Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
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Después del nacimiento de Ivory, y la recuperación de Rose, las hebras de su vida se habían vuelto, lentamente, a trenzar. Era extraño el poder de un pequeño bebé para devolver la vida a un lugar, para retirar el negro velo que lo había cubierto todo: Rose, su matrimonio, la misma alma de Nathaniel. No había sido instantáneo, claro. Para empezar, en lo que concernía a la niña, Nathaniel había procedido con cautela, siguiendo los pasos de Rose, siempre cuidadoso ante la posibilidad de que los orígenes de la criatura resultaran un obstáculo infranqueable. Sólo cuando vio que ella amaba a la niña como a una hija, no como a una mascota, se permitió que los muros de su propio corazón se ablandaran. Permitió que la divina inocencia del bebé se filtrara en su espíritu cansado y herido, y abrazó la totalidad de su pequeña familia, la fuerza que ésta ganó al aumentar su número de dos a tres.

Y con el tiempo, se fue olvidando del libro y del placer que sus ilustraciones le habían dado. Dedicó su tiempo a seguir los pasos de la familia Mountrachet; ignoró la existencia de Eliza y, cuando Adeline le pidió que alterara el retrato de John Singer Sargent, aceptó de buena voluntad, aunque no feliz, el deshonor de retocar el trabajo del gran pintor. Le pareció que para entonces había cruzado ya los límites de tantos principios que alguna vez supuso inviolables, que uno más no haría daño…

Nathaniel llegó al claro en el centro del laberinto, y un par de pavos reales lo miraron brevemente antes de continuar su camino. Prosiguió con cuidado, a fin de evitar la argolla metálica que amenazaba con hacer tropezar a una persona, y luego entró por el angosto sendero que comenzaba el camino hacia el jardín oculto.

Nathaniel se quedó helado. Ramas que se rompían, pequeñas pisadas. Más pesadas que las que pertenecían a los pavos reales.

Se detuvo, volviéndose rápidamente. Entonces… un relámpago blanco. Algo lo estaba siguiendo.

– ¿Quién es? -Su voz fue más áspera de lo que había esperado. Se obligó a mostrarse firme-. Insisto en que salga de su escondrijo.

Luego de una pausa momentánea, su perseguidor se dio a conocer.

– ¡Ivory! -El alivio fue seguido rápidamente por la consternación-. ¿Qué estás haciendo aquí? Sabes que no se te permite cruzar las puertas del laberinto.

– Por favor, papá -rogó la pequeña-. Llévame contigo. Davies dice que hay un jardín donde termina el laberinto, en donde comienzan todos los arcos iris del mundo.

Nathaniel no pudo sino admirar la imagen.

– ¿Eso dice?

Ivory asintió con esa honestidad infantil que cautivaba a Nathaniel. Consultó su reloj de bolsillo. Adeline estaría de regreso en una hora, ansiosa de controlar el avance del retrato de lord Haymarket. No había tiempo para llevar a Ivory a la casa y regresar, y quién sabía cuándo se volvería a presentar nuevamente la oportunidad. Se rascó una oreja y suspiró.

– Vamos pues, pequeña.

Ella lo siguió de cerca, tarareando una canción que Nathaniel reconoció como «Naranjas y limones». A saber dónde la habría aprendido. No de Rose, quien tenía una terrible memoria para las letras y las melodías; ni de Adeline, para quien la música poco significaba. Uno de los sirvientes, sin duda. A falta de una institutriz adecuada, su hija pasaba gran parte de su tiempo con el personal de Blackhurst. ¿Quién podía saber qué otras cuestionables habilidades estaba adquiriendo como consecuencia?

– ¿Papá?

– Sí.

– Hice otro dibujo en mi mente.

– ¿Ah? -Nathaniel apartó un seto espinoso para que Ivory pudiera pasar.

– Es el barco con el capitán Ahab. Y la ballena nadando a su lado.

– ¿De qué color es la vela?

– Blanca, por supuesto.

– ¿Y la ballena?

– Gris como una nube de tormenta.

– ¿Y cómo huele tu barco?

– A agua salada, y a las botas sucias de Davies.

