David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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Capítulo IV

HORAS DESESPERADAS

Tras la partida de Von Below, Hitler se quedó solo en su despacho. De pronto se encontró con que no tenía otra cosa que hacer salvo esperar al destino y, ya no se engañaba, esta vez el único destino era la muerte. Se sentó en un duro y amplio sofá sumamente vulgar que nadie se explicaba de dónde había salido y que tenía poca relación con los tres sillones y la mesa que le acompañaban, muebles de excelente calidad aunque un poco deteriorados, que habían estado en su salón de la Cancillería, recuerdos de momentos de poder y de gloria. Recorrió con los ojos las paredes revestidas de madera de la triste estancia, pequeña y desangelada, hasta tropezar con el retrato de Federico el Grande, pintado por Anton Graff, que le había seguido hasta Berlín desde su regio despacho en la «Casa Parda» de Munich. Las continuas vibraciones habían torcido el cuadro. Se levantó a colocarlo adecuadamente y luego se sentó frente a su escritorio. Allí estaba la foto enmarcada de su madre, Klara, que le había acompañado durante cuarenta años. Pasó la mano sobre el cristal, acariciando el recuerdo de la mujer que más había amado en su vida, mientras reparaba en la soledad de su escritorio, vacío de papeles. ¡Qué sensación tan extraña! No podía recordar un momento similar en los veinte últimos años: no tenía nada que hacer y su mesa de trabajo estaba libre de asuntos en espera de tramitación. Sin embargo, aún debía resolver algo: disponer su muerte.

Decididamente, se dispararía un tiro en la cabeza. Le parecía el final más digno, probablemente el mismo que habría elegido Federico el Grande cuando decidió suicidarse al estar cercado por los lusos y a punto de ser derrotado en la Guerra de los Siete Años. Pero el rey prusiano no tuvo que volarse la cabeza porque, en el último momento, murió la zarina Isabel (1762) y se le ofreció una paz satisfactoria. Lamentablemente, las cosas no eran iguales en 1945 y Stalin no era la zarina Isabel. Ningún milagro pararía esta vez a los rusos, cuyos cañones no cesaban de tronar aquella tarde del 29 de abril. Debían estar tratando de ampliar su cabeza de puente de la Koenigsplatz, donde les frenaban los soldados de las SS, atrincherados en su sede y en el edificio del Reichstag . Estaban a poco más de quinientos metros y la resistencia -no podía engañarse- no se prolongaría mucho por más heroica y obstinada que fuera. Llamó al timbre y ordenó que localizasen a su chófer Erich Kempka, pero éste se hallaba fuera del búnker, organizando los suministros de munición. Pidió, entonces, que acudiera a su despacho su piloto Hans Baur.

Mientras le esperaba, abrió un cajón de su escritorio y sacó de él una pistola Walter 7,65. Contempló abstraído el frío acero de tonalidades azuladas, el fino diseño industrial del arma, las estriadas cachas negras de la empuñadura, amartilló y desmontó el percutor varias veces, comprobando su perfecto funcionamiento y, finalmente, introdujo el cargador. Todo estaba dispuesto. Dejó nuevamente el arma en el cajón mientras escuchó que estaban llamando a su puerta. Era Hans Baur, su piloto preferido. Le había ordenado llamar para una cuestión muy embarazosa: la incineración de su cadáver, para lo que era necesario disponer de una importante cantidad de gasolina, que en aquellos momentos era difícil hallar en la zona berlinesa controlada por los alemanes. Expresó al piloto sus temores de caer vivo en manos de los rusos. Le reveló que los laboratorios alemanes habían fabricado durante la guerra un gas paralizante que podía mantener aletargada a una persona durante unas veinticuatro horas. Alguno de esos laboratorios habían caído en manos soviéticas.

«Me han comunicado nuestros servicios de información militar que los rusos tienen ese gas, conocen sus efectos y la forma de emplearlo. Por eso no puedo arriesgarme a continuar vivo durante mucho tiempo, pues resulta seguro que los rusos saben dónde estoy y que no tardarán muchas horas en alcanzar la Cancillería. Por tanto, cuando decida que mis servicios ya no son útiles para Alemania, me quitaré la vida. Pero como tampoco estoy dispuesto a que mi cadáver pueda ser afrentado por la soldadesca enemiga, le ordeno que lo incinere, junto con el de mi esposa, que también está resuelta a suicidarse a mi lado, para lo cual deberá usted reunir la cantidad de gasolina necesaria para garantizar la completa cremación de nuestros cuerpos.»

