No os parece una buena respuesta? -El escudero tenía delante una jarra de gran capacidad, tallada con forma de caballero a caballo, y llenó su copa de vino. Según la costumbre, los demás dejaron de hablar mientras bebía. Se secó los labios con la manga y añadió-: ¿Cómo hará para penetrarla?
Al final del plato de carne, sirvieron una sutileza; estaba tallada en azúcar y pasta, y representaba la forma de un hombre envuelto en hierbas y con la hoz en la mano. No era para comer, la conocían como «calentador» e indicaba la llegada del siguiente plato, hecho con crema de almendras, membrillos asados, buñuelos de salvia y dátiles confitados.
Cuando sirvieron las ensaladas, la conversación había vuelto a centrarse en el soberano.
– Corren tiempos difíciles -afirmó el caballero-, tiempos pedregosos.
De Calis escogió entre el perejil, el hinojo y la salvia, como si eligiera las hierbas más afines a su humor natural.
– Nadie lo soporta. -El escudero se había decantado por un puñado de ajo y de cebollas tiernas-. Es la rueda. Y yo estoy atado a esa rueda.
Sabían perfectamente el motivo de su lamento. Para pagar la expedición a Irlanda, el monarca había impuesto grandes multas a sus adversarios, ya fueran nobles o plebeyos; había instituido un sistema de pago de «perdones» legales pero, además de codicioso, se había vuelto cruel. En las calles cantaban un verso que rezaba así:
El hacha estaba afilada y la picota estuvo en pleno uso
durante el vigésimo segundo año del rey Ricardo.
– La gente está alborotada. -Swinderby todavía estaba dispuesto a apoyar al monarca-. Conozco bien Londres. Conozco a sus ciudadanos. Son tan indiscretos y volubles como una veleta. Se deleitan con cualquier comentario novedoso. Ora dicen que Enrique Bolingbroke prepara una conjura contra el soberano, ora lo niegan porque se trata de una mentira. Los chismes menguan y crecen como la luna. Son pura cháchara. Ahora hablan del buen rey Ricardo, que Dios aparte su cuello de la espada, y luego se refieren a Ricardo el implacable e inconstante.
– Así es. -El escudero suspiró-. ¿Acaso algo dura eternamente?
Ante esa opinión convencional, los tres hombres se echaron a reír.
– Según he oído, Enrique Bolingbroke podría inclinarse por Benedicto. Por eso Bonifacio escribe al rey «Age igitur», que es lo mismo que decir «haced algo».
Geoffrey de Calis se refería al gran cisma de hacía unos años, durante el cual grupos de cardenales enfrentados eligieron dos pontífices [10]. Ricardo II favorecía las reivindicaciones de Bonifacio IX, el papa de Roma, al tiempo que se rumoreaba que Enrique Bolingbroke se decantaría por Benedicto XIII de Aviñón.
– Se comenta que Benedicto se flagela.
– Sólo es un sacerdote acosado, una nube sin agua. -En cuestiones religiosas Oliver Boteler era partidario acérrimo de la ortodoxia-. Las bulas de Benedicto sólo sirven para tapar los botes de mostaza.
– Y Bonifacio sólo pretende nuestro oro. -Geoffrey de Calis era más heterodoxo-. Dicen que es un topo ciego que arraiga en el barro terrenal. Los sacerdotes…, con excepción de su buena persona, William, los sacerdotes se llevan de nuestra tierra el oro del rey y sólo traen plomo.
Swinderby pasó graciosamente por alto la alusión del caballero a los curas y comentó:
– La monja loca se dedica a entonar una canción sobre esa cuestión.
– ¿De verdad? -El caballero se llenó la boca de menta-. ¿Con qué intención?
– Habría que preguntárselo a la señora Agnes. Me han comentado que durante las vísperas Clarice sufrió un ataque y tuvo la visión de una bestia bicéfala. Vaticinó que la Iglesia se dividirá y que Ricardo perderá la corona.
