Se produjo un silencio. Los tres, que no eran mayores que yo, se quedaron atónitos. La primera voz, una especie de enano machote con una cazadora de cuero marrón y tejanos gastados, se volvió hacia el segundo, más alto pero de aspecto más débil, vestido a la inglesa (chaqueta de tweed, jersey con cuello en pico, corbata), y le dijo:
– ¿Has entendido algo, Dave?
– Me suena a chino.
Luego, contradiciendo su aparente apacibilidad, me miró, dijo «Verdún» casi a gritos, y se pasó el dedo índice de lado a lado del cuello.
– ¿Entiendes algo, Marion?
Ella era de la misma estatura que el de la chaqueta de cuero, tenía uno de esos rostros ingleses rosados, pecosos y con algo de vello; su actitud, aunque tranquila, parecía más directa.
– Algo -dijo-. Pero me parece que todo es una comedia.
– ¿Sí?
– Creo que este es inglés.
Hice como que no entendía nada. El de la chaqueta de cuero y Dave se acercaron a mí como pigmeos a un reportero de la televisión. Noté cómo me examinaban la ropa, luego mi corte de pelo, luego el libro que llevaba en la mano. Era Colline de Jean Giono, así que me tranquilicé. Cuando vieron que yo me había fijado en que lo miraban, se lo enseñé. El de la chaqueta de cuero lo examinó.
Con un acento francés que no podía ser peor empezó la frase «Perdón, Mesié, ¿es usted actuellement un inglés?»
Le puse el libro delante de la cara por miedo a reírme. Por aquel entonces, yo era exageradamente riguroso con respecto a la ropa. Cualquier desviación de un estilo aseado y convencional, según veía yo, era en cuanto a mí concierne, lo mismo que desviarse de la razón, la lucidez, la integridad y la estabilidad emocional. Rara vez me detenía a cuestionar mis prejuicios. A pesar de todo, ahí había un hombre con tejanos viejos y descoloridos casi a punto de hacerme reír. Qué trío más extraño: el tipo ese, una chica que no llevaba maquillaje, por lo que yo pude ver, y «Dave», que parecía, bueno, que casi podría ser un amigo mío.
– Je suis prácticamente seguro que c'est un Brit. -Dave, esta vez. El de la chaqueta de cuero tocó con el dedo la solapa de mi chaqueta.
– Pouvez vous… -Y Dave se aferró a él y lo hizo girar como si bailaran un torpe vals campestre. La chica me miró de una forma verdaderamente encantadora. No, no llevaba maquillaje; pero, además, estaba muy bien sin él. Qué raro.
– ¿Qué haces aquí en París? -preguntó.
– Oh, de todo un poco. Un poco de investigación, un poco de literatura, un poco de cambio y no hacer nada para no tener que hacer nada. ¿Y tú?
– De vacaciones unas semanas.
– ¿Y ellos?
– Dave trabaja aquí en un banco. Mickey está becado en el Instituto Courtauld; por eso estamos aquí.
– ¿Ah, sí? -(Dios mío)-. ¿Y sobre qué está trabajando?
– Pues sobre Moreau -sonrió.
– Cielos. Y supongo que habla francés muy bien…
– Su madre era francesa.
Bueno, a veces se pierde, como decíamos en el colegio. Dave y Mickey retrocedieron mecánicamente tarareando «El Danubio Azul».
– Bueno, Marion, ¿y él?
– Pues es francés -contestó ella, sonriendo otra vez-, pero su inglés es excelente.
– Ip, ip, uga -gritó Dave, y continuó parodiando el acento francés-: Tott-en'am, Ot-spure, Mi-chel Ja-zy. Bob-ee Moiré. Pegmítame que lo bese.
Afortunadamente no lo hizo. El gardien acababa de subir las escaleras, todavía con su Série Noire en la mano izquierda. Nos echó.
Fuimos a un bar a tomar algo. Poco a poco descubrimos quién era inglés y quién francés, a pesar del curioso sistema de conversación de Dave, que consistía principalmente en nombres propios pronunciados con un fuerte acento francés (o fransé, como él decía) acompañado de una gesticulación semihistérica. Marion no tenía amaneramiento alguno digno de destacar. Se hablara de lo que se hablara, permanecía serena. Era franca, abierta y brillante. Mickey, en cambio, era más difícil de calar. Una mezcla de voluntad, encanto, competitividad y cierta astucia, que le hacía aparentar saber menos de lo que, en realidad, sabía hasta que tenía una idea aproximada de lo que sabían los demás. El tipo de persona que me hace reaccionar adoptando un tono académico, apocado, hasta cierto punto retorcido, aunque en el fondo ecuánime.
