David Solar - El Último Día De Adolf Hitler

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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A esas alturas Hitler ya había aprendido varias lecciones sobre el camino democrático hacia el poder. Primero, que no lograría la mayoría absoluta jamás; segundo, que nunca obtendría la mayoría vía compromisos en el Reichstag ; tercero, que Hindenburg nunca le otorgaría de buen grado su confianza; y cuarto, que no podría mantener largo tiempo su dominio sobre el partido y sobre su brazo armado, las SA, si se mantenía en la oposición. Por eso, en él se fue abriendo camino nuevamente la idea del putsch , sólo que ahora sabía que resultaría imposible el asalto violento al poder. Se armó, por tanto, de paciencia a la espera de su oportunidad.

En ese momento crucial para el ascenso de Hitler al poder, finales de 1932, es interesante desmontar una serie de mitos y recordar los puntos de apoyo en su escalada hacia la Cancillería. Primero, las subvenciones de la banca, la industria y el comercio no fueron la catapulta fundamental del nazismo. Segundo, la crisis económica, que hizo avanzar al NSDAP, no fue el único argumento del ascenso hitleriano: las clases que más padecieron las penurias votaban comunista o socialista. Tercero, los votantes de Hitler no fueron unos papanatas embaucados por un hábil charlatán: el grueso de sus votantes era de clase media y en las múltiples elecciones de 1932, Hitler consiguió la mayoría de los votos universitarios. Cuarto, Hitler no consiguió el poder gracias a la violencia de las SA, aunque verdaderamente su brazo armado infundió temor y respeto en sus enemigos y le permitió libertad de acción o ventajas que, sin ellos, hubieran sido impensables; sin embargo, los enormes auditorios que le escucharon, esperándole a veces durante horas con temperaturas inclementes, sólo se explican por las esperanzas que su oratoria suscitaba.

Respecto a los cimientos sobre los que se asentó la erupción nazi hay que resaltar algunos puntos. Primero, los agravios de los vencedores de la Gran Guerra. Segundo, el clima antisemita que ya existía en Alemania antes de la aparición de Hitler. Tercero, la alarma suscitada en la burguesía, la nobleza y el ejército por la revolución soviética y por los intentos comunistas de alzarse con el poder en Alemania tras la derrota en la Gran Guerra. Cuarto, las graves crisis económicas, que arruinaron a las clases medias. Quinto, la filosofía nacionalista, racista y potenciadora de la superioridad aria, difundida por filósofos alemanes desde finales del siglo XIX. Sexto, la atomización política, permitida por la Constitución de Weimar, entregó la partida de nacimiento a los nazis. Séptimo, el fin del parlamentarismo, enterrado por Brüning al empeñarse en gobernar por decreto, y admitido por Hindenburg, que firmaba esgrimiendo el artículo 48. Octavo, las esperanzas suscitadas por el nazismo entre los industriales respecto a una resurrección nacional que, naturalmente, iría acompañada del rearme y de la plena actividad fabril. Noveno, la habilidad y la falta de escrúpulos de la propaganda nacionalsocialista, basada en que todo puede prometerse porque la memoria de los votantes es flaca. Décimo, la ductilidad de los programas y su falta de concreción: los oradores nazis, con Hitler a la cabeza, decían a sus auditorios lo que éstos querían oír, prescindiendo de sus posibilidades reales y huyendo de planes concretos; Hitler no daba recetas económicas, que hubieran podido ser rebatidas por los expertos, sino que prometía trabajo, orgullo nacional, paz social, bienestar, felicidad… algo que todos deseaban y que casi nadie tenía en aquella Alemania de finales de 1932.

