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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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En la entrada de la prisión, Margot Ann y ella tuvieron que entregar sus llaves, bolígrafos y teléfonos móviles, además de sus frascos de spray de defensa -Laurel descubrió que Margot Ann también llevaba uno-. Las recibió el alcaide del centro y un funcionario que las iba a acompañar hasta la estancia donde tendría lugar la pequeña entrevista, pero que se quedaría fuera, esperando detrás de una puerta de cristal. Sólo habría cuatro personas presentes durante la audiencia: Margot Ann, el psicólogo de Dan Corbett, la víctima y… el perpetrador.

«Otra vez esa maldita palabreja», pensó Laurel mientras contemplaba el detector de metales en la pequeña sala de espera para las visitas. «Perpetrador.» Parecía un insulto, una de esas obscenidades que le habían dirigido Corbett y Russell Richard Hagen aquel día en la pista forestal.

Dentro de la prisión, Laurel descubrió que las miles de puertas metálicas del centro eran controladas por un funcionario armado que, desde su garita de paredes de hormigón y cristales a prueba de bala, podía ver los accesos de todo el recinto a través de los monitores del circuito cerrado de televisión de su cubículo. Desde ahí pulsaba los botones que accionaban los cerrojos de toda la prisión: «Puerta uno», «puerta dos», «puerta tres», «J» -se refería a la puerta del pabellón J, el reservado para los agresores sexuales-. Hacia allí se dirigían. Los violadores tenían su propia ala de la prisión porque el resto de reclusos los odiaban a muerte. El funcionario que acompañaba a Laurel y Margot Ann les explicó que, justo la semana anterior, había tenido que intervenir para detener una pelea que se había iniciado entre dos reclusos porque uno había acusado a otro de ser un violador.

El psicólogo al que iba a conocer se había pasado la víspera preparando a Dan Corbett para recibir a Laurel. Por lo visto, sus derechos también importaban.

Entraron en una estancia cuadrada con tabiques pintados de naranja y una solitaria ventana que daba a un pequeño y oscuro patio. Pegados a las paredes, había dibujos realizados por los reclusos -pollitos, niños y naves espaciales-. Laurel supuso que formarían parte de la terapia. En el centro de la habitación había cuatro sillas. Laurel se sentó en la que quedaba más cerca de la puerta. Dan Corbett se colocaría frente a ella, a un par de metros de distancia, al lado de su psicólogo. Margot Ann se sentaría al lado de Laurel. Un funcionario los estaría observando tras la puerta de cristal.

Laurel había traído una selección de fotos y, mientras esperaba a que escoltaran al recluso hasta la estancia, se dedicó a ordenarlas y a colocar las más importantes sobre su regazo: el antiguo retrato de Bobbie y Pamela, las fotos de la mansión de East Egg que Bobbie sacó años más tarde, una de la casa de Gatsby y el par de imágenes en las que salía ella en la pista forestal de Underhill.

No tenía claro en qué orden iba a enseñárselas. Dependía de si este recluso era el hijo de Bobbie, o de si este honor correspondía al asesino preso en Montana. Margot Ann le recordó que Dan Corbett no representaría ninguna amenaza para su integridad física, pero que no debía sorprenderse si todavía se comportaba como una víbora a nivel psicológico. Llevaba un año y medio en tratamiento, le dijo Margot Ann, pero todavía podía revolverse contra ella repentinamente. Aunque evitarían que la tocara, Corbett podría decir cosas hirientes y dolorosas antes de que lo hicieran callar. De todos modos, esperaba que no llegase a este punto. A fin de cuentas, le había escrito una carta relatándole su arrepentimiento. Pero Laurel no debía perder de vista lo que le había hecho hacía siete años.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Margot Ann, a modo de conclusión.

– Aja -murmuró Laurel.

– Bien. -La mujer contempló por un instante las fotos en el regazo de Laurel y luego añadió-: Entonces ¿crees que el padre de Corbett es quien tomó esas fotos?

– Eso creo. O eso espero.

– ¿Por qué?