– Sé que estás trabajando sobre Moreau -fue mi primer intento vacilante de conciliación.
– Sería más exacto decir que él me está trabajando a mí. Una llave contra el suelo, y cuando tienes encima semejante peso te rindes.
Dave parecía estar a punto de intervenir, pero, por lo visto, no se le ocurrió qué postura de lucha invocar.
– ¿Pero por qué no te gusta?
– Creo haber dicho antes que no es más que un puñetero academicista. ¿No es así? Quiero decir que la idea de un simbolismo académico me parece una jodida ridiculez.
– Es un menguado gigante.
– Admito lo primero. No tiene chispa. Es inteligente, sabe pintar y es original, de acuerdo en todo eso. Pero es muy frío, como sus colores, que parecen brillantes y perturbadores pero que si los miras con atención, son colores desvaídos.
– No como los de…
– Redon, exacto.
– Redon -empezó Dave.
– Redon. Oxfor. Bahnbri. Burmeeng'am. Bugmingam. Changez , changez -dijo imitando los ruidos y los silbidos de un tren. Era la lista de las paradas entre Londres y Birmingham.
– Entonces ¿por qué haces un trabajo sobre él?
– Por la beca, hombre, la beca. Me ha tocado justo aquí… ¡Ay! [4]
Gimió mientras se apretaba la mano sobre el corazón, como si estuviera herido de muerte. Dave se inclinó sobre él, poniéndole la oreja sobre el pecho.
– Tiene que decirme la verdad, doctor -dejó escapar Mickey con un hilo de voz-. Tiene que decírmela, doctor. ¿Es muy grave lo que tengo?
Dave le estiró un párpado para verle el ojo, le dio un par de palmaditas en la cara y se puso a consultarle el corazón otra vez. Marion contemplaba la escena impasible. Dave se puso serio.
– Usted es un hombre inteligente. Creo que podrá enfrentarse con la verdad. Es grave, sin duda, pero probablemente no será mortal. Tiene la cartera dislocada y su cuenta corriente está en rojo. Se está deshidratando, pero creo que podré remediarlo.
– Gracias, doctor, usted sí que es un buen amigo. No lo habría aguantado si me lo hubiera dicho algún otro.
Se callaron y me miraron. No dije nada, preguntándome qué estaba pasando.
– ¿Se da usted cuenta, por supuesto -continuó Dave-, de que padece una insuficiencia alcohólica aguda?
– Oh, no, doctor, quiere decir que podría…
– Me temo que sí. Es uno de los casos más graves que he visto en muchos años. Fíjese en esto.
Levantó el vaso vacío de Mickey.
– No, no, no, no quiero verlo, no puedo -sollozó Mickey, ocultando la cabeza entre los brazos.
– Tiene que mirar -dijo Dave con firmeza-. Tiene que enfrentarse con estas cosas.
Poco a poco, le fue apartando los brazos de la cabeza. Sostuvo el vaso ante los del paciente. Mickey simuló desmayarse.
Caí de las nubes. Habría caído antes si no hubiese estado absorto en la escena. Esa ronda la pagaba yo.
Cuando no estaba con Annick o vagando por las calles para coger la vida al vuelo -la aparición repentina de una monja, un clochard con Le Monde, la prodigiosa tristeza del sonido de un organillo-, estaba con Mickey, Dave y Marion. Al mes de estar juntos se habían vuelto inseparables. Los comparé inevitablemente con los personajes de Jules et Jim; Mickey contestó con una franqueza turbadora que a él le había tocado el papel de Jeanne Moreau. Era verdad: era el instigador y el provocador por cuya atención los otros competían. Dave competía participando, Marion simulando estar aparte. Sin saber con certeza cuál era mi posición con respecto al trío, yo los acompañaba de café en café, a visitar de nuevo el Museo Gustave Moreau (el gardien nunca nos reconocía), y en repentinas excursiones fuera de París, hasta el Beauce o a la loca fábrica policromada de chocolate de Noisiel.
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