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Chris Bohjalian: Doble vínculo

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Mientras Laurel Estabrook practica ciclismo en una carretera solitaria, sufre el ataque de unos hombres que tratan de violarla, pero, por suerte, consigue aferrarse a su bicicleta y salvarse de milagro. Sin embargo, el choque emocional es muy fuerte y a Laurel le cuesta recuperarse, por lo que empieza entonces a trabajar en la entidad gubernamental BEDS, dedicada a buscar alojamiento a los sin techo. Cuando parece que su trabajo puede ayudarle a encauzar su vida, se produce la muerte de uno de los indigentes, Bobbie Croker. Al limpiar las dependencias de Bobbie, aparece una caja llena de fotografías y negativos. Laurel es la encargada de restaurar las fotografías para organizar un homenaje al fallecido y Bobbie Croker resulta ser un fotógrafo lleno de talento por cuyo trabajo ella se apasiona. Pero la joven hace un descubrimiento que le hiela la sangre: entre las fotografías aparece la de una chica montada en bicicleta y que bien podría ser ella el día en que fue atacada. Empieza entonces a investigar el pasado de Bobbie y a recrear su historia para olvidar su propia experiencia.

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Comprendió que no tenía mucho tiempo. Por eso se instaló en un motel de carretera en las afueras de Burlington, donde se dio una ducha y se lavó el pelo por primera vez en días. Se compró una nueva blusa y unos pantalones informales, se perfumó y se puso gafas de sol para que nadie se diera cuenta de que había estado llorando. Otra vez.

Regresó a su coche y recorrió las distintas dependencias burocráticas de Burlington y Waterbury para solicitar su audiencia con Dan Corbett. En un principio, le dijeron que le costaría días -igual semanas-, obtener el permiso, pero fue insistente y tuvo mucha suerte. Se llevó una sorpresa cuando le dijeron que Corbett le había escrito una carta de disculpas. El año pasado, el recluso había ingresado en el programa obligatorio de asistencia para agresores sexuales y, como parte de su grupo de empatía con las víctimas, se le pidió que escribiera una nota a la persona a la que había agredido transmitiéndole su arrepentimiento. Por lo general, a las víctimas nunca les llegaban estas cartas porque no querían saber nada de sus agresores. Pero ahí estaba Laurel, tan desesperada por ver al suyo que estaba dispuesta a ir en persona a la cárcel. Y a leer cualquier cosa que le hubiera escrito.

«¿Por qué no?», pensó. Sabía mejor que nadie lo que había sucedido en Underhill. Puede que en esa carta el hombre le revelara algo acerca de su infancia: si alguna vez conoció a su padre; qué le había llevado, hacía ya siete años, a esa pista forestal; qué pintaba Bobbie Crocker allí.

Quizá, le dijo por teléfono al psicólogo de la prisión de Dan Corbett, su disposición a recibir esta carta ayudaría al hombre a recuperarse, a reinsertarse, a regresar al mundo algún día.

Por supuesto, no se creía estas palabras.

Es más, no quería que Dan Corbett volviera al mundo. Prefería que se quedase para siempre entre rejas.

Pero estaba dispuesta a decir lo que fuera para conseguir agilizar esa entrevista. Era lo más importante, ahora que el reloj corría cada vez más deprisa y que había más gente detrás de ella a cada instante.

El lunes por la tarde, Whit escuchó el ruido de una pequeña multitud reunida en el piso de enfrente. Era un poco antes de las tres. Abrió la puerta y se encontró a Talia charlando con un par de mujeres mayores en el recibidor.

– Hola, Whit -le saludo sarcástica-. ¿Me ayudas a disuadir a este par de encantadoras damas para que no saqueen mi piso?

Una de las mujeres clavó una afilada mirada en Whit, quien rápidamente le extendió la mano para saludarla. Talia se la presentó como una procuradora municipal llamada Chris. La segunda mujer, Katherine, era la jefa de Laurel en el albergue. Talia le explicó que las dos esperaban que Laurel hubiera dejado las fotos que sacó de los negativos de Bobbie Crocker en el apartamento.

– Ya les he dicho -explicó Talia- que es imposible que estén aquí. Hace sólo un par de horas que he ordenado el piso. Además, tras el numerito de Laurel del sábado, estoy casi segura de que las ha escondido en algún sitio. Les he dicho que pueden sonrojarse con las piezas de lencería que van a encontrar, pero que no esperen dar con las fotos.

– Talia, no queremos revolverte el piso -dijo Katherine-, y lo sabes. Pero ¿cómo puedes estar tan segura de que las fotos no están aquí? Las he visto y sé lo que estamos buscando.

– Yo también las he visto. Y me parece que estás más preocupada por esas fotos que por Laurel.

– Sabes que no es verdad. ¡Claro que estoy preocupada por Laurel! Todos lo estamos.

La procuradora asintió con gran seriedad y luego dijo:

– Pero esas fotos podrían generar una gran suma de dinero para BEDS. No podemos permitir que les pase algo. Por eso estamos aquí. ¿Y si Laurel…?

Esto fue demasiado para Whit.

– Y si Laurel, ¿qué?

