Rose casi había llegado a las escaleras cuando escuchó voces flotando en el corredor, plagado de corrientes de aire.
– Dice que no piensa comentar nada, que no es asunto de nadie, sino de ella. -Las palabras resaltadas por el roce de las escobas contra el suelo.
– La señora no se va a alegrar cuando se entere.
– La señora no se enterará.
– Si tiene ojos en la cara se dará cuenta. No hay muchos que no puedan ver cuando una muchacha engorda en su embarazo.
Rose se llevó una mano helada a la boca; avanzó lentamente por el pasillo, intentando oír la conversación.
– Dice que todas las mujeres de su familia engordan poco. Que será capaz de ocultarlo bajo su uniforme.
– Esperemos que tenga razón, o de lo contrario la echarán.
Rose llegó al rellano de las escaleras justo a tiempo para ver a Daisy desaparecer por el pasillo de los sirvientes. Sally no tuvo la misma suerte.
La sirvienta inspiró hondo y sus mejillas se colorearon desagradablemente.
– Lo siento, señora. -Una apurada reverencia, la escoba enredada en sus faldas-. No la vi.
– ¿De quién hablabas, Sally?
El sonrojo se extendió hasta la punta de las orejas de la muchacha.
– Sally -espetó Rose-, exijo que me respondas. ¿Quién está embarazada?
– Mary, señora. -Apenas más que un susurro.
– ¿Mary?
– Sí, señora.
– ¿Mary está embarazada?
La muchacha asintió rápidamente, las líneas de su rostro mostrando un urgente deseo por desaparecer.
– Ya veo. -Un profundo agujero negro se abrió en el centro del vientre de Rose, amenazándola con tragársela. Esa estúpida muchacha con su odiosa y barata fertilidad. Exhibiéndola para que todos la vieran, arrullando a Rose, diciéndole que todo estaría bien y luego riendo a sus espaldas. ¡Y sin estar casada! Bueno, no en esta casa. La mansión Blackhurst era una casa antigua y de elevada moral. Le correspondía a Rose asegurarse de que esos estándares fueran observados.
* * *
Adeline se cepilló los cabellos, mechón tras mechón. Mary no estaba y aunque eso los dejaba con pocos sirvientes para la fiesta del fin de semana, la ausencia de la muchacha tendría que ser tolerada. Aunque de ordinario Adeline no alentaba a Rose para que tomara decisiones sobre el personal sin consultarla como correspondía, éstas eran circunstancias excepcionales y Mary había sido una pequeña desgraciada. Desgraciada y sin haberse casado, lo que hacía que la situación fuera aún peor. No, Rose había tenido razón en seguir su instinto, aunque no en su metodología.
Pobre y querida Rose. El doctor Matthews había visitado a Adeline esa semana, se había sentado frente a ella en el recibidor y había adoptado su voz grave, la que siempre utilizaba para momentos preocupantes. Rose no estaba bien, le había dicho (como si Adeline no pudiera verlo por sí misma), y él estaba muy preocupado.
– Desgraciadamente, lady Mountrachet, mis miedos no se limitan a su aparente deterioro. Hay… -tosió levemente en su puño cerrado- otras cuestiones.
– ¿Otras cuestiones, doctor Matthews? -Adeline le pasó una taza de té.
– Asuntos emocionales, lady Mountrachet. -Sonrió remilgado y tomó un sorbo de té-. Cuando inquirí sobre el aspecto físico de su matrimonio, la señora Walker confesó lo que podría ser considerado, en mi opinión profesional, una malsana tendencia hacia la actividad física.
Adeline sintió que se le hinchaban los pulmones; contuvo la respiración y se obligó a espirar con calma. A falta de algo más que decir o hacer, agregó un terrón adicional de azúcar en su té. Sin mirar al doctor Matthews a los ojos, le indicó que continuara.
– Consuélese, lady Mountrachet. Aunque sea una condición seria, su hija no está sola. Puedo dar cuenta de un alto incremento de actividad física entre las damas jóvenes hoy día; y estoy seguro de que es una condición que superará. Lo más importante es mi sospecha de que sus tendencias físicas están contribuyendo a sus repetidos fracasos.