Oliver Boteler se dedicaba a musitar «¡Bah!» con tono apenas audible y en ese momento dijo:
– Esa monja es la mano izquierda del diablo. ¿No pueden sacarla de Clerkenwell y encerrarla?
Swinderby esbozó una sonrisa ante esa imagen de prisión perpetua.
– Por cada uno que la considera una ramera hay otro que piensa que es una santa.
– No deja de hablar de más y ha perdido el ingenio.
– Yo no puedo decir si es así o asá. Lo cierto es que conmueve profundamente a los ciudadanos.
Sobre la mesa depositaron tartas de manzana y de azafrán, acompañadas de frutos secos y especias garrapiñadas. Repartieron grandes jarras de vino con canela y clavo de olor, caldo dulce para un dulce final. El arzobispo abandonó su asiento central. Los saludó ordenadamente, «con sumo respeto y obediencia», tal como dijo, y aludió a su incapacidad:
– Disculpadme por hablar de forma tan llana. Jamás aprendí el arte de la retórica y cuanto digo ha de ser directo y sencillo. -Se trataba de una negación convencional y en modo alguno reflejaba sus aptitudes, a la manera de los modelos oratorios, para hacer coincidir el tono de voz y la expresión facial con las palabras-. El motivo por el que nos hemos reunido es muy importante y grave debido a la maldad y la perversidad que se ha cometido. También estamos preocupados por el gran daño que, en el tiempo por venir, podría causarse por el mismo motivo. Tomad en consideración a los malvados lolardos, hombres indecentes, insensatos y descarados que han sido presa de la ceguera… -Entre los londinenses reunidos sonó un murmullo generalizado de aprobación, pese a que sabían que la secta de los lolardos prosperaba en ciertos sectores de la ciudad-. Está claro que los «humildes» predicadores del lolardismo actúan contra el evangelio de Jesucristo. Los veo venir. Son hipócritas y herejes que han incendiado los preciosos lugares de la salvación. Debemos sofocar totalmente su desmedido y obsceno deseo. Se trata de cosas oscuras que nos sumen en el terror. Sabéis perfectamente que hace dos años los reverendos obispos de ambas provincias solicitaron al cuerpo legislativo un estatuto para quemar en la hoguera… -Una vez más los notables de Londres manifestaron su acuerdo asintiendo ostentosamente-. El condenable ofuscamiento del pueblo cristiano por parte de los anticristos debe acabar en la hoguera. Estos prestidigitadores demoníacos que arrancan los ojos espirituales de los hombres y que depositan el fuego griego en nuestros altares deben morir. Ahora, sin embargo, me ocuparé de otro asunto igualmente serio. -El arzobispo Walden sorprendió a los presentes al revelar que «la monja de Clerkenwell» era interrogada por un grupo de eruditos con el fin de determinar si sus visitaciones eran benditas o malditas; comentó que pedía al Todopoderoso que les diese sabiduría-. No diré nada más y os dejaré comer en paz.
La comida acabó rápidamente cuando cortaron queso y pan blanco y lo pusieron sobre los tajos. Los ciudadanos se pusieron simultáneamente de pie, hicieron una reverencia al arzobispo y salieron en procesión. Los demás notables se retiraron según su categoría. Colocaron los restos de pan, queso y carne sobrantes en escudillas para distribuirlas entre los mendigos que, con las piernas cruzadas, esperaban sentados en el suelo de la cámara de piedra contigua al salón. Al pasar a su lado, William Swinderby hizo una mueca.
– ¿Te ha caído pimienta en la nariz? -preguntó uno de los pordioseros.
Drago siguió a su amo hasta la calle, donde imperaba el aire de Londres. Era un joven alto, con el pelo del color del trigo y ojos de tono azul claro, como si su cabeza estuviera llena de cielo. Bisbiseaba mientras caminaba un paso por detrás de Swinderby:
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