La mujer giró la cabeza con los ojos abiertos como platos. Arqueó las cejas y puso cara de incredulidad.

– Parece que no se enteran -protestó Whit-: Laurel nunca le haría nada a esas fotos. Para ella son su vida.

Katherine posó su mano en los hombros del muchacho para calmarle. Whit tuvo que contenerse para no apartárselas.

– Quiero muchísimo a Laurel, para mí es como una hermana pequeña. De hecho, algún día espero que dirija el albergue. La escucho, la respeto y confío en ella. Pero ahora tiene problemas. Hay algo que no cuadra en esta precipitada huida a su casa. Al mismo tiempo, tengo a una mujer dispuesta a hacer una enorme donación al albergue si le entregamos las fotos. Dinero suficiente para tapar el agujero que vamos a tener en las subvenciones públicas este año. Lo que se dice un buen parche.

– Quieres decir que lo único que tienes que hacer es entregar el trabajo de toda una vida -dijo Talia mordaz.

– En primer lugar, no es el trabajo de su vida. Son unos cientos de imágenes, como mucho. Es probable que Bobbie nos dejara entregarlas si supiera la cantidad de dinero que nos ofrecen por ellas. A Bobbie le encantaban los valores del albergue y nuestro trabajo. No le importaría contribuir a que nuestra asociación no se arruine.

– ¿Y Laurel? -preguntó Whit-. ¿Qué hay de todo el trabajo que ha realizado hasta ahora?

– No son sus fotos. No tiene derecho a quedárselas. Además… -Katherine se detuvo un momento, buscando las palabras adecuadas-. Además, si hubiera sabido que se iba a tomar todo esto… tan en serio, nunca se las habría entregado.

– De todos modos, ¿no te parece que esto es un asqueroso trueque? ¿Un precedente muy malo? -añadió Whit.

– Mira, así es como lo veo yo: por un lado, tengo una amiga que está perdiendo la cabeza por culpa de unas fotos que, seguramente, no deberían estar en su posesión, y por otro tengo a un donante que anda detrás de ellas. Cien mil dólares, ¡leches! Lo siento, Whit; lo siento, Taha, pero no hay mucho que pensar.

Talia se encogió de hombros y dejó a las dos mujeres entrar en el apartamento.

– Adelante -dijo-, pero no las vais a encontrar.

Y estaba en lo cierto.

Capítulo 28

Laurel nunca había visitado la prisión. Nunca había recorrido la larga carretera de dos carriles, flanqueada a ambos lados por campos de cultivo, que llevaba de la localidad de Saint Albans a la penitenciaría. Nunca se había fijado en que el alambre de espino de las vallas tenía injertadas cuchillas en forma de yunque porque, como era de esperar, nunca lo había observado de cerca. Vio que los bloques de hormigón de los edificios de la prisión estaban dispuestos como las puntas de una estrella. Había una cancha de baloncesto, con el suelo de asfalto, rodeada de alambradas incluso por encima. Contempló dos enormes huertos que se extendían al otro lado de los muros, uno de hortalizas de verano y otro de flores. El primero ocuparía fácilmente una hectárea. Con los frutos de las largas hileras de tomateras se podría llenar un camión. La mujer que iba al volante le dijo que los reclusos cultivaban suficientes hortalizas para dar de comer a la prisión entera durante el verano y el otoño, y reconoció que no tenía ni idea de lo que hacían con las flores. Trabajaba para el departamento de Atención a Víctimas de Crímenes y estaba acompañando a Laurel porque la trabajadora social de BEDS había solicitado ver a su «perpetrador».

Era el término que utilizaba la mujer, llamada Margot Ann: perpetrador.

No parecía dispuesta a dejar que Laurel fuera sola al encuentro de su perpetrador. Margot Ann era más alta todavía que Laurel, su cabello negro estaba empezando a encanecer y lo llevaba muy corto, lo que le confería cierto aire masculino. Era originaria de Jackson, en Misisipi. De ahí, le explicó, que sus padres le hubieran puesto un nombre compuesto. Había conocido a su marido, un vermontés de pura cepa, en el extranjero cuando los dos servían en la Guardia Nacional. Margot Ann entrenaba al equipo femenino de baloncesto del instituto de su barrio, aunque sólo tenía hijos varones. En invierno, se pasaba casi todo el tiempo haciendo snowboard. En el camino a Saint Albans, le contó casi toda su vida. Laurel pensó que lo hacía para que se sintiera cómoda y relajada. La víspera, habían realizado todo el trabajo preparatorio. En teoría -Margot Ann dijo que las teorías servían de poco en una audiencia aclaratoria como ésta-, verían a Dan Corbett durante una media hora. Laurel le haría las preguntas sobre su padre y su abuelo que le interesaban y él compartiría con ella la carta que le había escrito. Pero no iba a resultar fácil, ni logística ni emocionalmente. Laurel lo entendía. Ahora, arrullada por el soniquete de la cháchara de Margot Ann, se sentía extrañamente distendida en el asiento del copiloto del Corolla de la mujer, como si se encontrara agarrada a un flotador en su piscina de West Egg, como una niñita medio dentro y medio fuera del agua.

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