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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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Ésa era, se dio cuenta con la emoción más cercana a la euforia que era capaz de sentir en sus actuales circunstancias, la pista, el símbolo, el tótem.

Cuando se metió en la cama era medianoche y sus planes para el día siguiente resonaban en su cabeza como el barullo en un teatro momentos antes de que se levante el telón. Estudió la foto del árbol y la pirámide de manzanas hasta que supo exactamente dónde iba a terminar su búsqueda.

Se levantó antes del alba, se dirigió al garaje para coger la pala que su padre utilizaba para quitar la nieve alrededor de la casa y la azadilla de jardinería de su madre, y regresó al club de campo. Aparcó en la plaza más cercana a la torre de estilo normando. Permaneció unos instantes en el coche porque, otra vez, estaba llorando y no sabía si se debía al agotamiento o a la tristeza que le producía la historia de ese indigente que de niño descubrió lo insensibles y crueles que pueden llegar a ser los adultos, tan propensos al engaño, la mentira y el desprecio.

Escuchó el canto de los pájaros y reunió fuerzas. Contempló el cielo iluminándose por el este, haciendo más visibles las rugosas piedras de la estructura del edificio. Un poco antes de las seis, se bajó de su Honda y comenzó a caminar hacia los manzanos. Apoyó la pala contra el tronco junto al que tenía pensado cavar. Ahora, todos los árboles estaban mucho más altos y gruesos, llenos de grandes ramas. Al menos uno -o puede que dos- de los que aparecían en la foto de Bobbie habían sido talados. Pero no resultaba difícil adivinar dónde había estado la pirámide de manzanas y por qué Bobbie había hecho ese montículo de frutas allí. Ese árbol se encontraba en medio de un grupito de tres que habían sido plantados cerca de donde había estado anteriormente el lado norte de la piscina original. La nueva piscina, con toda seguridad tres veces más grande que la de Gatsby, había sido construida sobre la primera, pero ocupó más terreno. La original quedaría justo donde se encontraba la zona de cuatro metros de profundidad, y ese árbol se encontraba lo más cerca posible del lugar en el que el padre de Bobbie murió.

El sol todavía no había aparecido cuando Laurel clavó por primera vez la pala en la tierra, pero ya era más de día que de noche. Llevaba un buen rato sentada en el coche, así que le sentó bien incorporarse. Tomó la pala y, haciendo fuerza con el pie, la hincó en el suelo -sintiendo el frío mango de madera en sus dedos y el cortante filo de la herramienta contra el empeine- y la apretó contra la tierra. Atravesando la hierba y las raíces, penetró en el suelo. Amontonó los trozos de césped arrancados en una pila a su derecha, y luego la tierra. A veces, se ponía de rodillas y escarbaba con sus manos desnudas, queriendo asegurarse de que no se le pasase algo pequeño pero importante, como un relicario, un reloj con unas iniciales… Sabía que estaba siendo demasiado meticulosa con esto, pues Bobbie no le había dado razones para creer que lo que iba a encontrar fuese una joya- Llevaba cerca de media hora cavando y empezaba a preocuparse ante la posibilidad de que, de un momento a otro, se presentase un golfista tempranero o algún miembro del personal de mantenimiento para recoger las hojas que flotaban en la superficie de la piscina y comprobar los niveles de cloro en el agua Entonces, oyó que la pala chocaba contra algo sólido, pero no tan duro como para ser una piedra. También le pareció escuchar un eco apagado con el golpe. El hoyo era ya tan profundo que, para alcanzar el fondo tenía que tumbarse al borde, meter la mitad del cuerpo en el agujero y estirar los brazos. Apartó la tierra que rodeaba el objeto y con sus uñas arañó la parte que sobresalía. Desenterró un borde y luego otro. Tomó la azadilla y, con cuidado pero con prisas, escarbó a ambos lados del objeto. Por fin, palpó un cierre y una bisagra. Con ambas manos, consiguió arrancar de la tierra el joyero de madera con espejitos incrustados en la tapa.