Adeline se aclaró la garganta.
– Continúe, doctor Matthews.
– Es mi sincera opinión médica que su hija debe cesar las relaciones físicas hasta que su pobre cuerpo haya tenido tiempo de recuperarse. Porque todo está vinculado, lady Mountrachet, todo está vinculado.
Adeline llevó la taza a la boca y probó el amargor de la porcelana. Asintió casi imperceptiblemente.
– El Señor obra de modo misterioso. También, a través de sus designios, el cuerpo humano. Es razonable suponer que una dama joven con apetitos… desatados -sonrió disculpándose, los ojos entrecerrados- presentaría un modelo no del todo maternal. El cuerpo sabe de tales cosas, lady Mountrachet.
– ¿Está sugiriendo, doctor Matthews, que con menos intentos, mi hija podría tener mejores resultados?
– Vale la pena considerarlo, lady Mountrachet. Por no mencionar los beneficios que tal abstinencia tendría para su salud general y su bienestar. Imagine, si así lo desea, lady Mountrachet, una manga de las que indican la fuerza del viento.
Adeline arqueó sus cejas, preguntándose -no por primera vez- por qué había permanecido leal al doctor Matthews todo este tiempo.
– Si una manga se mantiene colgada durante años, sin oportunidad de descanso o reparación, los duros vientos, inevitablemente, acabarán agujereando la tela. Así también, lady Mountrachet, su hija debe permitirse tiempo para recuperarse. Debe ser protegida de los fuertes vientos que amenazan con hacerla pedazos.
Mangas de viento aparte, lo que decía el doctor Matthews tenía cierto sentido. Rose estaba débil, con mal aspecto y sin permitirse tiempo para sanar no podía esperarse que se recuperara por completo. Y sin embargo su intenso deseo por un bebé la consumía. Adeline había agonizado sobre cómo convencer a su hija para que diera prioridad a su propia salud, y finalmente se dio cuenta de que sería necesario contar con la ayuda de Nathaniel en este intento. Aunque la conversación prometiera ser incómoda, su obediencia estaba asegurada. Durante los últimos doce meses, Nathaniel había aprendido a seguir las órdenes de Adeline, y ahora, con un retrato real en perspectiva, poca duda quedaba de que vería las cosas al igual que ella.
Aunque Adeline se las había ingeniado para mantener una apariencia serena, por dentro estaba muy furiosa. ¿Por qué otras mujeres jóvenes podían quedar embarazadas cuando Rose no podía? ¿Por qué era enfermiza cuando otras eran sanas? ¿Cuánto más debería el débil cuerpo de Rose soportar? En sus momentos más oscuros, Adeline se preguntaba si se debía a algo que ella había hecho. Si tal vez Dios la estaba castigando a ella. Había sido demasiado orgullosa, se había vanagloriado demasiadas veces de la belleza de Rose, de sus buenos modales, de su temperamento dulce. ¿Qué peor castigo que ver sufrir a una hija amada?
Y ahora, descubrir que Mary, esa desagradable muchacha llena de salud con su ancho y sonriente rostro, su pelo desordenado, estaba encinta. Un hijo no querido cuando a otras que lo deseaban tan intensamente se les negaba de continuo. No había justicia. No era una sorpresa que Rose se hubiera enfurecido: era su turno. La buena nueva, el niño, debería pertenecer a Rose, no a Mary.
Si sólo hubiera alguna manera de garantizarle a Rose un bebé sin el esfuerzo físico. Por supuesto, era imposible. Las mujeres harían cola si tal método existiera…
Adeline hizo una pausa a mitad del pensamiento. Miró a su reflejo pero no vio nada. Su mente estaba en otra parte, contemplando la imagen invertida de una muchacha saludable sin instintos maternales, junto a una mujer delicada cuyo cuerpo no obedecía los deseos de su corazón…
Dejó el cepillo. Apretó sus frías manos sobre el regazo.
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