– Porque prefiero creer que el hombre que las sacó era pariente de Corbett y no de Hagen.

– Y, supongo, porque no te apetece ir hasta Butte.

– Por muchos motivos, sí.

– Pero ¿lo harías?

– Creo que sí -dijo Laurel.

– ¿Esa eres tú? -le preguntó Margot Ann, indicando una de las fotos en las que salía la chica en bicicleta.

– Sí -contestó.

Le sorprendió haber tardado tanto tiempo en reconocerlo y admitirlo en voz alta. Por supuesto que esa chica era ella. ¿Quién iba a ser, si no?

Lo primero en lo que se fijó en cuanto dejaron entrar a Dan Corbett en la habitación fue en el tatuaje. Ahí estaba, en su cuello, la calavera del demonio con los colmillos asomando. Sus ojos descendieron por las mangas del uniforme azul marino de preso hasta sus muñecas, para asegurarse de que no tenía un brazalete de alambre de espino en tinta morada. No estaba ahí. Esto la alivió un poco, pero sabía que debía estar atenta. Dan Corbett había intentado violarla. Aunque no hubiera asesinado a esa mujer de Montana, algo en él había dado un susto de muerte a Bobbie Crocker.

Tenía los ojos enrojecidos y la piel tan pálida que parecía transparente. Se podían ver las venas en las mejillas y las aletas de la nariz como un mapa de carreteras. Tenía muy mala pinta, pero parecía más sumiso que amenazante. Mucho menos peligroso que seis años atrás en el juzgado. Supuso que rondaría los cincuenta. Todavía poseía una impresionante barba de chivo bien cuidada, aunque ahora tan gris como el pelo que le caía en grasientos mechones sobre las orejas. Recordó algo que contó unprofesor una vez en la universidad: en persona, la maldad no resulta muy imponente. En la mayoría de los casos, es de nuestra talla, cabe en el marco de nuestros espejos.

– Creo que ya os conocéis -dijo el psicólogo de Corbett, un tipo alto y delgado con un arete dorado en la oreja que no parecía mucho mayor que Laurel. Llevaba una camisa vaquera azul y una corbata desenfadada con un estampado que mostraba las distintas fases lunares. Por las llamadas telefónicas de la víspera, Laurel sabía que se llamaba Brian.

Los ojos de Corbett recorrían nerviosos la estancia, Laurel y Margot Ann incluidas. Llevaba unas zapatillas deportivas Converse negras que chirriaban cuando pisaba sobre el suelo de linóleo. No estaba esposado.

– Sí -dijo Laurel-. Hola.

– Hola.

Sólo fueron dos sílabas, pero al instante Laurel volvió a oír en su cabeza la broma obscena, asquerosa y desagradable, que el agresor hizo en la pista forestal: almeja en su jugo. Los dos hombres se sentaron y Brian esbozó las bases de la audiencia aclaratoria y lo que esperaba que pudieran conseguir. Algo en la situación le recordaba a Laurel a un encuentro entre abogados para cerrar un acuerdo de divorcio.

Entonces, todos se giraron hacia ella, suponiendo que estaba lista para empezar. Pillada fuera de juego, realizó la primera pregunta que le vino a la mente:

– ¿Alguna vez has trabajado en una feria?

Corbett le ofreció una sonrisa humilde y bajó la vista al papel amarillo que tenía en el regazo. Su carta, pensó Laurel.

– Sí -fue toda su respuesta.

– ¿Y qué hacías?

– Montaba las atracciones -contestó, encogiéndose de hombros.

– ¿No quieres contar nada más, Dan? -intervino su psicólogo-. ¿Hay algo más que te apetezca decir a la señorita Estabrook?

– Era un curro -añadió Dan, mirando a Brian-. Me pagaban, sin más.

– Díselo a la señorita Estabrook.

Se giró para mirarla a la cara.

– No fue nada especial, un trabajo como otro cualquiera.

– Gracias -dijo Laurel.

– No hay de qué.

– Tu padre, ¿cómo se llamaba?

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