No sabía casi nada de maderas, pero cuando lo limpió un poco supuso que era cerezo. Sus padres -ahora sólo su madre- dormían en una cama con un cabecero de esa madera, y tenía el mismo color que este joyero. Con mucho cuidado, apretó con la uña el cierre de la caja con el corazón acelerado, ajena al sudor que estaba convirtiendo la tierra que manchaba sus mejillas y su frente en barro. Estaba lleno de grava y óxido, pero por fin consiguió abrirlo y levantar la tapa. En un principio se sintió decepcionada. Esperaba encontrar la foto con la inscripción que Jay le regaló a Daisy en Louisville, cuando todavía eran dos jóvenes enamorados y sus vidas no habían comenzado a deshacerse. Pero no. En su lugar había un sobre que en el pasado fue beige pero que ahora era marrón. Cuando le dio la vuelta vio el solitario nombre de «Daisy» escrito con caligrafía masculina en el anverso. Al abrirlo, se fijó en que en el reverso aparecía grabada en relieve la letra G. Dentro había una fotografía de Daisy y Gatsby tomada aquel verano de 1922. Estaban sentados en las escaleras de piedra que llevaban de su casa a la piscina, a unos treinta metros del lugar en el que Laurel se encontraba arrodillada en ese mismo momento. Daisy llevaba un vestido negro de corte imperio, sin mangas y con tirantes de perlas, y unos pendientes con forma de margarita. Él vestía esmoquin y tenía la pajarita un poco torcida. El brazo de Daisy estaba cogido por el suyo, y la mujer ladeaba la cabeza hacia él pero sin apoyarla en su hombro. En la imagen, aparecían un poco acalorados, como si hubieran estado bailando. Sonreían. No, pensó Laurel, era algo más que una simple sonrisa. Estaban radiantes. Era de noche, pero sus sonrisas habrían bastado para iluminar la tierra.

Doblada junto a la foto, había una carta escrita con la misma letra que aparecía en el sobre.

Mi querida Daisy:

Nopuedo hacerme a la idea de lo que sientes, pero tienesqueentender que su muerte no fue culpa tuya ¡Se tiró encimadel coche! Nadie habría podido frenar a tiempo. Nadie.

Recuerda:Si alguien te pregunta, di que era yo quien ibaalvolante. Yo sé cuidarme y cómo protegernos a los dos. Esteterribledisgusto se pasará pronto y volveremos a estar bien yjuntos.

Anocheobservé tu casa y esperé. Esperé toda la noche. Mequedéen vela imaginando nuestro futuro juntos. Un futuroenel que nadie te amenazará ni tendrás que preguntartedóndeestá tu marido. No tenemos que quedarnos aquí y losabes.Podemos instalarnos en Louisville si tú prefieres. O enBoston,o en París, o en Londres. A mí me da lo mismo. Mientrasestemos juntos, seré feliz en cualquier sitio.

¿Puedesverlo? Yo sí puedo vernos. Tú y yo, la peque Pamelay un niño. Sí. Un hermanito para tu dulce hija. Lo llamaremosRobert, como tu padre. Esa será nuestra familia, unniño,una niña y la madre más encantadora y adorable delmundo. Nosotros.Yo seré el esposo que te mereces y el mejor padrepara nuestros hijos.

Esoes lo que vi anoche mientras montaba guardia fueradetu casa.

Todosaldrá bien, ya lo verás. Todo saldrá bien.

Hoyestaré todo el día en casa. Avísame cuando pueda pasarabuscarte.

Conamor,

Jay

Sabía que tenía que rellenar el agujero, pero estaba agotada y sofocada. Al incorporarse, se mareó. Además, ya eran casi las siete y media. A lo lejos, se oía el sonido de hierros y maderas golpeando las bolas en el primer hoyo desde hacía casi media hora. Desde que empezó a cavar, había visto seis o siete vehículos llegar al aparcamiento. Así que, con el joyero bajo un brazo y la pala y la azadilla bajo el otro, regresó a su coche, donde los corazones de manzana y las latas de Red Bull se amontonaban en el asiento del acompañante.

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