Efectivamente, los casi 14 millones de votos y los 230 escaños fueron insuficientes. Hindenburg mantuvo a Von Papen en la jefatura del Gobierno y ofreció a Hitler el puesto de vicecanciller y, acaso, alguna cartera ministerial. Hitler le respondió que no pensaba entrar en ningún Gobierno de coalición y que, siendo el suyo el partido mayoritario, le correspondía formar el gabinete. Hindenburg -«ante Dios, ante mi conciencia y ante mi Patria»- se negó a conceder el poder a un solo partido, sobre todo cuando éste se mostraba poco razonable y presumía de que destruiría el sistema parlamentario cuando llegase al poder. Hitler se mantuvo firme en su postura, ante lo que Hindenburg le rogó que mantuviera una oposición leal y caballerosa hacia el Gobierno. La tensa entrevista en la Presidencia de la República duró unos veinte minutos. Ya en la antecámara, al despedirse del canciller Von Papen, Hitler le dijo lo que no se había atrevido a responder al presidente: «Tendrá usted la oposición más dura y más despiadada que pueda imaginar. Las responsabilidades de lo que ocurra serán de su Gobierno.»
La automarginación de Adolf Hitler de un Gobierno compartido sumió al NSDAP en la confusión y situó a sus SA al borde de la sedición. Gregor Strasser coqueteó con la Cancillería, insinuando a sus colaboradores la posibilidad de marginar a Hitler. Éste capeaba las tormentas judiciales que afectaban a sus seguidores más sanguinarios, calculando a cada paso si era más perjudicial para la estabilidad del partido la defensa de sus asesinos o la sublevación de sus cuadros paramilitares. En esta situación se abrió el nuevo Reichstag . Presidió la sesión inaugural la decana del Parlamento, una figura ya histórica del comunismo, Klara Zetkin, que estaba más para ser atendida en un hospital -moriría antes de un año- que para aquellos ajetreos. Aunque su cuerpo no se tenía en pie -hubo de ser llevada casi en volandas hasta el sillón presidencial-, el espíritu se mantenía incólume: su voz asmática pronunció un alegato contra los asesinos nazis y contra los gobiernos débiles, soportados por un poder capitalista autoritario y concluyó su intervención abriendo aquel Parlamento «esperanzada, pese a mis actuales achaques, de poder inaugurar pronto el Reichstag de la República de los Soviets Alemanes».
Más de un tercio de los presentes eran nazis, que ni parpadearon ante los ataques de Klara Zetkin y sus desorbitadas esperanzas. No había ningún misterio en esta postura, pues ya estaba pactada la presidencia parlamentaria de un nazi, Hermann Goering, con el apoyo de partidos del centro y la derecha. Naturalmente, los diputados del NSDAP tenían la consigna de no exteriorizar ningún tipo de emoción que pudiera arrebatarles aquella victoria parlamentaria, vista por la opinión pública alemana como un entendimiento entre Hitler y Brüning para imponer un régimen nazi-cristiano de centro. Más de un movimiento había existido en esa dirección, pero todo quedó en agua de borrajas ante la tormenta desatada de modo circunstancial en aquel Reichstag , más inestable que la nitroglicerina. En la reunión parlamentaria del 12 de septiembre de 1932 los comunistas presentaron una moción de censura, acto casi protocolario que era desactivado cuando un solo diputado se oponía a ella. El hombre encargado de esa oposición estaba ausente y nadie vetó la moción. Goering, presidente del Reichstag , puso a votación la moción de censura. Hubo una suspensión durante 30 minutos, lapso en el que llegó Hitler y ordenó votar a favor. En ese tiempo, Von Papen fue a la Cancillería, ordenó que se rellenara el documento que legalizaba la disolución de la Cámara y regresó con toda celeridad, pero ya para entonces Goering había abierto la votación. El jefe de Gobierno se plantó con su decreto ante la mesa, pero el antiguo aviador no le hizo caso y gritó enfáticamente: «¡El Reichstag está votando!» Von Papen bramaba de indignación al tiempo que llamaba a sus ministros para que abandonaran la sala, mientras Goering había ordenado comenzar el recuento de los votos que, por 514 contra 32, ponía al Gobierno en la calle. Aquel 12 de septiembre se produjo un hecho acaso único en la historia parlamentaria: el poder constitucional derribaba al Gobierno mientras, a su vez, era disuelto por el Gobierno.
