Kate Morton - El jardín olvidado

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Una niña desaparecida en el siglo XX…
En vísperas de la Primera Guerra Mundial, una niña es abandonada en un barco con destino a Australia. Una misteriosa mujer llamada la Autora ha prometido cuidar de ella, pero la Autora desaparece sin dejar rastro…
Un terrible secreto sale a la luz…
En la noche de su veintiún cumpleaños, Nell O’Connor descubre que es adoptada, lo que cambiará su vida para siempre. Décadas más tarde, se embarca en la búsqueda de la verdad de sus antepasados que la lleva a la ventosa costa de Cornualles.
Una misteriosa herencia que llega en el siglo XXI…
A la muerte de Nell, su nieta Casandra recibe una inesperada herencia: una cabaña y su olvidado jardín en las tierras de Cornualles que es conocido por la gente por los secretos que estos esconden. Aquí es donde Casandra descubrirá finalmente la verdad sobre la familia y resolverá el misterio, que se remonta un siglo, de una niña desaparecida.

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Cassandra sintió que se le enrojecían las mejillas. Fingió indiferencia mientras Ruby examinaba las vigas vistas del techo, los azulejos azules y blancos alrededor de la cocina, las anchas tablas del suelo.

– Bueno -dijo por fin-, ¿qué te parece?

Ruby puso los ojos en blanco.

– Ya sabes lo que pienso, Cass. ¡Estoy completamente celosa! ¡Es fabulosa! -Se inclinó sobre la mesa-. ¿Sigues planeando venderla?

– Sí, supongo que sí.

– Eres más fuerte que yo. -Ruby sacudió la cabeza-. Yo no sería capaz de deshacerme de ella.

Un relámpago de orgullo posesivo surgió de la nada. Cassandra lo apagó.

– Tengo que hacerlo. No puedo dejarla abandonada. El mantenimiento sería demasiado caro, especialmente cuando estoy al otro lado del mundo.

– Podrías quedártela como casa de vacaciones, alquilarla cuando no la usas. Entonces tendríamos siempre un lugar para quedarnos cuando necesitemos algo de costa marina. -Rió-. Es decir, tendrás un lugar donde quedarte. -Dio un empujoncito a Cassandra con el hombro-. Vamos, muéstrame lo que hay arriba. Apuesto a que la vista es espectacular.

Cassandra la condujo por las angostas escaleras, y cuando llegaron al dormitorio, Ruby se inclinó sobre el alféizar.

– Oh, Cass -dijo, mientras el viento encrespaba las blancas puntas de las olas-, tendrías gente haciendo cola para pasar aquí sus vacaciones. Está intacta, lo suficientemente cerca del pueblo para avituallarse y lo suficientemente lejos para tener privacidad. Debe de ser una gloria al atardecer, y también de noche cuando las distantes luces de los barcos pesqueros brillan como pequeñas estrellas.

Los comentarios de Ruby excitaron y asustaron a Cassandra, porque habían dado voz a su deseo secreto, un sentimiento del que no se había percatado hasta que lo escuchó de boca de otra persona. Ella quería quedarse con la cabaña, sin importar el hecho de que lo más sensato era venderla. La atmósfera del lugar tenía algo que se le metía bajo la piel. Estaba la conexión con Nell, pero también algo más. Una sensación de que todo estaba en orden cuando se encontraba en la cabaña y su jardín. En orden con el mundo, y con ella misma. Se sintió sólida y completa por primera vez en diez años. Como un círculo, un pensamiento sin bordes oscuros.

– ¡Dios mío! -Ruby se volvió y aferró la muñeca de Cassandra.

– ¡Qué! -El estómago le dio un vuelco-. ¿Qué sucede?

– Acabo de tener una idea brillante. -Tragó saliva haciendo un gesto con la mano mientras recuperaba el aliento-. Quedarnos a dormir -exclamó-. ¡Tú y yo, esta noche, aquí en la cabaña!

* * *

Cassandra había ido al mercado y estaba saliendo de la ferretería con una caja de cartón llena de velas y cerillas, cuando se cruzó con Christian. Habían pasado tres días desde que cenaran en el pub -había llovido demasiado para siquiera plantearse retomar el jardín oculto durante el fin de semana-, y desde entonces no le había visto ni hablado con él. Se sentía extrañamente nerviosa, podía sentir sus mejillas ruborizarse.

– ¿De campamento?

– Algo así. Tengo una visita y quiere que pasemos una noche en la cabaña.

Alzó las cejas.

– Que no te muerdan los fantasmas.

– Procuraré.

– O las ratas -dijo con una media sonrisa.