Salió Hans Baur, muy preocupado, cavilando acerca de dónde iba a sacar la gasolina y Hitler volvió a quedarse solo en el despacho. El cañoneo debía ser terrible en el exterior pues el búnker vibraba ininterrumpidamente. Del techo caía una lluvia de yeso, que había formado una fina película en la mesa de despacho sobre la que Hitler se entretuvo en dibujar figuras caprichosas. Luego tomó distraídamente una pluma.

¿Cuántos miles de documentos habría firmado con aquella pluma, sobre aquella misma mesa? ¿Cuál habría sido el primero? Aunque lo intentó, durante unos segundos no logró acordarse, pero sí acudió a su memoria uno de los iniciales, el más importante de sus primeros días como canciller: la disolución del Reichstag y la convocatoria de nuevas elecciones para el 5 de marzo de 1933. Hitler no pudo reprimir una sonrisa burlona: «¡Ilusos, creían poder embridarme! ¡En menos de dos meses yo controlaba ya todo el poder en Alemania!» Recordó a Von Papen, que decía orondo a sus seguidores: «Hitler no creará ningún tipo de peligro; lo hemos contratado para que defienda nuestros intereses.» ¿Qué estaría haciendo Von Papen en aquellos momentos? Hitler evocó su angulosa figura sin desagrado. No había sido un tipo demasiado molesto, incluso debía reconocer que le secundó adecuadamente como embajador en Viena, cuando la anexión austriaca. Menos eficaz había sido su misión diplomática en Ankara, pues no consiguió que Turquía se involucrara en la guerra al lado de Alemania. Por cierto, de su embajada llegaron a Berlín los primeros informes del desembarco aliado en Normandía, la «Operación Overlord», que firmaba alguien con un curioso seudónimo… ¡sí!, «Cicerón», un tipo bien informado. Cuando Turquía rompió sus relaciones diplomáticas con el Reich y Von Papen se vio obligado a retornar a Alemania, en el verano de 1944, le había recibido y condecorado; después no había vuelto a tener noticias suyas.

Rememoró, después, otro de sus primeros actos como canciller, a comienzos de febrero de 1933, la reunión con los industriales a los que citó en la Cancillería a fin de pedirles fondos para su campaña electoral. Tenían los rostros compungidos, más porque debían desatarse el bolsillo que por las nuevas elecciones que iba a padecer el país, pero luego sonrieron conejilmente cuando les dijo: «Señores, no se preocupen y sean espléndidos: les prometo un Gobierno firme, estable y duradero; en diez años no tendrán nuevas elecciones.»

EL INCENDIO DE LA LIBERTAD

Al Gobierno que le tocó a Hitler cuando estrenó la Cancillería le llamaron el «segundo gabinete de los monóculos» pues, al igual que el anterior de Von Papen, estaba formado por conspicuos miembros de la aristocracia económica germana. Aquellos encopetados personajes fueron, sencillamente, arrollados por los nazis. Desde que Hitler ocupó la Cancillería multiplicó su actividad en cinco direcciones: destruir o, al menos, neutralizar a sus enemigos; llenar de contenido las carteras ministeriales en poder del NSDAP; granjearse las simpatías del Ejército; desmontar el sistema parlamentario y obtener una gran victoria electoral que legitimase su dictadura. Para ello, en dos discursos casi consecutivos, difundidos en directo por la radio y publicados al día siguiente por buena parte de la prensa alemana, acusó a los comunistas de haber causado la ruina del país; condenó la democracia parlamentaria, que aherrojaba «la libertad de la intelectualidad alemana»; a los principales responsables militares les anunció su decisión de imponer, en breve, el servicio militar obligatorio y de denunciar las limitaciones armamentísticas aceptadas tras la Gran Guerra. De Hindenburg obtuvo plenos poderes para su ministro del Interior, que pudo manejar a su albedrío el derecho de reunión, la prohibición de mítines y reuniones políticas, la censura y la supresión de publicaciones, pretextando su peligrosidad para el Estado. Considerando que la situación era excepcional, no menos de cuarenta mil miembros de las SA y de las SS fueron enrolados como fuerzas auxiliares de la policía de Prusia y, días después, utilizados para asaltar la sede del Partido Comunista, que fue destruida y sus archivos incautados, con el pretexto de que estaba preparando un golpe de Estado. Para organizar unas elecciones que garantizasen la victoria arrolladora de los nazis, Hitler reunió nuevamente a los empresarios y les exigió ¡tres millones de marcos! Todo esto lo tramaron y ejecutaron Hitler y sus colaboradores en menos de tres semanas, pero en los días siguientes aún se aceleraría más la marcha nazi hacia la dictadura.

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