Peter Ackroyd - La Conjura de Dominus

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En el año 1399 circulan rumores apocalípticos por un Londres en un momento de terrible agitación. El convento de Santa María y el priorato de los caballeros templarios se comunican por un túnel subterráneo, el mismo en el que sor Clarisa vino al mundo. La joven novicia se ha convertido en centro de polémica por sus vaticinios, siendo considerada por unos una santa y por otros una simple loca. Una serie de acontecimientos extraños unidos a un cadáver, contribuirán a aumentar la inquietud de los habitantes de Londres y la secta de Dominus empieza a ir de boca en boca.
Sobre la base estructural de Los cuentos de Canterbury, y con el exhaustivo conocimiento de los bajos fondos londinenses, Peter Ackroyd ha creado una expléndida novela en la que la truculencia y el misterio arrastran al lector desde los primeros compases.

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Al oír esas palabras Jafet respondió:

– Burro, bésame el rabo.

Sólo se trataba de la primera de las numerosas groserías que el burro y el amo intercambiaron y que concluyeron con el falso intento que el chico hizo de penetrar a la bestia por detrás. La señora Agnes reunió a algunas de las monjas que asistían a la representación y, tras muchas amenazas, las condujo al interior del convento.

Entre tanto, Dios permaneció ante los congregados y su máscara dorada reflejó los destellos del sol. Al final, el muchacho se alejó en medio de grandes vítores y gritos de «¡Claro que sí, Bullet!». Ante la señal convenida, Noé hizo acto de presencia en la tarima elevada. Philip Drinkmilk, sacristán de la parroquia de Saint Olave, había estudiado las artes del disfraz antes de interpretar el papel de Noé. Su padre era pintor escenógrafo de los espectáculos que tenían lugar en Londres, y lo había acompañado a las grandes mascaradas y entremeses que celebraban el ciclo anual en la ciudad. Un grupo de actores ambulantes fue contratado en los primeros días de 1382 para celebrar la llegada de Ana de Bohemia, la joven prometida del rey Ricardo; también habían contratado al padre de Philip Drinkmilk para que fabricase las máscaras para los diversos dramas de la Pasión. A costa del erario de la ciudad, se habían alojado en la posada Castle, de Fish Street, y en compañía de su padre Philip los había visitado en lo que denominaban la «sala de vestidos». Recordaba claramente el miedo abrumador que había experimentado cuando se le acercó un oso gimiente y su alivio repentino al ver que el rostro de un hombre asomaba de la piel y decía: «Bienvenido. Si las ratas no te matan, lo harán los piojos».

Trabó amistad con ese hombre, un actor joven que sólo respondía al nombre de Herbert y que, para gran regocijo de la compañía, aireaba sus ventosidades en Fish Street. Herbert enseñó a Drinkmilk los trece signos de la mano, que simbolizan los diversos sentimientos, y los ocho de la cara. También le explicó el sentido de los colores: el amarillo es la representación de los celos, el blanco de la virtud, el rojo de la cólera, el azul de la fidelidad y el verde de la deslealtad. Un buen actor lucía varios y, de ese modo, creaba una interpretación de gran interés y sutileza. Gracias a su tutoría, Philip Drinkmilk se convirtió en mimo; aprendió los diálogos de Grimalkin, nuestro gato, y en poquísimo tiempo dominó gestos y expresiones. En la reducida sacristía de Saint Olave, solía ejecutar complicadas reverencias y rebuscados pasos de baile; a veces daba vueltas en el centro de la estancia y entonaba fragmentos de las últimas canciones.

Para interpretar el papel de Noé, adoptó una actitud de hastío; tenía las palmas de las manos paralelas al suelo y el cuerpo ladeado. Su rostro se había convertido en el espejo de su alma, miraba hacia arriba y tenía la boca entreabierta. Llevaba una túnica azul y escarlata; vistió de azul como recuerdo de su fidelidad y de escarlata como muestra de su temor, al tiempo que la combinación de ambos colores se convertía en emblema del sufrimiento. Cuando Dios volvió la espalda a los presentes y se alzó ante él, Noé se tumbó en el escenario.

