– ¿Qué está haciendo aquí?
El amanuense se había detenido tras él: lo había seguido por la catedral y el claustro.
– ¿Qué hago? Lo conduzco a las puertas del cielo.
Garret Barton aún tenía la piedra en la mano y con un ademán violento atizó al amanuense y lo derribó.
Recorrió apresuradamente el claustro y pasó ante la danza de la muerte. Acababa de entrar en el crucero norte y pasaba ante el fresco de los milagros de la Virgen, cuando oyó que pronunciaban su nombre. Ante todo miró las figuras del mural, que brillaba a causa de la luz, y se lamió la sangre de la mano derecha. Notó cómo el miedo empezaba a apoderarse de él, hasta que junto a una columna vio a Robert Rafu, el intendente.
– Deprisa, Barton. Dios está aquí. Acompáñeme. -Rafu conocía los atajos y condujo a Barton hacia el recién construido crucero sur, en el que algunos peleteros ya habían montado sus puestos-. ¿Ha clavado las Conclusiones?
– Alguien me vigilaba.
– ¿Lo vigilaba?
– Tuve la sensación de que me amenazaba. Aún tenía la piedra en la mano, por lo que no fue necesario usar la daga.
– ¿Lo mató?
– Dios lo mató.
– ¿Alguien lo vio?
– Sólo los ángeles. Me taparon con sus alas.
Abandonaron el crucero sur, cruzaron el camposanto y franquearon la puerta sur hacia la conejera de casas y viviendas destartaladas que suelen aparecer al amparo de las grandes iglesias.
– ¿Alguna vez se ha parado a pensar en que cada fresco posee su propia luz? -preguntó Garret Barton-. En ellos la virtud brilla con más claridad, como en los tapices.
Apenas se dio cuenta de lo que decía. Todo era un sueño. Se habían detenido en la esquina de Paul's Chain y Knightrider Street, junto a la Cardinal's Hat.
Un corro de aprendices se cruzó con ellos y gritó: «Bon jour! Dieu vous save! Bevis, à tout!». En la posada, un arpista estaba sentado sobre una mesa, con las piernas cruzadas, y se disponía a tocar. El terrateniente y el intendente recorrieron la sala de un extremo a otro y salieron a la calle por otra puerta. La Hat estaba demasiado alborotada para charlar con tranquilidad, por lo que se dirigieron a Farthing Alley, adonde mendigaban los hombres de Bethlem.
– Era un amanuense que me preguntó qué hacía -explicó Garret Barton.
– Pues lo ha favorecido. Ha regresado al redil.
– Donde las plumas y los recibos ya no le causarán problemas.
– Garret, ha hecho una buena obra. Se ha disuelto en el tiempo. Aquí está el sitio que buscaba.
Aunque parecía una casa, se trataba de una taberna. Algunos hombres jugaban a las damas en un banco de la calle; Rafu y Barton franquearon el umbral y entraron en una estancia dominada por las risas y las voces altas.
– Pongamos por caso… -dijo alguien a la derecha de Rafu-. Pongamos por caso que los paños no son buenos. La tintura se decoloró. ¿Se me ha de considerar responsable?
Detrás de Barton un hombre y una mujer discutían:
– Señora paciencia, para ti todo está muy bien. Convengamos en que la paciencia es una gran virtud, pero no todos los hombres son perfectos. Yo no lo soy.
Un gato saltó de la mesa al suelo. Un joven tenía la vista fija en su jarra de cerveza y hablaba titubeante y lentamente con su compañero:
– El pobre está presionado por los cuatro costados. Si no pide comida se muere de hambre. Si la pide se muere de vergüenza. Preferiría encontrar mejor muerte. Más, por favor. Lléname la jarra.
Rafu y Barton se instalaron en una mesa pequeña con dos taburetes redondos y, cuando el mozo de taberna se acercó a limpiar la cerveza y el vino derramados, le preguntaron qué era lo mejor que tenía.