Los alemanes, por cuarta vez en ese año a escala nacional, fueron llamados a las urnas. La situación económica aquel otoño había comenzado a mejorar. El paro había disminuido ligeramente y voces autorizadas pronosticaban el fin del caos originado por el crack de Wall Street y auguraban la recuperación. La mejor muestra es que las quiebras empresariales de 1932 se habían elevado a 1.341 en enero, mientras que en agosto habían ascendido a 499. Al mismo tiempo, el bloque monolítico de los vencedores en la Gran Guerra se había casi diluido en aquella crisis y el canciller Von Papen había elevado el orgullo alemán hasta las nubes comunicando a los franceses que iba a comenzar el rearme, en vista de que París y Londres hacían oídos de mercader a los acuerdos de desarme pactados en Versalles. Simultáneamente, las arcas del partido nazi se habían vaciado. Se ha dicho que, aunque ya en estos últimos años la banca y la industria habían comenzado a apoyar a los nazis, el grueso de las aportaciones para el NSDAP seguía procediendo de los afiliados; con unos 800.000 carnets de pago, el partido recaudaba por entonces 2.400.000 marcos anuales, cifra muy importante, pero las tres campañas electorales a escala nacional, más las de los Länder , les había colocado en números rojos por la cuantía de unos 8.000.000 de marcos. Tan grave deuda lastró la campaña electoral de Hitler que, aunque personalmente volvió a realizar un esfuerzo formidable, apoyado por los traslados en avión, sabía en vísperas de las elecciones del 6 de noviembre que el retroceso estaba garantizado. En su último mitin electoral de aquel otoño y de su vida, Adolf arengaba a sus seguidores en el Sportpalast de Berlín: «Mi voluntad es inflexible, mi espíritu es más poderoso que el de mis enemigos. Podremos perder votos, muchos votos incluso, pero ganaremos las elecciones, porque serán para nosotros un gran éxito psicológico.»
Lo fue, aunque los nazis llegaron arrastrándose a la jornada de votación del 6 de noviembre de 1932. Tal como se preveía, los cansados electores dieron la espalda a las urnas. Si todos los partidos fueron afectados por el descenso del número de votantes, el NSDAP lo sintió especialmente, viendo reducida su cosecha a 11.705.265 sufragios y su porcentaje a un 33,1 por ciento, frente a un 37,3 por ciento de las elecciones anteriores. Con todo, volvía a ser el partido más votado y el más numeroso en el Reichstag , con 196 escaños. Goebbels respiraba aliviado al conocer los resultados: «Hemos sufrido un fracaso, evidentemente, pero los resultados son mejores de lo que habíamos calculado.»Y, tal como predijera Hitler, el éxito psicológico correspondió a los nazis, pues a su izquierda sólo se significaban los comunistas, con 100 diputados, y a su derecha, el Gobierno sólo conseguía 14 parlamentarios. El Reichstag del otoño era exactamente igual de ingobernable que el del verano y en ambos, los nazis manejaban el timón.
Tan es así que Hindenburg, que había desdeñado a Hitler en agosto, hubo de llamarle al palacio presidencial en noviembre. Esta vez la entrevista fue a solas y mucho más cordial. El presidente pidió ayuda a Hitler, apelando a su patriotismo. Hitler le respondió que no exigía todas las carteras, pero que, en nombre de la unidad de dirección, no podía renunciar a la Cancillería. ¡Él era el único baluarte contra los casi 18 millones de votantes marxistas que había en Alemania! Con todo, quedó en pensárselo y dos días más tarde regresó para comunicar al presidente que rechazaba un Gobierno de coalición. Ante tal postura, Hindenburg se convirtió en un bloque de hielo y respondería a Hitler por escrito. La carta le llegó a Hitler veinticuatro horas después: «Nein». El presidente no aceptaba como canciller a un jefe de partido político, pero se atendría a los usos democráticos sin acudir a los poderes que la Constitución le otorgaba. Por tanto, si Hitler deseaba ser canciller, debía ganarse la investidura en el Reichstag .
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