Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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– No te pongas paranoico, nadie está escuchando tu teléfono, ni el mío. No somos tan importantes.

Rodrigo se quedó callado. Evidentemente abrigaba ciertas dudas, por lo menos en lo que a sí mismo se refería. A saber dónde habría metido las narices, se dijo Nacho, y qué temería.

– Bueno, de todos modos no tengo sus IP -Nacho pensó un poco-. Aunque… Espera. ¿Te valdría con un correo electrónico del difunto para averiguarla?

Acababa de recordar que tenía al menos un par de ellos, unos de esos correos colectivos que se envían como respuesta a un mensaje que, en origen, tenía varios destinatarios. Doña Agustina les había mandado diversos e-mails, dirigidos a todos los participantes en el congreso mientras lo estaba preparando, con datos de interés sobre el evento, fechas, señas y una larga serie de recomendaciones bibliográficas para elaborar las ponencias sobre su egregio marido, que ella esperaba ansiosamente. Nacho creyó recordar que varios poetas habían respondido a alguno de esos correos, enviando su contestación no sólo a doña Agustina, sino al resto de los colegas. Estaba seguro de que algunos de ellos correspondían a Fabio Arjona.

En cambio Nacho, por timidez, no había respondido a ninguno.

– Sí, vale si provenía de su ordenador, y no de un ciber-café, por ejemplo.

– Bueno, eso no me consta, pero puedes probar.

– Está bien -se resignó Rodrigo-. Mándamelos cuando puedas. Reenvíalos a mi cuenta de Gmail.

– Muy bien, chaval, así lo haré. Tú mueve el culo y entérate de todo lo que puedas mientras tanto. No creo que los habituales del Club Baskerville nos puedan echar una mano en esta ocasión. Éste sí es un círculo cerrado, chico -comentó Nacho-. Un club para gente exclusiva. Nada de pringaos que van por ahí reventando escaparates, o el cráneo de sus pobres mujeres. Estamos hablando de poetas, y del cadáver de un poeta que podría haber sido asesinado por otro poeta, si se descarta que el verdugo sea un sicario, o un bala perdida venido de fuera. ¿Te das cuenta? ¡Muerte entre poetas!

A Nacho se le antojó que eso seguramente no sucedía desde que declararon ilegales los duelos, y entonces los poetas se mataban a tiro limpio y a la vista de todo el mundo, sin esconderse. Evocó la figura del poeta romántico ruso Alexander Pushkin, que fue herido mortalmente en un duelo contra un oficial francés, Georges d'Anthes, del que se rumoreaba que se acostaba con su mujer. A Pushkin lo volvieron loco una serie de cartas anónimas que daban curso a la malediciente especie de que su bellísima mujer, Natalia Pushkina, que le daba un hijo por año, no sólo compartía lecho con su esposo, sino también con el francés, ahijado de un embajador. Manipularon las armas del duelo, y Alexander no pudo defenderse en justicia. Cayó muerto a los treinta y siete años, estúpidamente y sin saber si, en realidad, era o no un cornudo.

– Hummm… -Rodrigo asintió-. El caso pinta que te cagas, tío, pero es que tengo que estudiar. -El chico estaba haciendo el primer curso de Ingeniería de Sistemas.

– ¿Desde cuándo estudias tú? -lo presionó Nacho-. Ésa sí que es una novedad, tío.

– Bueno, verás, mi madre…

– No digas tonterías y ponte a leer lo que te he mandado.

Se despidieron y Nacho apagó el teléfono, por si a Rodrigo se le ocurría llamarlo poco después para darle cualquier otra excusa. Si no lo encontraba en el móvil, le mandaría un correo electrónico para quejarse, pero siempre podía decirle que no lo había leído a tiempo. «Estos adolescentes -rumió para sí-, qué perezosos son, los condenados.»

Después de refrescarse un poco en el baño y abusar de la colonia que llevaba en el neceser, bajó de nuevo a la planta principal de la casa para escuchar la ponencia de Rocío Conrado y seguir curioseando entre los ilustres huéspedes. Tenía la sensación de ser un intruso allí, y bajó de puntillas la escalera, temiendo ser sorprendido y amonestado en cualquier momento.