EL CANCILLER DE HINDENBURG

Tras las elecciones legislativas del otoño de 1932, Hindenburg despidió a Von Papen y llamó a la Cancillería al general Schleicher, un intrigante sin otro mérito que ser amigo de Oskar, hijo y principal asesor del mariscal presidente. Sus maniobras para dividir al NSDAP, ofreciendo a Gregor Strasser la vicecancillería, tuvieron un efecto contradictorio. Hitler, creyendo que Strasser había entrado en el juego, forzó la dimisión parlamentaria de su viejo correligionario y se retiró a Baviera. Desde entonces, sólo tendría una idea en la cabeza: destrozar a Schleicher. El destino le iba a poner en la mano una arma terrible para hacerlo, al propio Von Papen, que no había digerido su salida de la Cancillería, pues suponía, con fundamento, que tras la decisión de Hindenburg había estado la trama del hijo del mariscal y del general Schleicher.

Notables del mundo del dinero y de la industria reunieron a Hitler y a Von Papen, buscando una salida en el laberinto por el que daba tumbos la dirección política del país. Efectivamente, la vida parlamentaria no existía, los partidos se movían sólo a impulso de las intrigas, el Gobierno funcionaba a base de decretos excepcionales arrancados al presidente. Hindenburg, cada vez más débil, más ciego y más impresionable, se adhería a la opinión del último que pasase por su despacho, pero su cabeza aún funcionaba y tenía buena memoria, de modo que tardó menos de un mes en advertir su error al designar a Schleicher, que se mostraba incapaz de reunir una fuerza parlamentaria suficiente para gobernar. El anciano militar se daba cuenta de que volvía a estar en la misma situación que con Brüning y con Von Papen. Si a ellos les había retirado su confianza, ¿por qué ofrecérsela a Schleicher, que sólo le estaba demostrando su capacidad para la intriga? Le hubiera gustado expulsarle de la Cancillería, conteniéndole solamente su condición de general. Pero la situación del canciller era tan débil que bastó un simple rumor para derribarle.

Durante la tarde del domingo 29 de enero de 1933, corrió por Berlín el bulo de que Schleicher estaba a punto de convocar una huelga general, de sublevar a la guarnición y de arrestar al presidente para proclamarse dictador. Era tan falso como absurdo y sólo los interesados en creerlo adoptaron sus medidas. El primero, Hindenburg, que desde hacía una semana rechazaba los intentos de Schleicher de crear un gobierno autoritario y que comenzaba a estar interesado en un pretexto para deshacerse de su molesto canciller; después, los nazis, a los que la caída en desgracia de Schleicher brindaba una nueva oportunidad de acercarse al poder. Goebbels amplificó con todos sus medios el rumor y lanzó a sus agentes por Berlín para que creasen un clima artificial de ansiedad. Hitler convenció a la policía de que el presidente estaba en peligro y consiguió que se trasladase un fuerte retén hasta el palacio presidencial, confirmando a Hindenburg en la idea de que se hallaba en peligro.

En esa tensa situación, Hindenburg recibió a Von Papen, que desde hacía días ablandaba la resistencia del presidente para que adoptase la solución que había pactado con Hitler: la Cancillería y tres carteras ministeriales para los nazis. Él se encargaría de controlarles desde la vicecancillería y con la ayuda de los restantes ministros, que contarían con la confianza de la Presidencia; el ministerio de la Reichswehr , máxima preocupación presidencial, le sería ofrecido al mariscal Von Blomberg. El presidente aceptó en principio y citó a Hitler y a Von Papen para el día siguiente, 30 de enero, a las 11 de la mañana.

Hitler pasó una noche angustiosa cargada de pesadillas, recordando hasta los más ínfimos detalles de aquella otra noche de Munich, noviembre de 1923, en la cervecería Bürgerbräukeller , cuando creía tener controlada la situación y, sin embargo, todo se estaba derrumbando. Entre tanto, en la Presidencia se recibían las opiniones de los representantes de los partidos: todos, en general, estaban absolutamente en contra de la formación de un gobierno dictatorial por parte del general Schleicher y, de mejor o peor grado, aceptaban a Hitler como canciller; al fin y al cabo, llevaban ya años soportándole en la oposición y no sería malo que el jefe nazi, siempre tan seguro de sí mismo, se enfrentase a las dificultades del poder real. En el fondo, la mayoría esperaba que Hitler fracasara y que la fuerza del NSDAP se diluyera en la lucha por sacar a Alemania de la difícil situación en que se hallaba.

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