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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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La niñera posó a Pamela en el agua, sujetándola por los bracitos mientras sacaba y metía el cuerpecito de la niña en las olas, sumergiéndola primero hasta la cintura y luego hasta los hombros. Había tanta humedad que hasta el agua de la bahía le pareció a Pamela un baño templado. Ni ella ni la niñera se sintieron especialmente refrescadas por el chapuzón. Además, decidieron no traer su barquito ni su foca de juguete porque no habían pensado meterse del todo en el mar ni darse un gran baño. Por eso, la niña no tardó en aburrirse.

Por fortuna, la muchacha había traído una barra de pan del día anterior y lo desmigó para que Pamela diera de comer a las gaviotas que se veían desde la casa. Había una docena de aves, puede que más. Descendieron hacia los tobillos de la niña, que al principio se asustó un poco, pero en cuanto comprendió que lo único que los interesaba era el pan, disfrutó mucho, sintiéndose como una artista del circo con un montón de animales amaestrados a su alrededor.

Pero el pan se acabó y Pamela volvió a ser consciente del agobiante calor de la tarde. Más adelante, cuando regresaron a casa, se enteró de que el pan apenas había durado cinco minutos.

Entraron por la sala de estar, una de las muchas habitaciones que daban a la bahía, colándose por las puertas acristaladas que estaban medio abiertas. Las dos tenían mucho calor y estaban agotadas. Probablemente se encontraban más a disgusto que antes, porque habían recorrido el largo paseo por la colina para subir hasta la casa bajo un sol de justicia. No intercambiaron palabra desde que salieron del agua, y atravesaron la terraza en silencio.

Una vez en la sala de estar, Pamela se fijó en que Gatz ya no estaba en la silla. Ahora se encontraba en el sofá, encima de su madre, apartando su cabeza de la de la mujer como si hubieran estado… contándose secretitos. Así de cerca había estado su rostro del de Daisy. De repente, su madre se incorporó para quedar sentada junto a Gatz, en lugar de tumbada debajo de él. Los delicados tirantes de su vestido colgaban a la altura de sus codos en lugar de estar sobre sus hombros. Parecía más sonrojada que antes de que se marcharan. Tímidamente, intentaba ajustarse la ropa mientras -Pamela se preguntaba si su memoria no habría exagerado un poco los detalles al llegar a esta parte- cubría su pecho desnudo con el brazo.

A veces, esta imagen le resultaba borrosa, como si sólo hubiera sido un sueño que se hubiera inventado en su adolescencia. Sin embargo, en otras ocasiones la veía con tanta nitidez que le parecía que estuviera ocurriendo en ese preciso instante. Finalmente, empezó a recordar -o, mejor dicho, a imaginar- que había visto la mano de James Gatz emergiendo de debajo del vestido de su madre. En la universidad, cuando pensaba en aquella tarde, empezó a conjeturar que su medio hermano había sido concebido aquel mismo día. Era posible. La niñera se la llevó a toda prisa a echarse la siesta, y su padre no regresó a casa hasta después de la cena.

¿Y la niñera? Muy poco tiempo después de aquello la cambiaron por otra. Esto, lo sabía Pamela, era una realidad que no estaba sujeta a la fragilidad y los caprichos de la memoria. Aquella niñera desapareció por completo de su vida.

Marissa intentaba hacer sus deberes en el dormitorio, pero Cindy estaba viendo la tele en el salón con su tía y el piso de su padre no era demasiado grande. Era el tercer día consecutivo que su tía se quedaba con ellas. A Marissa le resultó dolorosamente evidente que la mujer se había pasado demasiado tiempo en conciertos de rock cuando era joven, porque estaba peor del oído que su abuelo. Como si fuera una coreografía de ballet, su hermana -todavía molida por haberse caído del columpio- saltaba del sofá para bajar el volumen de la película que estaban viendo, pero cuando su tía volvía de traer algo de la cocina, lo subía de nuevo. La tele estaba lo suficientemente alta como para ahogar el sonido de un reactor supersónico.