Cuando llegó a la biblioteca, casi todo el mundo estaba sentado alrededor de la gran mesa que ocupaba el centro de la estancia.

Rocío no llevaba nada escrito, salvo unas cuantas frases garabateadas en una hoja de notas, de esas que sirven para escribir la lista de la compra, y cuyos trazos se adivinaban a través del papel cada vez que ella lo sujetaba en alto. Nacho se sintió avergonzado al recordar que él había pasado meses preparando una conferencia sobre un tema en el que se reconocía absolutamente ignorante, y cuya redacción había corrido finalmente a cargo de la tía Pau, cuando él estaba a punto de sufrir un colapso nervioso. «No te preocupes, nadie se enterará. Además, les está bien empleado por obligarte a escribir sobre el pesado de Alberto Pons, que las musas tengan en su gloria, ya que si ellas no lo tienen, me temo que nadie más se atreverá… -lo había tranquilizado su tía-, y si lo tienen, será para asegurarse de que no vuelva a dar la lata con sus versos.»

La joven Rocío, en cambio, se había sentado a la cabecera de la mesa, y sin más ayuda que cuatro garabatos descuidados sobre una hojita de papel de hotel, les estaba largando una conferencia -bien informada, erudita y divertida- sobre un hombre y una época que distaba mucho de conocer de primera mano.

Mientras Rocío hablaba, Richard Vico la observaba con atención parapetado tras su flequillo. Fernando Sierra, en cambio, daba unas cabezaditas que a Nacho se le antojaron un prodigio de prestidigitación, teniendo en cuenta que el respaldo de las sillas no facilitaba el descanso del cuello, al carecer de un apoyo suficiente.

Cuando Fernando despertó, Rocío estaba finalizando su intervención. El hombre aplaudió con tanto entusiasmo a la joven que Nacho llegó a creer que de verdad la había estado escuchando. Tenía un libro en el regazo, pero se le había caído al suelo durante el rato que le había durado la modorra. Nacho lo cogió y se lo tendió con una sonrisa. Fernando se sintió obligado a incorporarse, dio las gracias en un susurro y adoptó una postura de extrema dignidad. Lucía un bronceado impecable a esas alturas del año, y Nacho pensó que, más que moreno, su rostro parecía gratinado.

Al otro lado de la mesa, al fondo, Pascual Coloma, eterno candidato al Premio Nobel, les dirigió una mirada de reprobación. Nacho se sintió intimidado por un momento, como si hubiesen tirado del velo invisible que protege el alma de miradas indiscretas y la hubieran dejado desnuda a la vista de todo el mundo. Aquel hombre emanaba autoridad y seriedad a la manera de las fuentes que no dejan de soltar agua, aunque sea siempre la misma, que entra y sale en un circuito sin fin. Su soberbia cabeza, de tamaño más que considerable en relación con su cuerpo, parecía una talla en mármol. Nacho no lo había visto nunca antes en persona, y se sorprendió al descubrir que la magnificencia de su testa no estaba en proporción ni con su tronco ni con sus extremidades. Luego se dio cuenta de que casi todas las fotos de Pascual Coloma publicadas en los medios de comunicación de las que él guardaba memoria eran de su cabeza, y de que, en televisión, le tomaban primeros planos. Su cuerpo no interesaba mucho en general, ni a sí mismo -se veía a las claras que no había intentado cultivarlo en su vida, o que se había convencido pronto de que no había mucho que cultivar-, ni a los fotógrafos de prensa. Era un hombre bajito, tirando a debilucho, de esos que parecen altos sólo por la majestad de sus cabezas. Si Nacho lo hubiera visto una sola vez en su vida sentado como ahora, habría jurado que era un gigante.

Torres Sagarra - née Margarita, aunque todos la llamaban por sus apellidos porque la mujer detestaba su nombre de pila- soltó una risita y apoyó los codos encima de la mesa. Dio la sensación de que se disponía a contar algo muy importante, pero finalmente inspiró con afectación y no dijo nada.

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