Ángela Vallvey - Muerte Entre Poetas

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Ágil y sutil pero profunda, brillante y divertida, Muerte entre poetas es un auténtico logro narrativo que encandilará a los lectores. Una historia deliciosa que hace un guiño a las viejas novelas de Agatha Christie y a las guerras literarias de Pío Baroja.
Lo que debía ser un encuentro ritual entre prestigiosos miembros de las letras nacionales se convierte en algo turbador al aparecer asesinado de una puñalada en el corazón uno de los poetas participantes. Nacho Arán, poeta y meteorólogo, llega al congreso poco después de que se haya producido el crimen, por lo que está libre de sospecha y podrá dedicarse a husmear entre el resto de los asistentes. Pronto descubrirá que casi todos ellos tienen algo contra el muerto, y se dará cuenta de que el refinamiento intelectual y la supuesta sofisticación de la cultura no sirven como vacuna contra el mal y las pasiones violentas, contra el odio y el deseo de venganza…

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Se dijo que los poetas no eran demasiado originales en sus temas de conversación. Ninguno estaba dispuesto a hablar de elegías, conjugaciones o postmodernismos (algo para lo que él se había preparado a conciencia), sino de chubascos dispersos, pertinaces sequías, y los halos y parhelios que a veces aparecían en sus poemas. Además de crímenes que nada tenían que ver con el que allí se había cometido.

«No me consideran uno de los suyos -pensó entre decepcionado y divertido-. Eso es lo que ocurre, no creen que yo sea como ellos. Se figuran que sólo soy un bicho raro, un científico; un físico que se toma la poesía como una especie de relajante muscular. Por eso no recelan de mí, pero tampoco confían en mí demasiado. Soy un recién llegado para todos ellos.»

Por un momento, mientras apuraban sus cafés, fumaban y murmuraban entre sí -ya se habían retirado de la mesa, y algunos habían ido a sus habitaciones para refrescarse y lavarse los dientes antes de escuchar la ponencia-, Nacho tuvo la sensación de que le hacían el vacío, del mismo modo en que, cuando era niño, notaba la aterradora sensación de no formar parte del mundo sólo porque unos malévolos compañeros de clase conspiraban a sus espaldas y se negaban a hacerle partícipe de sus secretos cuando él se acercaba tímida y ansiosamente al corrillo. Claro que ahora estaba entre adultos. Todos le sonreían aparentemente, carecían de la zafiedad y la rotundidad de la infancia, pero había algo impuesto y furtivo en las comisuras de sus labios, como un helero adormecido en el fondo de los vientos de marzo.

«Bah, serán imaginaciones mías», se dijo al fin, y sacudió la cabeza tratando de alejar así los malos pensamientos, como si éstos fueran una mosca que le revoloteara tras la oreja. Se levantó para servirse un poco más de café. En realidad, a él no le gustaba el café. Mejor dicho, sí le gustaba, pero apenas podía probarlo porque le quitaba el sueño. Pese a ello, llevaba una buena media hora haciendo como si ese brebaje fuese todo lo que estaba dispuesto a tragar en la vida, y ya se había llenado la taza tres veces. La llenaba, la paseaba arriba y abajo, se sentaba, se levantaba, la dejaba en un rincón de la mesa por recoger, abarrotada de vajilla y cuberterías sucias, atrapaba otra taza limpia y volvía a llenarla y a repetir el proceso, hasta que logró sentirse como un auténtico mastuerzo.

– Tomas mucho café, ¿no? -La voz de Rocío lo sorprendió contemplando fijamente la tacita, con cara de estar decidido a leer los posos del fondo en cuanto estuviese vacía.

– Ah, sí. Hola. No daré ni un sorbo más a partir de este momento, si puedo evitarlo.

– No te costará mucho trabajo, creo -la joven sonrió dulcemente-. He leído tus libros. Recuerdo un verso… «Sé que son limpias mis heridas.» Qué hermoso. ¿Cómo era ese poema?

Nacho contempló aturdido los ojos de la chica. Le resultaba increíble pensar que alguien conociera de memoria un verso, un solo verso suyo. No dijo nada, sino que se limitó a titubear como un pazguato.

– Hum, esto…

– Ah, ya recuerdo: «He dejado todo camino atrás, ¿es que hay algún camino?, yo sé que son limpias mis heridas…» Un poema sobre el sol, creo, ¿no es cierto?

– Aaah, sí, el sol es… Esto…

– Me gusta tu manera de usar los eneasílabos, es una encantadora flaqueza tan medieval, o tan neoclásica… Las sílabas que sirvieron para contar la vida de santa María Egipcíaca a ti te sirven para cantar al sol; no me digas que no es precioso.