Ella también sonrió, para después apretar los labios. El silencio se estiró como una banda elástica, amenazando romperse.

– Oye… se me está ocurriendo… -comenzó tímidamente-, que podrías venir a cenar con nosotras. Nada del otro mundo, pero sería divertido; si estás libre, quiero decir. Sé que a Ruby le encantará conocerte. -Cassandra enrojeció y maldijo el tono ascendente en el que había terminado cada frase-. Será divertido -repitió.

Él asintió, pareciendo considerar el asunto.

– Sí -dijo-. De acuerdo. Suena bien.

– Fantástico. -Cassandra sintió un escozor bajo su piel-. ¿A las siete? Y no hace falta que traigas nada. -Como puedes ver, estoy bien provista.

– Oh, por cierto, déjame ayudar. -Christian le quitó la caja de cartón. Ella intercambió las bolsas de plástico del mercado de mano y se rascó las marcas rojas que habían dejado-. Te acercaré hasta el acantilado -se ofreció.

– No quiero robarte más tiempo.

– No lo haces. De todos modos iba de camino a verte, respecto a Rose y sus marcas.

– Oh, no pude encontrar nada más en el cuader…

– No importa. Sé lo que eran y sé cómo las obtuvo. -Hizo un gesto hacia el coche-. Vamos, podemos hablar mientras conduzco.

Christian maniobró para sacar el coche del ajustado lugar junto al paseo marítimo y condujo por la calle principal.

– ¿Qué es, entonces? -preguntó Cassandra-. ¿Qué encontraste?

Las ventanas se habían empañado y Christian estiró la mano para limpiar el parabrisas con la palma.

– Cuando me contaste lo de Rose el otro día hubo algo que me resultó familiar. Era el nombre del doctor, Ebenezer Matthews. Ni aunque me hubiera ido la vida en ello habría podido acordarme de dónde había oído el nombre, pero el sábado por la mañana lo recordé. En la universidad cogí una clase en ética y medicina, y como parte del curso tuvimos que escribir una monografía sobre usos históricos de nuevas tecnologías.

Redujo la velocidad en una intersección y manipuló los mandos de la calefacción.

– Lo siento, a veces no funcionan bien. En un minuto empezarán a funcionar. -Movió el dial del azul al rojo, puso el intermitente a la izquierda y avanzó por el empinado camino-. Una de las ventajas de volver a vivir en casa es que tengo acceso inmediato a las cajas en las que guardé mis cosas cuando mi madrastra convirtió mi cuarto en un gimnasio.

Cassandra sonrió, recordando las cajas con vergonzantes recuerdos del instituto que había descubierto cuando regresó a vivir con Nell, tras el accidente.

– Me llevó un tiempo, pero al final encontré el ensayo, y ahí estaba su nombre, Ebenezer Matthews. Decidí incluirlo porque era del mismo pueblo en el que crecí.

– ¿Y? ¿Había algo en el ensayo sobre Rose?

– Nada por el estilo, pero después de comprender quién era ese doctor Matthews que atendía a Rose, le escribí un correo electrónico a una amiga en Oxford que trabaja en la biblioteca médica. Ella me debe un favor y acordó enviarme cualquier cosa que encontrara sobre los pacientes del doctor entre 1889 y 1913. Los años que vivió Rose.

Una amiga. Cassandra hizo a un lado la inesperada aparición de los celos.

– ¿Y?

– El doctor Matthews era un hombre muy ocupado. No al principio: para alguien que llegó a notables alturas, tuvo comienzos humildes. Médico en un pequeño pueblo en Cornualles, haciéndolas mismas cosas que hace un médico en un pequeño pueblo. Su gran oportunidad, por lo que he podido colegir, fue conocer a Adeline Mountrachet de la mansión Blackhurst. No sé por qué ella eligió a un joven doctor como él cuando su niña se enfermó; los aristócratas eran más dados a llamar al mismo viejo que había tratado al tío abuelo Kernow cuando niño, pero por lo que fuera Ebenezer Matthews fue convocado. Él y Adeline debieron de llevarse bien, porque después de aquella primera consulta se convirtió en el doctor de cabecera de Rose. Permaneció a su lado durante toda su infancia, incluso tras su casamiento.

– Pero ¿cómo lo sabes? ¿Cómo es que tu amiga consiguió esa información?

– Muchos de los doctores de esa época guardaban diarios de cirugía. Recuentos de los pacientes que veían, quiénes les debían dinero, tratamientos prescritos, artículos publicados, ese tipo de cosas. Muchos de esos diarios terminaron en las bibliotecas. Fueron donados, o vendidos, generalmente por los descendientes del médico.

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