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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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– No, tu abuela.

– Mis abuelas no se llamaban como una pata. Una se llamaba Alice y la otra Cecilia. Si te refieres a la madre de Bobbie, la maestra, era Alice.

– No -protestó Laurel-. Se llamaba Daisy y estaba casada con Tom Buchanan. La foto que te he enseñado es de su casa. En 1922, en verano, tuvo un romance con un contrabandista de licores llamado Jay Gatsby. Gatsby era…

– ¿Como en la novela? -intervino Brian.

Laurel se dio cuenta de que los tres la observaban atentamente.

– Gatsby era el abuelo de Dan Corbett, el padre de Bobbie Crocker. ¡Bobbie era hijo de Jay Gatsby!

¿Había levantado la voz? Esperaba no haberlo hecho. Pero el intercambio había sucedido muy rápido y no estaba preparada para los tercos desmentidos de este recluso, ni para su extraña invención. ¿Un revisor y una maestra? Sólo podía imaginarse que se había inventado esta historia para atormentarla y torturarla aún más.

De nuevo esa voz, su voz, como un recuerdo: almeja en su jugo.

– ¿Laurel?

Se giró. Era Margot Ann quien se dirigía a ella. La estancia permanecía en silencio. El único sonido que podía escuchar era el martilleo de su cabeza.

– ¿Laurel? -dijo de nuevo Margot Ann.

– ¿Sí?

– ¿Te apetece que hagamos una pausa? El señor Corbett se quedará aquí, pero nosotras podemos salir.

Oyó que alguien se sorbía la nariz en la estancia, y se dio cuenta de que era ella.

– ¿Todavía puedo escuchar la carta? -preguntó.

– ¿Todavía? Por supuesto -dijo Margot Ann-. Si es lo que quieres.

Corbett apartó la vista y la fijó en el reloj de la pared. Brian, con las manos entrelazadas, jugueteaba con las puntas de sus dedos. El recluso miró a su psicólogo -un perro bien entrenado, pensó Laurel- y luego en dirección a ella.

– ¿La leo en voz alta? -preguntó.

– Como hicimos durante la terapia. Como hiciste conmigo -dijo Brian. Después, dirigiéndose a Laurel, añadió-: Está empezando a ser responsable de sus actos.

A Laurel le pareció que estaba hablando de un niño malcriado.

Margot Ann volvió a preguntarle si de verdad quería escucharlo y Laurel, sin ser muy consciente de lo que hacía, contestó que sí… sí… sí. Le costaba creerlo, pero tenía la sensación de haber repetido la respuesta tres veces.

Entonces, justo después de eso, Corbett empezó a leer. Su voz sonaba aduladora y condescendiente al mismo tiempo. Laurel pensó que el recluso pretendía burlarse de ella a la vez que se ganaba la aprobación de su psicólogo. Sabía que era una tarea imposible y supuso que, si no lograba un equilibrio entre ambos objetivos, optaría por el primero e intentaría herirla con sus palabras. Quizá habría llegado su momento de activación.

– Querida señorita Estabrook -comenzó, mientras sostenía el folio ante él con ambas manos, como si se tratara de una novela-: Le escribo estas líneas para decirle que siento mucho lo que Russ Hagen y yo le hicimos hace siete años. Yo estaba drogado, pero sé que no es una excusa. Me marché de casa siendo muy joven, pero tampoco es una excusa. Como tampoco lo es el tiempo que pasé vagabundeando por ahí. Tengo que admitir toda la responsabilidad por lo que hice. Admitir la responsabilidad de haberle hecho daño, violado, sodomizado, mutilado… Son palabras tan crueles que me resulta difícil escribirlas. Pero dicen que la verdad libera, por eso no voy a cortarme. Aunque no me acuerdo de todo, recuerdo lo suficiente y, además, sé lo que se descubrió durante el juicio. Todo es cierto, y lo sé. En primer lugar, siento haberle roto la cadera, los dedos y el pie. Siento haberla sujetado en el suelo mientras Russ la violaba por todas partes. Y siento haberla violado yo también. Siento haberla forzado a tener sexo oral con nosotros. Pero lo que más siento es haberla sujetado por los brazos mientras Russ Hagen la cortaba como un salvaje. No creo que tuviera intención de sacarle el corazón, como tampoco me lo pareció entonces. Pero sé que tenía miedo de que pudiera reconocernos más adelante, por eso creo que una parte de mí deseaba que Russ la matara cuando le cortó el pecho. Cuando nos marchamos, usted estaba sangrando mucho, así que pensé que se moriría en el bosque. Pero me alegré, igual que me alegro ahora, de que siguiera viva cuando esos ciclistas la encontraron. Siento que haya perdido un pecho, y lo de las otras cicatrices. Ojalá pudiera compensarle por lo que hice. Me gustaría ser capaz de volver atrás en el tiempo y no hacerle esas cosas horribles. Pero no puedo. Por eso, lo único que puedo hacer, señorita Estabrook, es decirle que lo siento. Atentamente, Dan Corbett. Posdata: Prometo que nunca volveré a hacerle algo así a nadie.

