– De modo que trece personas… -Nacho se puso en pie; iba siendo hora de subir el equipaje a su habitación. La dama estaba desfallecida, era evidente, y él no quería abusar de su hospitalidad-. Con su permiso, me retiraré un momento a deshacer la maleta. La dejo descansar. Le preguntaré a Carlos por mi habitación.
– Sí, trece, mal número. Éramos catorce contando al finado. Quince contigo. Pero tú aún no habías llegado y él ha… fallecido. Trece, sí.
– ¿No pudo ser alguien de fuera que entrase en la casa sin ser visto, asesinara al señor Arjona y luego huyera? -preguntó Nacho-. ¿Le han robado?
– No lo sabemos. Su cartera estaba en el dormitorio. Nadie sabe si llevaba algo de valor encima. La policía no descarta ninguna posibilidad. Cuentan con que pudimos ser cualquiera de nosotros. ¡Fíjate, hasta yo me incluyo! -Sonrió tristemente y, a pesar de todo, su cara se iluminó como si acabaran de enfocarla con una linterna.
– Trece, ¿eh?
– Así es.
– Mal número, como usted dice. Pero imagino que no todos tenían un motivo para desear la muerte de Fabio Arjona -concluyó Nacho, dirigiéndose hacia la puerta.
Doña Agustina no contestó. O, al menos, Nacho no oyó su respuesta.
Le gustó la habitación que le adjudicaron en el Cigarral de la Cava. Acostumbrado a las vistas cerradas del jardín en casa de su tía Pau -no es que le desagradara en absoluto la panorámica del limonero con los pies abarrotados de rosas enanas y pensamientos que había enfrente de su ventana, así como de un trozo de la piscina cubierta con una lona para conservar el agua, pero a veces echaba de menos la visión de un espacio abierto, algo que siempre calmaba su espíritu-, se le antojó una bendición poder contemplar desde su balcón la trenza de agua del río Tajo, que había crecido un poco con las últimas lluvias y se escurría gozosamente embarrado bajo el puente de San Martín. La silueta de Toledo se recortaba detrás, y si miraba su plano con atención y lo comparaba con la línea del horizonte, podía distinguir las sinagogas del Tránsito y de Santa María la Blanca, pintadas con las líneas de luz pura que regalaba la mañana entre los tejados de la judería. «Qué lastima no poder disfrutar de todo esto como a mí me gustaría. Después del asesinato, el congreso se ha echado a perder -pensó-. Aunque queda el crimen, que tampoco está mal para pasar el rato. Mucho mejor que un sudoku, desde luego.» Sonrió malévolamente.
Deshizo el equipaje y lo almacenó cuidadosamente en la parte baja del armario de caoba estilo años treinta, que crujió cuando abrió las puertas como si se estuviera quejando por falta de uso. Presidía el lado oeste del dormitorio, que habían pintado no hacía mucho de un color azul intenso. A su izquierda, un biombo chino de madera lacada no desentonaba con el resto del mobiliario. La cama era demasiado blanda: un cabecero alfonsino de madera de pino colgado de la pared y un canapé con los muelles tan flojos como las caderas de un octogenario.
El baño -«lamento comunicárselo al señor, usted me entiende», le había dicho Carlos con tono afligido- era compartido. La casa, grande y antigua, se había ido reformando con el paso del tiempo, pero sólo disponía de cuatro baños, uno de ellos de uso exclusivo de la señora. Cada planta de la casa (a él le había tocado la segunda) tenía uno, que prestaba servicio a cinco dormitorios. De modo que, en el caso de Nacho, sería preciso compartirlo con cuatro invitados al congreso. Los de la primera planta tenían suerte: como Fabio Arjona había sido asesinado, eran uno menos a la hora de hacer cola por las mañanas. Los tres invitados alojados en la planta baja disponían de otro para ellos solos.
El primer día, según supo Nacho por Carlos, se había colgado de la puerta de cada baño una hoja con los horarios y turnos (en las horas punta) destinados a cada usuario, para evitar situaciones incómodas.
Había mirado el suyo. Podía ducharse y afeitarse de 8 a 8.30 todas las mañanas, o de 8.30 a 9.30 de la noche. (¿Y cuando salieran a cenar y volvieran más tarde?, se preguntó con un ataque de pánico. Tomó nota mentalmente para preguntárselo a Carlos en cuanto tuviera ocasión.) Nacho abrió su ordenador portátil, un MacBook mucho menos potente que el de doña Agustina, y comprobó que había conexión Wi-Fi a Internet. Se tumbó en la cama, descalzándose previamente, y se sintió envuelto de los pies a los labios por la exagerada blandura del colchón. Le costó acomodarse sobre las almohadas, pero al final logró encontrar una postura no demasiado infamante. Su página de inicio era la del club, sobre la que los internautas se habían abalanzado ya con todo tipo de especulaciones sobre la muerte de Fabio Arjona.