Además, Marissa seguía enfadada porque Laurel no le hubiera sacado las fotos el lunes. También estaba preocupada, porque sentía que algo extraño sucedía entre su padre y su novia. No estaba segura de qué era lo que pasaba, pero suponía que había algo detrás del enfado de su padre porque Laurel se había marchado sin avisar a casa de su familia en Long Island. Tenía la sensación de que había algo más que su padre no le quería contar, y que tenía algo que ver con aquello de lo que estuvieron hablando su padre y esa mujer que se llamaba Katherine el sábado pasado. Pensó que era muy posible que su padre estuviera a punto de romper con Laurel. No le parecía justo, pero cuando su padre pasó a recogerla al día siguiente por el colegio parecía más enfadado que preocupado. Se diría que no creía que la madre de Laurel estuviera enferma. Era como si pensara que Laurel estaba loca y no quisiera volver a verla cerca de sus hijas.

Bueno, si Laurel de verdad estaba mal de la cabeza, esto tendría sentido. Pero Laurel no lo estaba. Sólo había pasado por demasiadas cosas. Era una pena que nadie, incluido su padre, fuera capaz de entenderlo.

Margot Ann le preguntó a Laurel si se sentía capaz de volver al trabajo tras la terrible y agotadora experiencia de la audiencia aclaratoria. Estaban en el aparcamiento de la prisión, con la valla y los rollos de alambre de espino por encima de la cabeza de Margot Ann.

– No -contestó Laurel-. Creo que voy a irme a casa.

– Pues sí. Mejor tómate el resto del día libre.

Laurel le ofreció una lánguida sonrisa, esperando transmitir agotamiento emocional. Pero lo cierto es que no estaba cansada. Se sentía confusa, pero cargada de energía. No quería engañar a Margot Ann, pero creía que no le quedaba más remedio. Su plan era que la mujer la dejara en el aparcamiento de Burlington donde la había recogido esa mañana, pero luego no tenía intención de regresar a su apartamento en el barrio alto. Cuando dijo «irme a casa», se refería en esta ocasión a West Egg. Si Bobbie no le había dado a su hijo la siguiente pista, entonces tendría que fiarse de una corazonada que no había parado de sentir desde que el domingo se despidió de Shem Wolfe en la cafetería de Serena. Quizá ella misma fuera la clave para la prueba definitiva. La última evidencia. Quizá no hubiera sido una casualidad que las fotos de Bobbie hubieran terminado en sus manos tras la muerte del hombre. ¿Acaso no la había fotografiado aquel día, hacía siete años, en la pista forestal de Underhill? ¿No le había pedido Katherine que investigara las imágenes que el hombre dejó?

Ella era una pieza clave del rompecabezas de Bobbie Crocker. Por lo visto, el hombre había comprendido que la muchacha se pasó las tardes de verano de su infancia tirada a la sombra de los árboles del jardín de la antigua mansión de Jay Gatsby. La casa de su padre. Laurel había nadado en una piscina que, aunque no era la de Gatsby, estaba construida en el mismo terreno en el que había estado la del padre de Bobbie.

Quizá Bobbie la había elegido porque era consciente de que ella era la única persona capaz de comprender tanto su vida como su obra.

Por eso, iba a regresar de nuevo a la ciudad de su infancia. Porque si fuera Bobbie Crocker y quisiera dejar una prueba de quién era su padre, la dejaría allí. Donde Gatsby vivió y, también, murió.

Laurel pasó la noche en su casa de West Egg. Escuchó los mensajes que Talia, Katherine y David habían grabado en el contestador de su madre para saber cómo estaba y comprobar la veracidad de las notas que les había dejado.

Esa noche durmió poco porque, en su camino a casa, había hecho una parada en el club de campo de West Egg, donde llegó justo después de que hubieran cerrado el salón comedor. Contempló las fotos de las paredes, entre las que se encontraban esas en blanco y negro de los espectáculos que Gatsby llamaba fiestas. Mientras los camareros recogían las últimas mesas y de la cocina llegaban los sonidos metálicos de las cazuelas al golpear contra las paredes del fregadero -con el vapor del agua caliente colándose como una bruma por debajo de las puertas batientes de la cocina-, Laurel recorrió el comedor y el pasillo que conducía al recibidor y a la librería. Estudió con detenimiento las imágenes de la piscina original, intentando figurarse dónde había estado Gatsby exactamente cuando le dispararon, y en qué lugar de la piscina olímpica actual habría estado la piscinita en la que cayó su cadáver. Se fijó en que en las viejas fotos no había manzanos y recordó una historia que le contaron de pequeña: un extraño donante anónimo había entregado los árboles al club. Luego, los árboles aparecían en las imágenes de Bobbie, incluida una foto de un manzano con una montañita de frutas a sus pies.

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