Con la misma entonación rítmica que el público creía procedente de una fuente que estaba más allá del habla o del canto, Dios ordenó a Noé que construyese un arca y que refugiara en la nave a una pareja de cada animal o ave de la tierra. El que el arca ya fuese visible desde el terreno comunal carecía de importancia; en la reducida zona de Clerkenwell, pasado, presente y futuro se entremezclaban. Los reunidos sabían exactamente qué sucedería, pero la representación siempre los sorprendía y divertía. Rieron cuando, presa del temor y tembloroso, Noé se dirigió a Dios. Estaba claro que no temblaba por respeto a la presencia de la divinidad, sino por miedo a la ira de su esposa.

La mujer de Noé se balanceaba en el columpio, y en el otro extremo subía y bajaba una de sus amigas chismosas. Era un momento cómico, ideado por el maestro de celebraciones, y entonces sus enaguas se arremolinaron y dejaron al descubierto la sucia ropa interior; ambas llevaban botellas y remedaron las palabras de una acalorada disputa. En medio de las risas generalizadas, la esposa de Noé abandonó el columpio y se dedicó a arañar la cara de la chismosa. Al ver que Noé se acercaba con paso lento, la mujer se arremangó las faldas como si se aprestase para el combate.

* * *

Oswald Koo, el administrador, había regresado al cobertizo para carros antes de que empezase el auto sacramental; uno de los carreteros se había quejado de la calidad de los clavos, y Koo quería pesarlos y medirlos personalmente. También debía cumplir las instrucciones de la señora Agnes. Había retirado la paja orinada y, en el momento en que Noé y su esposa se disponían a pelear, había recorrido cuidadosa y silenciosamente la parte trasera del escenario. No quería molestar a los actores, pero estaba convencido de que los trabajadores le habían robado madera para construir el arca. Buscaba la marca del convento, una cierva perfilada con tinta roja, en el borde de las planchas. No encontró nada y, fuera de la vista tanto de los intérpretes como del público, cruzó el extremo del campo comunal y se adentró por Turnmill Street. En ese momento, avistó algo en Black Man Alley; estaba apoyado en la pared, pero se irguió en toda su estatura para mirarlo. Era más horrible que un dragón. Tenía patas de lagarto, alas de ave y cara de niña; le acercó las garras a la cara, lanzó un grito y huyó por el callejón. La bestia oyó claramente el ruido de los reunidos en Clerkenwell Green al pasar junto al vivero y la bolera. ¿De qué monstruo se trataba? A Oswald Koo todavía no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que fuera un actor disfrazado, que quizá desempeñaba el papel de uno de los demonios de Lucifer. Por otro lado, había reconocido en el acto la imagen de la condenación y el juicio. Tuvo la certeza de que el rostro que había vislumbrado era el de sor Clarice.

* * *

Ocho meses antes Oswald Koo la había seguido hasta los campos; la había esperado y había estado atento a su llegada. Al ver que Clarice abandonaba el molino cargada con dos sacos, le había preguntado si podía ayudarla. La miró francamente mientras hablaba y, tras rechazar su ofrecimiento, la monja bajó los ojos.

– Bien, hermana, ¿cómo estás?

– Bastante bien, a Dios gracias.

– ¿Te gusta esta vida?

– No conozco otra, maese Koo.

– Tienes razón. Desde que eras muy pequeña… -Se detuvo, pues le dio miedo hablar. En ese instante los años de silencio se desbordaron a su alrededor y ya no pudo permanecer callado-. Clarice, yo conocí a tu madre.

– Nadie la conoció.

Clarice se persignó y clavó la mirada en el barro. De pequeña, Agnes de Mordaunt le había dicho que la habían encontrado, abandonada, en los escalones de la sala capitular.

– Eso no es cierto -aseguró con toda la delicadeza de la que fue capaz-. Antaño estuvo entre nosotros.

– ¿Qué quiere decir? ¿Qué significa que «estuvo entre nosotros»?

– Perteneció a la orden.

– Oswald Koo, ¿cómo lo sabe?

– Por aquel entonces yo era todavía muy joven, mi cargo era el de segundo alguacil del convento. Tenía el ardor de los jóvenes. Tu madre se llamaba Alison. -El administrador titubeó-. Era chantresa. Murió de parto. -Su mente se alejó por un momento de la monja y cuando regresó estaba sin aliento-. Por casualidad, ¿recuerdas los túneles?

La historia de los túneles había llegado a sus oídos incluso de niña, y con frecuencia se había preguntado por qué las hermanas la trataban como si fuera un objeto olvidado del convento. Ciertamente, recordaba un lugar de piedra que parecía secreto. Estaba poblado de quejidos y de cólera. Clarice relacionaba la piedra con el llanto y la iniquidad.

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