Entró en el buscador de Google. Introdujo las palabras «Fabio Arjona» y aparecieron casi trescientas cincuenta mil entradas.
– ¡Fiuuu!… -silbó Nacho; eran muchas para un nombre poco común, demasiadas para un catedrático de universidad, y una cantidad exorbitante para un poeta vivo. Bueno, «vivo» hasta hacía pocas horas.
Por supuesto, las últimas noticias relacionadas con su nombre comunicaban el hallazgo de su cadáver apuñalado la noche anterior. Prometía ser un escándalo en toda regla. Se preguntó cómo iba a transcurrir el congreso después de aquello. Probablemente, los invitados tendrían ganas de largarse cuanto antes a sus casas. Pero doña Agustina, por lo que él podía intuir, no era la clase de mecenas que les facilitaría la retirada. Les había extendido un generoso cheque -Nacho había recibido el suyo el día anterior, por mensajería-, y seguramente estaba dispuesta a obtener a cambio unos servicios muy concretos.
A pesar de que conocía de sobra a Fabio Arjona (no personalmente, claro), Nacho pasó un buen rato leyendo noticias sobre él en Internet. Abrió un documento con su nombre en el escritorio de su ordenador y cortó y pegó allí todo lo que encontró por la red que le pareció interesante sobre él. Al final obtuvo un dossier de más de ciento cincuenta páginas que leería con tranquilidad cuando tuviera más tiempo. De momento se lo envió a Rodrigo -que a esas horas debía de estar en brazos de Morfeo si su madre no lo había sacado de la cama a escobazos-, a una dirección electrónica de Gmail, pidiéndole que se pusiera las pilas e investigara todo lo que pudiese sobre el caso.
La Wikipedia, la enciclopedia libre de Internet (en alguna ocasión había sido esclava de la maledicencia y el torticero afán de vilipendiar, o de wikipendiar , de algunos wikificadores , aunque eso no era lo habitual; siempre había guardianes que rectificaban a sus colegas cuando éstos no eran lo bastante objetivos, pero lo malo era que el proceso de información errónea, hasta que era corregido, quedaba a la vista de cualquiera), era bastante generosa con el difunto; sus enemigos no habían enredado ahí, aún. Ofrecía datos biográficos, fecha y lugar de nacimiento (nacido en Madrid, hacía sesenta y cuatro años), títulos universitarios y ocupación actual. En cualquier otra profesión, a su edad ya estaría jubilado, pero Fabio Arjona, catedrático de universidad, no había estimado necesario hacerlo todavía.
Según la Wiki , Fabio Arjona era licenciado en Ciencias Económicas y doctor en Filología Hispánica, como muchos de sus colegas de generación, a quienes la fascinación por Karl Marx había encaminado al estudio del capitalismo para darse cuenta, al poco, de que añoraban las letras. (La gloria, y todo eso, suponía Nacho; o quizás es que estaban convencidos de que la poesía era un arma cargada de futuro, con lo que demostraban cierta predilección por las armas, además de por la poesía.) Era catedrático de Literatura Española en Madrid, y hasta la fecha profesor visitante, de manera asidua, en las universidades norteamericanas de Berkeley y Harvard, y en la parisina Sorbona; bien conocido en los ambientes académicos por el extraordinario descubrimiento de unos versos del poeta árabe del siglo XIII Abul-Beka, que, tras sus investigaciones, dedujo que habían servido de «fuente de inspiración» a Jorge Manrique a la hora de escribir sus Coplas . La relación de sus méritos como asesor de fundaciones, sociedades estatales, conmemoraciones culturales y exposiciones diversas ocupaba dos pantallas. Tampoco eran desdeñables sus tareas, pasadas y presentes, como miembro del consejo editorial de una larga lista de revistas, españolas y americanas. Nacho sabía que pertenecer a esos comités no llevaba acarreados grandes esfuerzos, aunque la compensación académica era ciertamente importante, e iba acompañada de algún incentivo económico en ocasiones, lo que nunca venía mal, de modo que no le impresionó demasiado saber que Fabio Arjona era consejero, miembro, coordinador, codirector o fundador de al menos treinta publicaciones de reputación internacional relacionadas con el hispanismo, los estudios literarios o la mera creación poética. Había abandonado hacía años su faceta de editor -vendió su parte de una pequeña editorial a su socio, que terminó vendiéndola a su vez, a muy buen precio, un par de décadas después a un gran grupo editorial-, pero a pesar de ello, editaba de vez en cuando plaquettes y libritos de poemas propios o de poetas cercanos a él en una imprenta de su confianza. Sólo tiradas numeradas y para regalar, no eran libros de venta al público, sino de bibliófilo. Algunos ilustrados, o miniaturas francamente bellas.
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