Divertido, Nathaniel enarcó sus cejas.

– Lo imaginaba. -Era uno de sus juegos favoritos, que jugaban con frecuencia por las tardes, ya que Ivory había adquirido la costumbre de pasarlas en su estudio. Le había sorprendido descubrir que disfrutaba con la compañía de la niña. Ella le hacía ver las cosas de otro modo, más sencillo, de un modo que daba nueva vida a sus retratos. Sus frecuentes preguntas sobre lo que estaba haciendo y por qué lo estaba haciendo requería que explicara cosas que hacía tiempo había olvidado apreciar: que uno debe dibujar lo que ve, no lo que imagina que está allí; que cada imagen está constituida simplemente de líneas y formas; que los colores deben a la vez revelar y ocultar.

– ¿Por qué estamos yendo por el laberinto, papá?

– Hay alguien al otro lado a quien debo ver.

Ivory meditó sobre ello.

– ¿Es una persona, papá?

– Por supuesto que es una persona. ¿Acaso crees que tu papá se va a encontrar con una bestia?

Dieron la vuelta a una esquina, luego a otra en rápida sucesión y Nathaniel pensó en una canica deslizándose por las vueltas y revueltas de la pista que Ivory había construido en su cuarto de juegos. Siguiendo las curvas y rectas con poco control sobre su propio destino. Una tonta asociación, claro, porque ¿qué eran las acciones de hoy sino las de un hombre haciéndose cargo de su propio destino?

Doblaron un último recodo y llegaron a la puerta del jardín oculto. Nathaniel se detuvo, se arrodilló y tomó con gentileza a su hija por sus huesudos hombros.

– Bueno, Ivory -dijo cuidadosamente-, hoy te he traído por el laberinto.

– Sí, papá.

– Pero no debes volver nunca, y menos, sola. -Nathaniel apretó los labios-. Y creo que sería mejor si… si esta excursión de hoy…

– No te preocupes, papá. No se lo diré a mamá.

Nathaniel sintió alivio mezclado con la desagradable sensación de estar conspirando con su hija contra su esposa.

– Ni tampoco a Abuela, papá.

Nathaniel asintió, sonriendo levemente.

– Es mejor así.

– Un secreto.

– Sí, un secreto.

Abrió la puerta hacia el jardín oculto e hizo entrar a Ivory. Había esperado, a medias, ver a Eliza, sentada como la Reina de las Hadas sobre el montículo de césped bajo el manzano, pero el jardín estaba inmóvil y silencioso. El único movimiento provenía de un petirrojo -¿el mismo?- que inclinó su cabeza y miró casi con sentido de propiedad mientras Nathaniel avanzaba por el zigzagueante sendero.

– Oh, papá -exclamó Ivory, mirando maravillada el jardín. Alzó la vista, contemplando las enredaderas que iban de un lado a otro, desde la cima de uno de los muros hasta el otro-. Es un jardín mágico.

Qué raro que una niña pudiera percibir semejantes cosas. Nathaniel se preguntó qué tenía el jardín de Eliza que hacía que uno sintiera que tal esplendor no podía haber ocurrido por sí solo. Que algún trato había sido sellado con los espíritus del otro lado del velo para procurar semejante abundancia.

Guió a Ivory a través de la puerta sur y por el sendero que bordeaba el lateral de la cabaña. A pesar de la hora, estaba fresco y oscuro en el jardín del frente, cortesía del muro de piedra que Adeline había hecho construir. Nathaniel colocó una mano en los hombros de Ivory, sus alas de hada.

– Escucha -dijo-. Papá va a entrar pero tú debes esperar aquí, en el jardín.

– Sí, papá.

Dudó.

– No te muevas de aquí.

– Oh, no, papá -respondió de modo inocente, como si andar por donde no debiera fuera lo más lejano de su mente.

Con un gesto de asentimiento, Nathaniel se dirigió a la puerta. Golpeó y esperó a que Eliza apareciera, mientras se ajustaba las mangas de su camisa.

La puerta se abrió y allí estaba ella. Como si la hubiera visto ayer. Como si cuatro años no hubieran transcurrido entre ambos.

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