– Señores, consulten con su bolsa. -Era un hombre arisco, acostumbrado a tratar con clientes que, además de emborracharse, podían mostrarse violentos-. Mi mejor cerveza cuesta cuatro peniques el galón. El galón de vino de Gascuña vale lo mismo. El de vino del Rin cuesta ocho peniques. Si quieren vino dulce tendrán que ir a otra parte. -Preguntaron si el vino renano era bueno, a lo que el mozo de taberna replicó-: Desafía el polvo.
Una vez servidas las bebidas, permanecieron en silencio y oyeron claramente el diálogo entre un buhonero y una vieja.
– El loro es suntuoso y tiene mucho aprecio por el vino -declaró la anciana-. El pato es desenfrenado y el cormorán, glotón.
– ¿Y qué me dice del cuervo?
– Veamos, señor, el cuervo es sabio. Por si lo ignora, la cigüeña es celosa.
– Y las viejas borrachas se revuelcan como las cerdas y son insensatas como las monas -masculló Barton.
– Dicen que el hombre borracho ha visto al demonio -musitó Rafu.
– ¿Y qué? A nosotros Lucifer no puede alcanzarnos.
– Entonces, ¿jamás nos emborracharemos? ¿Nunca estaremos ebrios ni con una buena tajada?
En otra mesa un hombre pedía la cuenta, a pesar de que sus compañeros le gritaron que lo dejase estar y que tomaran otra ronda. Uno de los bebedores se cayó del taburete y, cuando el mozo de taberna lo ayudó a incorporarse, se meó encima.
– Cuando le pedí que lo soltara me refería al dinero, no hablaba del pis -espetó el mozo de taberna.
Todos rieron y Garret Barton se inclinó hacia el intendente.
– Para estos no hay cielo ni infierno, salvo la tierra propiamente dicha.
– ¡Tabernero, llena el cuenco!
– Dios los creó sin alma.
– Amigos, antes tendrán que mostrar el dinero. Seis peniques por barba.
– Regresarán a la tierra, el aire, el fuego y el agua sin saber que han vivido.
– ¡Sólo una copa más!
Un vendedor ambulante de encajes y puntillas se asomó a la taberna. El mozo negó con la cabeza y extendió la mano a modo de advertencia, pero el buhonero entró.
– Mis buenos señores, ¿se han enterado? ¡Ha habido un asesinato en la catedral! ¡Los lolardos han colgado una proclama! Impera el caos. -Pidió una jarra de vino de postre, que se apresuraron a pagar. Garret Barton y Robert Rafu no hablaron y mantuvieron girada la cabeza mientras el vendedor desgranaba la historia-: Se trata de Jacob, el amanuense. Todos lo conocen, el de los ojos saltones y la lengua trabada…, lo golpearon y murió en el acto. La señora Kello lo encontró y se desmayó.
– ¿Sabemos quién lo hizo?
– No. No existe el más mínimo indicio. Sea como sea, debemos sospechar de un lolardo. Cerca del amanuense había un pergamino en el que se condenaba a los clérigos y a los frailes.
– Eso es bien cierto -intervino la vieja-. Sin lugar a dudas, Jacob se ha reunido con Dios. A todos nos llegará el momento. -Se santiguó-. Entonces sabremos quiénes son los benditos.
El borracho pareció reaccionar.
– ¿Aquí no hay nadie dispuesto a hacer un buen brindis? El mañana sigue intacto.
* * *
Tras la reunión en pleno [13], los concejales de cada distrito reunieron a los ciudadanos más notables y prósperos. Se encontraron en diversos lugares, como un surtidor de agua, un pozo o una esquina, pero el propósito era el mismo: debían visitar cada hostal e investigar a los forasteros y a los viajeros hospedados. Era probable que los más pobres se lanzasen sobre los desconocidos como las abejas furibundas se apiñan alrededor de un intruso, era imprescindible que los viesen actuar.
– Tendrá que salir de garante de cuantas personas aloje -informó el concejal Scogan a la señora Magga, de Saint Lawrence Lane.
– Dios no permita que jure por aquellos a quienes no conozco.
– Tendrá que hacerlo. La consideraremos responsable de sus actos e infracciones.
– Ay, Señor, es una carga demasiado pesada para una viuda. ¿Y qué me pedirá a continuación? ¿Pretenderá que los siga por los caminos principales y los apartados?
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