El salón se le antojó magnífico, sin llegar a ostentoso, cargado de antigüedades como el resto del cigarral. Tres grandes cornucopias con espejos, de madera dorada cubierta con corladura de plata, reflejaban la luz de otros tantos balcones que se abrían al jardín y al paisaje en la pared opuesta y multiplicaban la luz de la estancia, pintada de un blanco roto con sombras de perla. Había una gran mesa alargada, dispuesta para comer, con servicio para catorce comensales. Los poetas empezaban a congregarse alrededor «como insectos atraídos por un cubo de basura» (eso dijo Richard, y Nacho no se atrevió a contestar nada). Percibió al cantante nervioso y excitado. Un movimiento espasmódico afloraba de cuando en cuando a sus mejillas descoloridas, aunque Nacho no podía asegurar que ése no fuese su estado habitual, dado que no lo conocía.
– Creo que ha habido una buena aquí. -Nacho cogió una copa de vino tinto que le ofreció Alina, la mujer de Carlos, en una bandeja y miró a su alrededor con timidez.
Sólo había visto con anterioridad a tres de las personas allí reunidas, y de manera tan fugaz que no creía que se acordaran ni de su cara ni de su nombre. La sensación de extrañeza e inferioridad empezó a trepar por su garganta de nuevo y se le aferró a la nuez como una garrapata. Trató de sonreír, pero estaba seguro de que sólo había logrado esbozar un torpe aspaviento, seguramente gazmoño.
– Esto…, ¿quién encontró el cadáver? -preguntó cuando adquirió fuerzas para volver a hablar. Aunque ya lo sabía por doña Agustina, no se le ocurrió nada más sobre lo que charlar. La presencia de Richard lo intimidaba un poco. Dio un sorbo al vino y empuñó la copa como si fuera una espada.
– Oh, fue Tina. Agustina, la dueña de este tinglado. No está mal, el chiringuito que tiene montado aquí, ¿eh? -Richard guiñó un ojo y Nacho tuvo un encuentro visual con sus pupilas que le provocó una embarazosa sensación de intimidad no deseada-. Si yo fuese joven y fornido, como tú, le tiraría los tejos. La vieja es un buen partido.
Se rió de su propia gracia, pero hasta su risa sonó abatida para Nacho.
– No creo que yo sea joven.
– Amigo mío, comparado con ella, hasta el Palacio Arzobispal es una novedad… Mira, aquí viene… -Richard enderezó el cuerpo y sonrió mirando al suelo-. Agustina, buenas tardes.
– Veo que ya conoces al joven Ignacio, detective aficionado, además de ser nuestro poeta meteorólogo -dijo como si la meteorología fuese una especialidad de la lírica. Nacho se vio a sí mismo siendo presentado en público por la doña: «Ignacio Arán, poeta experto en épica y meteorología»… Sacudió la cabeza igual que un cachorro teker de pelo duro recién bañado; la dama lo agarró cuidadosamente de la mano y luego apretó tanto sus dedos que casi los hizo crujir-. Ven, te presentaré al resto de tus compañeros. No estarán de muy buen humor, porque no han dormido ni descansado lo suficiente; además, son artistas y, obviamente, se pasan casi todo el tiempo siendo ofendidos por el mundo, sin darse cuenta de que, a la vez, se creen el centro del mundo. Pero son buena gente… -Se acercó al oído de Nacho poniéndose de puntillas y musitó-: La mayoría de ellos, ya sabes…
Una vez se hubieron sentado todos, doña Agustina les dio la noticia:
– Imagino que la policía habrá hablado con todos vosotros y os lo habrá dicho uno por uno. En cualquier caso, me han pedido que os lo repita, para que quede bien claro. -Dio un sorbo a su copa de vino. El silencio absoluto apenas se quebró con el rozar de un cristal contra un plato-. Me han requerido para que permanezcamos todos aquí durante los próximos días. Y cuando digo «aquí» me refiero, por supuesto, a Toledo. No quieren que nadie de los presentes, excepto Nacho Arán, abandone la ciudad hasta nuevo aviso. Probablemente tendrán que tomarnos declaración una vez más. Lamento las molestias que esto os pueda causar. Por supuesto, ya sabéis que ésta es vuestra casa, y que podéis permanecer en ella todo el tiempo que gustéis. Sé que nuestro encuentro, que acababa de empezar, se ha teñido de luto y de fatalidad después de la…, del asesinato de Fabio Arjona, que Dios tenga en su gloria…
El hombre que estaba sentado al lado izquierdo de Nacho dejó escapar una débil tosecilla burlona. Acercó la cabeza a él y prácticamente escupió:
– ¿Dios?, ¿gloria?… ¡Por favor!, ese capullo era ateo, y no sólo eso, sino también un cafre blasfemo. En caso de que Dios haya convertido el Edén, allá arriba, en un restaurante, seguro que tiene reservado el derecho de admisión para gente como el grandísimo hijo de…, hum, hijo de Dios, Arjona…
Nacho asintió educadamente, pero al momento se dio cuenta de que quizás no era eso lo más decoroso que podría haber hecho y se rebulló inquieto en su silla. Miró la figura de doña Agustina, presidiendo la mesa, y se le antojó una estatua a la sombra de un arbusto. Si en ese momento hubiese entrado un pájaro y se le hubiera posado en la cabeza a la señora, no le habría extrañado lo más mínimo.