– Bueno, ya sabes cómo es esto…

Rocío lo escudriñó de arriba abajo.

– Vaya, eres muy tímido. -Dio un sorbo a su chupito de licor de hierbas y se engarzó un rizo entre los dedos, que lió como si estuviera recogiendo un ovillo de seda interminable.

Nacho respiró con apuro. Se la imaginaba delante de una rueca, como una princesa gótica. Pero Rocío no tenía pinta de ser analfabeta. Aquella mujer lo turbaba. En general, las mujeres producían en él ese efecto, unas más que otras, por supuesto.

Rocío Conrado era la invitada más joven del cigarral. Tenía veintiocho años y se había convertido en una autora de éxito con una serie de novelas de fantasía para adolescentes que se habían traducido por medio mundo (iba a la zaga de Harry Potter en popularidad). Llevaba publicando libros desde los veinte años, cuando ganó de manera sorprendente un importante premio de literatura infantil y juvenil convocado por una prestigiosa editorial. Entonces, ya apuntaba maneras, y las expectativas que generó no se vieron defraudadas: un millón de ejemplares vendidos en el país de cada uno de sus títulos (había publicado tres), y cifras de ventas escandalosas en Alemania y Japón (era una celebridad en varios países). Su belleza no le había supuesto ningún obstáculo para triunfar, desde luego. A los veinte años, como auguraba Montaigne, su alma ya había dado muestras de poder y energía, con lo que no se esperaba que dejara de darlas el resto de su vida.

«Las poetas son cada día más guapas», pensó Nacho, y la contempló con tanto interés que temió por un momento que sus ojos la atropellaran.

Nacho se retiró un momento a su habitación y llamó a su tía al darse cuenta de que tenía dos llamadas perdidas suyas. Había olvidado el teléfono móvil encima de la cama cuando había bajado a almorzar. La mujer contestó al tercer timbrazo.

– ¿Cómo va todo, mi querido poeta naturalista? ¿Has atrapado al asesino? Creo que es un hombre; siempre suelen ser hombres, no sé si te has fijado. -La voz de la tía Pau sonaba aflautada.

Su sobrino la imaginó tumbada sobre la chaise-longue de terciopelo bermejo del salón, debajo de una ventana que tenía vistas a Madrid, en cuyo relieve destacaban brumosas, en los días de lluvia, las torres de la Ciudad Deportiva del Real Madrid. De hecho, era el único rincón de la casa donde había cobertura. Estaría envuelta en gasas y tules, como la decadente manola de un sastre isabelino vestida con grisetas de París, pero aferrándose al móvil igual que un adolescente japonés. Intercambiaron unos cuantos comentarios sobre la situación en el cigarral -no se le ocurría nada original o perspicaz que añadir, además de la información que ya le había enviado por correo electrónico-, y quedaron en llamarse al día siguiente.

Cuando colgó el teléfono, Nacho llamó a Rodrigo. El chico respondió al décimo timbrazo.

– No, no estaba durmiendo, si es lo que estás pensando -dijo nada más descolgar-. Me has pillado en el baño.

Lo imaginó en el cuarto de baño, dedicado a sus adolescentes actividades productivas, como la tos de un mal resfriado, pero enseguida borró la imagen de su cabeza, avergonzado.

– ¿Has tenido tiempo de echar un vistazo a la información que te he enviado? -quiso saber Nacho.

– Tío, tío… Estoy en ello. No soy una máquina, ¿sabes?

– Yo creía que sí.

– Sólo de cinco a siete. Y los fines de semana libro.

– Entérate de todo lo que puedas sobre Fabio Arjona, busca en los archivos históricos de la edición digital de los periódicos, mira en la Wiki las universidades en las que ha dado clase y rastrea por ahí…

– ¿Tienes las IP del ordenador del muerto? Supongo que estaría informatizado, siendo catedrático, aunque fuera de letras.

– ¿Y cómo crees que voy a tener algo así? -respondió Nacho, exasperado.

– Si conseguimos su dirección IP estática, podremos localizarlo en la red, siempre que esté conectado, claro.

– Rodrigo, no sé si te has enterado de que el hombre está muerto . Frito como un pajarito. Kaputt . ¿De qué nos serviría localizar su ordenador?

– Podría leer su disco duro. -El chico se quedó en silencio unos segundos-. No sé si debería haber dicho esto por teléfono. No es seguro hablar por los móviles, todo el mundo los escucha.

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