Cuando terminó, miró a Brian y preguntó:

– ¿Se la doy?

– No te levantes. Ya se la entregaremos nosotros después -dijo el psicólogo.

A su lado, Margot Ann tenía los ojos cerrados. Laurel se dio cuenta de que la mujer estaba conteniendo las lágrimas. Brian miraba al suelo. De nuevo empezaron las palpitaciones en su cabeza y notó que comenzaba a sudar. Se sintió extraña e inexplicablemente desnuda. Se preguntaba por qué habían permitido que este recluso se inventara tantas cosas en lo que se supone que era una carta de disculpas.

PACIENTE 29873

… me mostró un ejemplar en rústica de El gran Gatsby, una edición con la portada de color azul oscuro en la que aparece el rostro de una mujer con unas ninfas en las pupilas de los ojos. Sigue negando que se trate de una novela de ficción, y lo define como unas memorias, una historia real. No hay reacción cuando se le muestran los créditos del libro en los que aparece el nombre del autor, la fecha de publicación, la declaración de que los personajes son ficticios, etcétera.

Con anterioridad, nos hemos referido al problema de diagnóstico. Al estudiar los estresores que precedieron al episodio (aún por definir), nos encontramos con unas fotografías de una joven montando en bicicleta en un camino. Formaban parte de la colección que, por lo visto, se sacó cerca del lugar donde hace siete años tuvo lugar la violación y la mutilación. Por el momento, no podemos determinar si estas fotos precipitaron la alucinación, al hallarse entre ellas imágenes del club de natación de su infancia, lo que podría haber sugerido a la paciente conexiones biográficas o incluso kármicas.

Fragmento de las notas de Kenneth Pierce,

psiquiatra a cargo,

Hospital Público de Vermont,

Waterbury, Vermont.

Capítulo 29

Pamela nunca le contó a nadie lo que había visto, ni tan siquiera a su abogado y confidente T.J. Leckbruge. En parte porque a veces dudaba y se preguntaba si realmente lo había visto. Podría tratarse de un falso recuerdo pergeñado por su imaginación. Sin embargo, era muy intenso y vivo, y estaba grabado como una película en su memoria.

Una tarde especialmente calurosa de verano, James Gatz estaba de visita en la casa de sus padres. Su niñera, una joven irlandesa con el pelo más colorado que la tinta de un rotulador rojo, se disponía a bajar con ella a la bahía para refrescar un poco las rechonchas piernecitas de su pupila en las aguas. Tom Buchanan había salido a pasar el día fuera. Gatz llevaba un traje de un blanco tan inmaculado como el vestidito de Pamela, y estaba sentado enfrente de su madre con las piernas cruzadas. Daisy Buchanan se encontraba tumbada lánguidamente en el sofá, como si fuera una modelo a punto de ser retratada. Los dos tenían unas bebidas en unas copas altas que descansaban en la mesita de café, pero los hielos hacía tiempo que se habían derretido y gotitas de la condensación corrían por los bordes y formaban charquitos en el posavasos. Daisy parecía especialmente tensa. Su cuerpo se fundía en los cojines del sofá.

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