Doña Agustina se pasó la mano por el pelo y prosiguió después de dar otro trago, esta vez, de agua.
– Creo que… lo mejor que podemos hacer es continuar con el congreso tal y como estaba previsto. De todas formas, debíais permanecer aquí estos próximos días, así que, a mi parecer, es preferible colaborar con la policía en lo que nos sea posible, y…
El tipo de al lado, Fernando Sierra, alargó la mano hasta el centro de la mesa y tiró vigorosamente de un trozo de queso, como si acabara de pescarlo; su chaqueta de lino crujió en las sisas con el mismo sonido que un billete de banco arrugado. Masticó el queso y se quedó mirando a doña Agustina con una sonrisilla. Luego empezó a asentir una y otra vez.
Nacho volvió la cabeza hacia el otro lado, donde se sentaba Richard, pero éste no le devolvió la mirada, sino que se limitó a encogerse de hombros.
– … continuaremos con el programa, tal cual.
– Excepto cuando el programa tenga prevista la intervención de Fabio, ¿verdad? -Mauricio Blanc había hablado, levantando con socarronería un dedo descolorado, por la nicotina probablemente.
Una risita débil, procedente de la mujer que tenía sentada a su lado, Cristina Oller, vagó un segundo por la estancia, como una mariposa enloquecida, entre el silencio petrificado del resto de los comensales. Pero Nacho también creyó distinguir un brillo encarnizado en los ojos de la mujer cuando posó la mirada -rápida, cargada de fingimiento- en la figura de Mauricio, que la ignoró por completo.
Doña Agustina lo contempló con ojos de hielo. Nacho pensó que alguien había abierto una trampilla en aquellos ojos pequeños y claros, como los de un husky siberiano, y la escarcha los había desbordado de repente. Sin embargo, la señora se repuso enseguida y sonrió con dulzura.
– Por supuesto, Mauricio. Tú lo has dicho. -Se acomodó la cintura de su blusa negra y carraspeó antes de añadir-: Si no tenéis más preguntas, creo que lo mejor es que empecemos a comer. Buen provecho a todos.
– ¡Buen provecho! -corearon unos cuantos.
A Nacho le sorprendió lo poco luctuoso del ambiente durante la comida, teniendo en cuenta lo que acababa de ocurrir hacía pocas horas, concretamente la tarde anterior. Los presentes bebían sin parar, comían como si acabaran de abandonar una huelga de hambre, y charlaban y reían como si nada anormal hubiera sucedido. Poco a poco, también él se fue dejando llevar por el tono general de apacible bienestar que imperaba alrededor de la mesa. El almuerzo fue provechoso en muchos sentidos. No obtuvo más que un puñado escuálido de frases por parte de Richard -poco más que un «colega, ¿quieres más vino?», dicho mientras el divo de la música contemplaba atentamente los canapés de jamón ibérico que adornaban el centro del tablero sobre el que reposaban los víveres-, pero no podía reprochárselo: estaba acompañado, a su izquierda, de Rocío Conrado, una joven (ella sí que era joven, no como Nacho, que sólo lo parecía) de una belleza delicada pero burbujeante, con un canalillo de vértigo (se acordó de la chica que salía en la tele leyendo las predicciones del tiempo que él había preparado). Toda la atención de Richard se concentraba en Rocío, a la que -Nacho podría haber jurado que no se equivocaba- incluso miraba a los ojos de tanto en tanto. De modo que él, a su vez, se dedicó a hablar con su otro compañero de colación, Fernando Sierra. No había leído toda la ficha con la información recolectada en Internet sobre él, pero sabía que era autor de una extensa obra de poesía homoerótica. Todo indicaba que era gay, aunque no hacía alarde de ello (o sea, que no tenía pluma ). Se mostró charlatán, divertido y animado durante el tiempo que estuvieron sentados codo con codo. Su conversación era un río lleno de piezas apetitosas.
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